Por Zelideth Cortez, desde Panamá – Para CR

El preludio fue el zumbido constante de los helicópteros, que carraspearon en el cielo de la provincia de Chiriquí, en el límite con Costa Rica, durante toda la madrugada del 5 de febrero. Después avanzaron con gases lacrimógenos y perdigonadas las unidades antimotines, la Policía Nacional y el Servicio Nacional de Fronteras (Senafront), una fuerza de choque que el gobierno había formado para combatir las guerrillas de las FARC y el narcotráfico. Jerónimo Rodríguez Tugrí, uno entre tantos manifestantes indígenas de la etnia Ngäbe-Buglé que estaban allí repudiando la aprobación de proyectos mineros e hidroeléctricos en sus tierras, recibió dos balazos: uno abajo de la tetilla izquierda y otro en el centro del abdomen. Los compañeros, que lo vieron caer, lo llevaron en andas 200 metros hasta la sala de urgencias del hospital San Felix. Era tarde: Jerónimo había muerto. Era el inicio de “una cacería humana” -como la calificó el presidente de la Comisión de la Verdad, Vicente Saldaña- que duraría cinco días, pero que había empezado, aunque entonces nadie pudiera saberlo, una semana atrás.

A finales de enero, en la Asamblea Nacional, los diputados habían aprobado en primer debate el anteproyecto sobre la regulación de las concesiones y explotaciones mineras e hidroélectricas, excluyendo el artículo cinco que había sido pactado el año anterior en el proyecto de ley 415, que prohibía las concesiones mineras e hidroeléctricas en la Comarca Ngäbe-Buglé. El avance de las empresas trasnacionales mineras sobre la tierra y sus recursos naturales, y la defensa de las poblaciones nativas, es algo que por estos días se repite en Famatina Argentina, y enciende fuegos y resistencias en todos los rincones de América Latina.

En Panamá, la Coordinadora indígena declaró el 31 de enero un paro indefinido en el Cruce de San Félix y Las Lajas. La protesta se fue intensificando con cortes de calles y rutas. Camiones de productos agrícolas, lácteos, gasolina, y carros particulares, que hacían la ruta Panamá-David quedaron atascados. El sábado 4 de febrero los informes del tránsito reportaban que en medio de la vía bloqueada se encontraban más de tres mil vehículos.

El gobierno declaró que tenían a los turistas de rehenes. Los demorados decían cosas como estas: “Aunque no entiendo con claridad el motivo de la protesta, pienso que el gobierno, al no darles respuesta, nos está afectando a todos”, sostenía desde el corte Gustavo Trejos, un transportista costarricense. El gobierno decía que eran unos inadaptados. Ellos decían: “No nos vendemos. La tierra es lo más preciado que tenemos, sobre ella vivimos y nos brinda lo que necesitamos para vivir. Es esa nuestra mística: unidos por Döbro en una sola fuerza, somos hermanos, quien afecta a uno de nosotros lo hace con la mayoría”.

El segundo muerto

Al día siguiente, el conflicto se esparció a la pequeña población de Volcán, las en las laderas del volcán Barú. Los trabajadores indígenas pedían que se escuche el reclamo de sus paisanos y justicia por la muerte de Jerónimo Rodríguez Tugrí. Los agentes policiales intentaron dispersarlos con gases lacrimógenos y perdigones, ellos respondieron con piedras y el ataque a la sede de la Policía. Fue la tercera instalación incendiada, después del cuartel de San Félix y la garita de David. Las tejas del edificio crema apenas lograban verse entre tanto humo.

Los ngöbe-buglé sumaron marchas y manifestaciones en apoyo al reclamo de no minerías ni hidroeléctricas. Human Rights denunció ‘la violación de derechos humanos fundamentales por parte del Gobierno de Panamá’, y más congregaciones, como los padres Agustinos de Tolé, sumaron repudio a la situación crítica. La Coordinadora anunció que estudia los mecanismos para presentar una demanda al Estado ante la OEA.

Esa misma noche, Adriana despidió a Lorenzo, como todavía llama a su octavo hijo, con una recomendación: que tuviera cuidado, que la cosa no estaba para andar tan tranquilo, que los antimotines andaban hambrientos casi por todos lados. Mauricio Méndez tenía 16 años y hasta ese día nunca se había preocupado por el peligro. La besó y salió a la casa de su amiga; en un rato estaría de vuelta.

No volvió. Al otro día, rodeada de familiares, sentada en el patio de su casa de la barriada Nuevo San José de Las Lomas, Adriana no tenía consuelo: ‘¡Me mataron a mi hijo, me lo mataron! ¡Él era un niño, devuélvanmelo!’.

Mauricio fue la segunda víctima que se conoce en la pueblada desatada en la provincia de Chiriquí. El día de su muerte circuló una foto suya con el rostro deshecho, como si un impacto poderoso hubiese achatado y despedazado todo el costado izquierdo. El vocero de la Policía Nacional dijo que unos agentes encontraron al muchacho ‘dentro de un vehículo con signos vitales y gran parte de su rostro desfigurado’, y que en el carro vieron envases de combustible y restos de fuegos artificiales.

Adriana, la madre, piensa otra cosa. Hubo testigos en la manifestación que dicen haber visto como una unidad de la Policía Antidisturbios le disparaba a quemarropa. Que cargaban las balas y no eran de goma. Lo juran: ‘Tenemos las pruebas y las presentaremos’. Incluso, dicen, vieron a los policías infiltrarse en las columnas, vestidos de civil, subiéndose a la tienda de un chino para disparar.

Mauricio murió esa madrugada en el Hospital Regional de David.

‘Nu jogro ulire’

Ese martes, Amnistía Internacional emitió una ‘Acción Urgente’ para pedir el cese de hostilidades, y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) urgió al Estado de Panamá a garantizar ‘la integridad física y seguridad de líderes y miembros del pueblo indígena’.

Pasadas las cinco de la tarde, más de 600 indígenas marcharon con cruces en alto y un ataúd que contenía la leyenda ‘Martinelli promesa cumplida’ desde el estadio de San Félix hasta el hospital donde había muerto Jerónimo Rodríguez.

-Nu jogro ulire-, repetían en su lengua nativa: estamos de luto.

La cacica general ngöbe buglé, Silvia Carrera, le solicitó al Gobierno Nacional la libertad de los detenidos, que cese la represión contra el pueblo y que se reactive la comunicación de los celulares, cortada desde hacía tres días. Algo fundamental: muchas madres y mujeres no sabían, todavía no saben, dónde están sus hijos, esposos, hermanos, primos.

El acuerdo de paz costó una semana de enfrentamientos y dos indígenas caídos. Después de una semana de enfrentamientos de al menos dos muertos y una semana de cierres, el gobierno cedió ante la lucha de los Ngäbes y envió una comisión a Chiriquí, para abrir el diálogo. El pacto San Lorenzo I incluyó diez puntos y el primero reabre el diálogo para analizar el artículo 5 del proyecto de ley 415. También se acordó la liberación inmediata de los detenidos y sin cargos; la atención inmediata de los agredidos y la indemnización de la familia de Jerónimo Rodríguez.

-Que no crean que es borrón y cuenta nueva-, advirtió la cacica tras la firma.

La población comarcal ya no confía en el gobierno y creó por cuenta propia una Comisión de la Verdad: quieren saber qué pasó con los desaparecidos, cuántos son, cómo actuaron los antimotines y la Policía, y si es cierto que algunos uniformados, en un réquiem de violencia, violaron a menores de edad de ese pueblo indígena.

 

Fotos: Eliezer Oses,  La Estrella de Panamá.