THC9añosRevista THC.-

Hace 9 años asumimos el compromiso de estar a la altura de nuestros lectores. Cada uno de ellos, en su deseo por ser más independiente, en su búsqueda de información veraz acerca de las plantas y sustancias psicoactivas, en su convicción de que el derecho a cultivar su propio cannabis es la mejor manera de abandonar el mercado negro al que los empujó la prohibición, hizo posible que THC siga siendo parte del presente. No sólo porque mes a mes caminó hasta el kiosko más cercano y, sin importar los prejuicios, hizo de esta revista una herramienta de consulta, lectura y esparcimiento, sino porque, desafiando la persecución y las restricciones, la nutrió con sus historias, sus fotos, sus preguntas, sus críticas y discusiones.

Por eso hoy celebramos, además de un nuevo aniversario, esa relación basada en la compresión, la responsabilidad y el afecto. Como medio de comunicación nacido en Argentina, donde hablar del uso responsable de plantas y sustancias ilegales aún es cuestionado legalmente, pudimos llegar a gran parte de Latinoamérica. Estamos inmensamente agradecidos por formar parte de un fenómeno que compromete a millones de personas que, al tiempo que demandamos el respeto de nuestros derechos, valoramos la comunicación como un bien social irrenunciable.

Hoy, como siempre, nuestro mayor deseo es honrar a esos lectores de la mejor manera: brindando más información y generando un punto de encuentro cada vez más amplio, heterogéneo y democrático que nutra a nuestras sociedades con la convicción de que este mundo puede ser un lugar mejor.

Somos fruto y parte de una multitud que decidió no ser silenciosa. Porque nos sentimos orgullosos de lo que somos y porque de la libertad no se habla nunca en voz baja.

Felices 9 años a toda la familia THCera.

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[Aquí, una nota de la revista que publicamos en Cosecha Roja]

El cogollero, ladrón de marihuana

Juan Diego Britos – THC.- *

Primero fueron rumores, luego un tema de discusión entre cultivadores, hasta que la muerte de dos personas encendió la alarma. Conocido como el “Cogollero”, el ladrón de plantas puede ser tanto un extraño sin escrúpulos, como un vecino rufián o un amante despechado. Mientras el acceso al cannabis siga siendo ilegal, sólo quedan las soluciones caseras.

La cosecha 2013 no se avecinaba tranquila. Una tarde, Adriana se enteró del rumor que recorría el barrio como fantasma emputecido. El mensaje jamás escrito decía: “La casa de la gorda está regalada, le re cabe”.

“Soy una mujer grande, es mi medicina, mi derecho a la vida. Cultivo lo que consumo, hago medicinas, llevo a un hospital. Es un derecho privado que está siendo vulnerado. Y no tenía donde acudir”. La ausencia de políticas estatales respecto a la regulación y normalización de los cultivos canábicos vistió de paranoia al sueño de Adriana. Es que fuera de la agenda mediática, lejos del alcance de las crónicas policiales de básico manual, los cogolleros trabajan en silencio, con el código penal bajo el brazo; saben que jamás serán atrapados porque cuentan con el silencio de sus víctimas. Pero mientras ellos se amparan en el agujero negro del sistema penal y lucran con la demanda de un mercado incapaz de abastecer la creciente oferta, los cultivadores eligen métodos polémicos para proteger lo propio. Víctimas y verdugos, caras de una misma moneda, que gira descontrolada en el espiral de violencia que sacude a los jardineros cannábicos.

Para cuidar su cosecha, Adriana recibió un arma de fuego. Se la prestó un amigo. Sus manos jamás habían acariciado el frío acero de una escopeta. Tenía malos recuerdos de la época en la que tuvo que abandonar la esquina de Don Bosco y Ocampo, en Haedo, al oeste del conurbano, después que su padre fuera asesinado en un intento de robo.

Tres meses durmiendo de 18 a 24. Las madrugadas leyendo con luz tenue. Así esperaba al enemigo, que se movía sigiloso en los alrededores del campo de batalla, proyectando el momento preciso para dar el golpe. Esa no es vida para un cultivador. La dueña de casa pronto comenzó a oír ruidos donde no los había. Aguantó hasta mayo y se apuró a cortar las plantas. La ayudó un amigo. Pasaron la tarde entera acomodando la generosa y sobreviviente cosecha. Por la noche, Adriana pagó las luces de la casa y se acostó a dormir tranquila. Después de tantas semanas a contramano, le costó cerrar los ojos. Estaba acelerada. Tardó un rato en relajarse, hasta que los párpados cayeron pesados y la noche se hizo amiga. Un buen descanso.

La temporada 2014 no fue mejor. La cultivadora tuvo que emplear los mismos métodos para disuadir a los ladrones pero no aguantó y cosechó apenas se enteró de la muerte de Claudio Mendez en La Pampa. “Ya no tenía valor. La guardia solo traía angustia, eso no es cultivar. Además de las plantas, se llevaron mi tranquilidad”.

Un cacho de piedad

El caso de Adriana explica que los cogolleros suelen habitar el mismo barrio de sus víctimas. Este enemigo interno, si fuera boxeador, no iría al cruce de golpes. Caminaría el round como una pantera enjaulada, esperando el momento justo para golpear el corazón de su presa.

Tal es el caso de Diego, cordobés de 44 años, que conoció la marihuana mientras al tocayo más famoso le cortaban las piernas en el mundial de fútbol de Estados Unidos. Tuvo que esperar hasta 2003 para experimentar ese instante de luz que ilumina el alma de un hombre y devuelve, fugaz, la ingenuidad de la niñez. Esa primera cosecha inauguró lo que sería “La década fumada”, sin saber que el enemigo crecía cerca. Muy cerca.

Amante de los pedales, Diego suele pasear en bici para visitar a sus amigos, a los que ayuda con los indoors. Triste, reconoce que perdió la cuenta de las derrotas de tantas veces que le robaron en la terraza de su departamento. Su experiencia marca que los asaltos pueden ocurrir en cualquier época del año: los cogolleros se han llevado plantas en vegetativo, a media floración y prontas a ser cosechadas. Con esa mecánica de trabajo, los ladrones le arrebataron al cultivador cada una de las matas verdes que podían dejarle goma de mascar en las yemas de los dedos a quien las tocara.

La pérdida de la virginidad puede ser dolorosa. Perder la condición de intocable trae incertidumbre, impotencia y malas ideas. Pocos hombres y pocas mujeres están preparados para ir a fondo en sus intenciones bajo esas circunstancias. Hay muchas chances de errar el camino.

La guerra psicológica de Diego comenzó con algunos piedrazos al aire para espantar la angurria cogollera. Hasta que una de esas noches de contrainteligenicia cultivadora, el ave de rapiña cayó mal al suelo y se quebró una de las piernas. Así se enteró que los autores materiales de la sustracción sistemática de moños eran dos hermanos, que vivían en la misma cuadra de la terraza más preciada de todo el barrio.“Los crucé en la calle pero nunca les dije nada, sólo los miré desafiante y bajaron la cabeza”.

Con las cartas echadas sobre la mesa, los arrebatadores crecieron en logística y sumaron a otros dos jóvenes a la singular empresa. La única condición impuesta por los cogolleros a la hora de hacer el trabajo fue que ninguno de los nuevos miembros podía ser reconocido a plena luz del día por la víctima, que esperaba ser atacada nuevamente y se preparaba juntando piedras y coraje para proteger el saldo del próximo otoño.

Una vez más el reto ocurrió en la terraza, pese a que estaba protegida con una reja, que impedía además el acceso al patio interno del departamento. Diego volvió a triunfar, esta vez sin heridos en el bando enemigo, lo que trajo algo de calma. Por poco tiempo.

Noches más tarde, los saqueadores volvieron al ruedo. Esta vez sabían que el dueño de casa estaría durmiendo y se animaron a ir por el plantel de niñas crecidas en el patio enrejado. Dicen que la oportunidad hace al ladrón, y Diego bien lo sabe. Los cogolleros de su barrio conocían bien el terreno, lo que les permitió planear la estrategia de robo; la táctica adecuada para dar el nuevo zarpazo. Así que compraron una soga, con el largo suficiente para cubrir la distancia que separaban a las rejas del suelo, y le colocaron un garfio hecho de alambre en la punta. Algo así como un péndulo cogollero. La caza se había transformado en pesca. La prisa sumaba la mecánica de la precisión para lograr el objetivo: fumar de arriba. O de abajo, para ser literales.

Si Dios existe, y mira desde el cielo, debe haber descubierto varias veces al cogollero que le robó a Diego, bamboleando la soga con el gancho de carnicero hasta conquistar tallos, macetas o lo que fuere, y luego enrollando la cuerda lentamente hacia arriba, para no dejar caer lo ganado.

Cansado del traje de vigilante, Diego comprendió que para recuperar la calma debería ser más inteligente que los audaces vecinos. La opción de la denuncia policial había quedado descartada desde el primer momento, porque el hombre, a veces, puede mostrarse un poco loco, pero boludo nunca.

***

El 15 de marzo, Claudio Méndez escuchó ruidos extraños en el techo de su casa de Guatraché al 1800, entre San Luis y Unanue, en el barrio Centro Empleados de Comercio de Santa Rosa, La Pampa. Todavía acostado, abrió los ojos, giró la cabeza y descubrió malhumorado que faltaban quince minutos para que el despertador de las seis inaugurara la rutina diaria. Se enderezó para vestirse, y en silencio, para no despertar a su pareja, buscó con la mano derecha las zapatillas y se calzó. Apuró la marcha, tratando de callar los anuncios del corazón. Hacía ya 3 años que lidiaba con los intrusos que merodeaban su jardín y más de una vez los había echado a grito pelado. Sin embargo, el cogollero es un ejemplo de voluntad delictiva. Mientras Claudio caminaba rumbo al fondo la sospecha galopaba libre dentro suyo, como caballo sin tierra que añorar. Sabía que su cultivo estaba en riesgo. Los disturbios indecentes preanunciaban la mano de obra de los cogolleros. Claudio comenzó a trepar por la casilla de gas para sorprender a los ladrones. Apenas asomó la cabeza, encontró a dos hombres que intentaban entrar al patio de la vivienda. Pero antes que pudiera largar palabra, recibió un tiro en la panza y murió. Los atacantes escaparon sin robar nada.

Aixa, su pareja, le contó al fiscal Mauricio Piombi, quien investiga el caso, que no pudo ver el coche en el que huyeron los asesinos.

Cuando entraron a la casa, los policías hallaron intactas las plantas de marihuana. Ellos creen que los homicidas querían llevárselas y que, al ser descubiertos por el dueño de casa, dispararon para garantizar su impunidad.
Claudio trabajaba en la casa de repuestos Ojeda, propiedad de su suegro. Sus dos hijos, de 5 y 7 años, no estaban en la casa cuando lo mataron. Es el primer cultivador asesinado. Caso testigo de los tiempos violentos. Que ahora mira crecer las flores desde abajo.

El 9 de abril, semanas más tarde del asesinato de Claudio, la corriente canábica combativa volvió a mancharse de sangre. Esta vez la baja la tuvo el ejército cogollero, en un enfrentamiento que ocurrió a media hora en auto del centro porteño. Ese día, Bruno decidió robar las plantas de marihuana que su amigo Jonathan tenía en la casa de Madrid al 3900, en el Barrio San Juan de Castelar. Para lograr el éxito, el muchacho de 20 años sumó a dos cómplices a la misión, con los que entró por asalto a la vivienda para llevarse el cultivo que crecía ajeno a la avaricia de los hombres. Recién comenzaban la faena cuando el dueño de casa apareció en escena blandiendo una cuchilla. Los detalles no vienen al caso, pero lo cierto es que antes de que terminara la mañana, a Bruno lo abandonó la suerte. Jonathan encontró mejor destino y pese a las heridas, pudo recuperarse en el Hospital Municipal de Morón. Los policías que trabajaron en el caso explicaron que el crimen fue producto del intento de robo de las plantas. El fiscal Rapazzo prefirió no suscribir esta tesis en diálogo con THC, aunque el hecho de que en el interior del coche de los cogolleros los investigadores hayan encontrado ramas frescas, recién cortadas, similares al resto de las plantas que quedaron intactas, orientó la pesquisa en este sentido. Jonathan no fue detenido por el homicidio, ni siquiera imputado por el cultivo de marihuana. Pero se quedó masticando toda la culpa. Porque una cosa es defender lo propio, y otra muy distinta es matar a una persona. De eso no se vuelve. La muerte jamás termina.