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A las 12 del mediodía del 17 de febrero -dos días y medio después de la tragedia-, Héctor guardó la carretilla con la que se deshace de la basura que desechan las gallinas de la granja ponedora de huevos. Héctor es el único compañero que le ha quedado a Jhony. Héctor se dedica a alimentar a las gallinas y a limpiar la granja.

Héctor recuerda que la noche del 14 de febrero, como a las 9 p.m. se vino un apagón, seguido de otro apagón. Héctor no duerme adentro de los muros de la cárcel, sino justo detrás del muro, adentro de una carpa levantada con sacos de yute, en el interior de una bodega. Aunque no lo puede precisar, cree que el incendio y los gritos de los reos empezaron alrededor de las 10:45 de la noche. Unos 15 minutos después el cielo ya estaba iluminado, y luego comenzó a escuchar disparos.

A un costado del penal, frente a la granja ponedora, hay un terreno baldío extenso, un campo cercado en la lejanía por una alambrada que nadie custodia. De tanto moverse entre la granja y el basurero que hay detrás de la granja, Héctor ha concluido que fugarse de la prisión sería una tarea sencilla, porque solo hay dos centinelas en las dos torres del flanco derecho del penal, a quienes les costaría apuntarle a un blanco en movimiento, entre los arbustos, de noche. Héctor, sin embargo, prefiere salir libre “en orden”, y por eso nunca esa reflexión se ha convertido en plan de fuga para él, que va por la libre en la parte trasera del penal.

Cuando escuchó los disparos, la noche del incendio, se asomó al muro, y vio en dirección de los talleres de cerámica cercanos al dormitorio de los custodios.

-Los compañeros se estaban brincando el muro, huyendo del fuego. Ahí caían, medio quemados, adoloridos, unos se quebraron. Ahí afuera también había una fila de guardias esperándolos. Entre esos que brincaron y se quebraron estaban Coli y Quique.

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Los que se salvaron recuedan los mismos gritos: ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Llavero! ¡Llavero! ¡Se está incendiando! ¡Sáquennos! ¡Llavero! ¡No nos dejen morir! ¡Llavero! ¡Nos estamos quemando! ¡Vengan a abrir! ¡Abran los portones! ¡Llavero! ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Sáquennos de aquí! ¡Llaverooo!

Los que se salvaron también saben que hubo uno que tuvo que auxiliarlos. Al menos uno. Héctor, el limpiador de la granja de gallinas ponedoras, conoce al llavero que estuvo de turno esa noche.

-Pobrecito -dice Héctor-, él al final seguro tuvo que seguir órdenes, y ahora le está cayendo todo el clavo. Recuerde que así es eso. Ellos reciben órdenes de arriba. Él es buena gente. Era de los pocos que acá se interesaban por ayudarle a uno. Yo creo que no lo dejaron. Como que la orden fue que no dejaran salir a nadie.

Al llavero le decían “El brujo”, solo por el sobrenombre lo conocía Héctor. El nombre verdadero de ese policía está en reserva por la Fiscalía de Comayagua. Es, en la investigación del incendio, uno de los más investigados, junto al comandante de guardia, que mandaba por sobre el llavero, y el director del penal, Wilfredo López.

Junto a ellos, otros 27 policías que había en el penal están siendo investigados por negligencia. En Honduras los centros penales son regentados por la Policía Nacional, una institución ahora tildada de corrupta, que ha cambiado dos cúpulas en menos de dos meses, y que ahora tiene a 80 elementos investigados por la Fiscalía. 52 están siendo investigados desde octubre por colusión con el crimen organizado, las pandillas, el narcotráfico, por sicariato, estafa, secuestro y asesinato. La otra treintena ahora ha comenzado a ser investigada por un posible acto de negligencia, al permitir que un incendio se convirtiera en la peor tragedia del sistema carcelario no solo de Honduras, sino de toda la región latinoamericana, con 359 fallecidos y decenas de heridos.

Esta no es la primera vez que se le señala a la Policía como responsable directa por la muerte de decenas de reclusos. En 2003 murieron decenas de presos en la ciudad de La Ceiba, y en 2004 murió un centenar de reos en San Pedro Sula. Entre esos incendios y el de Comayagua, las víctimas mortales han sido más de 500.

Adentro de la granja-penal de Comayagua, entre la comandancia de guardia y las celdas que se incendiaron, no hay ni 30 metros de distancia. Si el El Brujo hubiera evacuado a los internos, muchos más se hubieran salvado en el patio en donde Jhony y otros más se echaban agua para mitigar el calor. Pero el llavero no llegó, y todos los sobrevivientes no se explican por qué. ¿Por qué los dejaron quemarse vivos?

Álex y Liro

Las celdas de la cárcel de Comayagua que se quemaron eran unas galeras de unos 25 metros de largo por siete de ancho. En las orillas estaban ancladas dos filas de literas con cuatro pisos cada una. Un colchón por reo. Por las noches,  entre las filas de las literas, y debajo de ellas, también había reos durmiendo. La del 14 de febrero no fue la excepción. Liro, un peseta (pandillero retirado) de la pandilla Barrio 18, dormía en la cuarta cama de la litera número cuatro, en la celda 10 de Comayagua.

La celda 10 fue la última en quemarse por completo. Álex, un joven de 18 ingresado hace dos meses, por posesión de libra y media de marihuana, dormía en la cama tres de la litera numero tres. A ambos los despertó el humo que se colaba entre las rejas y los gritos que provenían de las celdas contiguas. Liro, en su cama, se puso los zapatos y pegó un brinco hacia el suelo. Álex vio que las llamas ya habían entrado al corredor principal, y Liro descubrió lo mismo cuando cayó al suelo. Como si fuera un gato, brincó de nuevo de la cama dos a las tres, y de regreso a la cuatro, cuando sintió que Álex le rozó la espalda con las piernas. Liro decidió salvarse en el techo y Álex en las rejas de la puerta.

Desde la cama cuatro, Liro comenzó a hacer lo mismo que allá cerca de la entrada, en la celda cinco, había conseguido Coli: romper el techo. Se afanó rompiendo la madera, pero para cuando llegó a una canaleta, y al techo de zinc, había perdido las fuerzas, el colchón de su cama se había desintegrado y la celda entera, debajo de él, estaba envuelta en llamas. Liro, entonces, se dio la vuelta, boca abajo, trabó los pies entre los barrotes y se sostuvo de la canaleta ardiente para no caer al río de fuego que ahogaba todo.

Mientras tanto, en la reja, Álex luchaba con otros por mantenerse en los barrotes. Otros reos querían ocupar esa posición, para salvarse del fuego que les lamía la espalda, como también lo había hecho con Quique, que en la celda 6 estaba a punto de salvarse.

Detrás suyo tenía a Tiberio, el dueño de una de las pulperías del penal. Tiberio jalaba al flaco Álex, quería arrancarlo para ponerse él ahí, pero Álex se había hecho nudo con los barrotes, y no aflojaba.

-En poquísimo tiempo, mire, de a uno por uno fueron aflojando, y yo sentía cómo caían a mis espaldas -recuerda Álex.

Luego volvió a ver hacia atrás, y observó que un grupo hacía lo mismo que los del portón a los que se habían refugiado cerca de la pila ubicada en los baños de la celda. En ese grupo estaba Katya Figueroa, de 30 años, quien esa noche había llegado a pasarla con Jaime Aguirre, un nicaragüense de 49 años que coordinaba esa celda, y tenía buenas relaciones con los guardias y con los reclusos.

En lo que llevaba preso, Jaime había equipado un gimnasio en el reclusorio, y tenía los contactos para dejar que su mujer llegara a quedarse a dormir, cuando lo normal es que las visitas íntimas lleguen solo los miércoles, porque las de sábado y domingo están destinadas para los familiares.

Álex y Liro recuerdan haber visto entre el grupo que corrió hacia la pila a Jaime y a la mujer.

-Todos corrían del portón para los baños, para salvarse en el baño, pero era de balde. El agua estaba hirviendo y ahí murieron cocidos -dice Liro.

Jaime, que metió a su mujer a la pila, se cayó mientras intentaba guindarse del techo. Quedó debajo de muchos otros, y quizá puede ser eso lo que lo haya salvado.

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Hubo un momento en el que Liro pensó que era mejor dejarse caer, porque ya no tenía fuerzas, porque se las quitaban los viejos que se morían debajo de él. Abelino Canales y Mario Guevara, “otro señor que también daba consejos”, le gritaban que los ayudara, pero Liro no podía hacer nada.

En la celda 10 también había dos jóvenes a quienes una mala decisión de sus padres les quitó la vida, y verlos quemarse devastó a Liro.

-Hay mamás que por querer enmendar a sus hijos los mandan a que pasen una temporada a granjas como esta. Yo les decía a estos loquitos que les dijeran a sus mamis que los sacaran, porque aquí podían encontrar la muerte…

De esos de los que habla Liro había uno en la celda 7. Se llamaba José Reynaldo Romero, de 22 años. Por drogadicto, vago y borracho, en ese orden, su mamá lo metió a la granja-penal cinco meses antes del incendio. A Noelia Suazo ahora no hay quien la consuele. Sabe que condenó a su hijo a la muerte. Lo lloró el jueves 16, mientras olía los cuerpos que se descomponían en las afueras de la morgue de la ciudad de Tegucigalpa. Dos días después del incendio, solo se habían reconocido tres cuerpos, y los cadáveres, que no cabían en el recinto, seguían apilados adentro de un furgón que intentaba mantenerlos congelados. Pero 48 horas después la descomposición hizo estragos, inundaba el ambiente y de la cama del furgón goteaba un líquido acuoso y rojizo, que luego fue lavado y se escurrió a los pies de los cientos de familiares que esperaban a sus muertos, que respiraban a sus muertos, que miraban irse los fluidos descompuestos de sus muertos por la alcantarilla.

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