¿Patovicas? A mí me cuidan mis amigas

La agresión que sufrió la DJ Irina Capponi abre una vez más el debate sobre cómo nos cuidan quienes deben cuidarnos en la noche. La socióloga Betania Cabandié analiza el rol de la seguridad privada en la nocturnidad, la precarización, la falta de perspectiva de género y el incumplimiento de una ley sancionada hace 13 años que pocas provincias aplican.

¿Patovicas? A mí me cuidan mis amigas

14/03/2022

Por Betania Cabandié*

Para nosotras pisar la calle siempre fue arriesgado. “Amiga, avisá cuando llegues” repetimos casi como un mantra. Más si es de noche. 

Irina es DJ. El 8 de marzo la contrataron para que pasara música en el Patio de los lecheros, un local gastronómico muy cool. Esa noche se celebraba “el día internacional de la mujer con combos especiales, descuentos, sorteos, música en vivo y premios de Pink power”. En un video de Instagram Irina contó que el seguridad, Jorge Hugo Andrades, la agredió, la empujó y le pegó una piña en la cara. Otras mujeres fueron a defenderla, a ellas también las agredió. Los videos muestran cómo uno de los dueños del local minimiza la situación y con los brazos abiertos oficia de barrera para proteger al agresor. El famoso pacto de caballeros. Después intervino la Policía y se llevó detenido al patovica. No es un caso aislado, ya sabemos cómo se llama.

Patovica es la forma coloquial y peyorativa para designar el trabajo de les controladores de admisión y permanencia. Elles son contratades para controlar el ingreso, egreso y circulación de las personas en espacios privados de acceso público, su función es velar por la integridad y derechos de las personas que circulan por ese espacio. Esta definición queda muy lejos de casos como el de Irina.

¿De dónde emerge esta diferencia entre el deber ser de la seguridad y los hechos que con frecuencia denuncian la violencia de los patovicas? Rápidamente podríamos decir que del desconocimiento e incumplimiento de la ley que pretende regular el ámbito. Pero, como todo, es un poco más complejo.

En 2006, en la puerta de un boliche en Quilmes, Martín Castellucci fue asesinado por un patovica luego de recibir dos piñas. Como Irina, Martín intentaba mediar para que su amigo entrara al boliche. La respuesta estatal a la repercusión del caso fue la sanción de una ley nacional que regula el ámbito.  La ley 26.370 establece requisitos para ejercer la profesión de controlador, como, por ejemplo, tener una capacitación obligatoria y secundario completo; establece incompatibilidades como haber sido exonerado de alguna fuerza de seguridad; y determina que el trabajo de la seguridad debe ser tercerizado. Es decir, debe mediar una empresa de seguridad privada que exclusivamente brinde el servicio de control de admisión y permanencia y se responsabilice por el accionar de sus empleades.

En la práctica, pasados casi 13 años de la sanción, la ciudad de Buenos Aires no adhirió a esta ley y en la provincia de Buenos Aires son pocos los locales que se adecuan a la normativa. Las mujeres y disidencias tenemos pocas herramientas para protegernos en la noche, pero el cumplimiento de esta ley podría darnos mayores garantías. El personal abocado a estas tareas estaría registrado y monitoreado por distintos actores estatales.

La realidad es que, bajo pautas de ingreso ambiguas, les controladores actúan discrecionalmente, de acuerdo a sus propios valores. El panorama es diverso, hay locales en donde los bolicheros toman una política de puertas abiertas y prohíben a la seguridad que contratan tener tratos física y simbólicamente violentos y hay otros que permiten y promueven este tipo de prácticas.

Haciendo futurología, el cumplimiento pleno de la Ley no tendrá impactos positivos para las mujeres y disidencias si la currícula de la capacitación obligatoria para controladores no tiene perspectiva de género. 

Con frecuencia, en los medios circulan casos de violencia de patovicas donde las víctimas son generalmente varones. En el espacio de la puerta, los patovicas hacen valer sobre otros varones su masculinidad, su poder circunstancial. Dando respuesta a esta parte del problema, la capacitación se centra en evitar la violencia de varones contra varones.

Son les trabajadores y por iniciativa de las controladoras que, en instancias grupales e informales, debaten sobre qué posición y acciones tomar ante la pelea de una pareja, una mujer que denuncia acoso dentro del boliche, una persona que ellos entienden varón y pretende entrar al baño de mujeres y un largo etcétera.

Como en la calle, en los boliches las mujeres cuidan a las mujeres. Dentro del control de admisión y permanencia también existen mujeres, aunque son proporcionalmente menos, peores pagas y se le asignan lugares y tareas poco visibles y poco valoradas. En los boliches tienen que ser prolijas y amables, pero no tanto, no tienen que seducir. Ellas cachean a otras mujeres, controlan los baños de mujeres y están en las vallas, entre el escenario y el público. Desde sus espacios llevan a cabo prácticas de cuidado, asisten a otras mujeres descompensadas por el alcohol y el calor del amontonamiento. Pero estas prácticas no se entienden como parte del trabajo si no como inherentes a su naturaleza: son los roles tradicionales de género operando, que les asigna a las mujeres las prácticas de cuidado.

La pregunta entonces es ¿por qué los bolicheros contratan seguridad sin registrar? Porque es más barato. La mediación de la empresa encarece el costo del servicio. Contratar un servicio de seguridad que implica el pago de uniforme y cargas patronales encarece el servicio. Además, las empresas exigen un número de controladores en función del público que se espera recibir esa noche, lo que lo hace aún más caro. Para reducir costos, los bolicheros contratan la mínima cantidad de seguridad posible, varones grandotes que apostan en las puertas de los locales, a quienes le pagan mucho menos.

En consonancia con los intereses de los bolicheros, la vulnerabilidad económica de les controladores lleva a que prefieran el beneficio a corto plazo, ser contratados en negro y pactar con el empleador el salario, sin un intermediario que retenga parte de sus ingresos y los haga rotar de servicio con el objetivo de que “no se encariñen o los puenteen”. Porque lejos del estereotipo de patovica que pasa horas en el gimnasio, con músculos producto de dietas caras, el trabajo es ejercido por varones y mujeres de sectores populares, en su mayoría con educación formal incompleta y otros trabajos (remunerados y no remunerados), que mal dormidos y mal comidos van a trabajar una noche entera por un jornal que ronda hoy los 2 mil pesos. 

El paisaje de la noche no parece muy esperanzador, al momento sólo contamos con una ley a la cual no todas las provincias adhieren y que no vela por los intereses de les trabajadores. Los bolicheros contratan seguridad no registrada para reducir costos y manejar según propio criterio. Y vulneradas, acá estamos las fanáticas de los boliches.

*Lic. en sociología, becaria de CONICET, miembro del Núcleo de estudios sobre seguridad en la provincia de Buenos Aires.