Nuestra venganza es llegar a viejas

Keila, Anyky, Clara, Brishell, Collette, Francesca y Gabriela son mujeres trans y les cuesta mucho más tener acceso a una vivienda digna. Conocen desde temprano los distintos rostros de la violencia y discriminación, y son concientes del riesgo de ser víctima de un crimen de odio. Radiografía de un colectivo que en muchos países sigue invisibilizado en las estadísticas y las leyes.

Nuestra venganza es llegar a viejas

30/06/2021

Por Jessica Tamyres dos Santos
Arte: Malena Guerrero

Informes: Mariela Castañón, Yadiris Luis Fuentes, Francisca Mayorga, Milagros Berríos, Soledad Gago, Andrea Vega

Sus familias las expulsaron de casa muy temprano. Pasaron un tiempo en las calles, vivieron en pensiones y hogares alquilados. A todas les costó conseguir trabajo. Son mujeres trans que viven en distintos países de América Latina pero sus historias se asemejan. A lo largo de sus vidas Keila, Anyky, Clara, Brishell, Collette, Francesca y Gabriela sufrieron y aún sufren todas las formas posibles de violencia y discriminación. Se parecen en algo más: todas lucharon y todavía luchan por sus derechos.

Contra todo pronóstico, ellas superaron los 35 años, la expectativa de vida que les espera a las personas travestis y trans en América Latina. La misma que tenían los hombres y mujeres europeos durante la Edad Media, cuando aún no se habían descubierto los antibióticos, las vacunas y gran parte de la tecnología que tenemos hoy en día.

—Cualquier travesti que supere los treinta y cinco se está vengando del sistema —dice Keila, brasileña, 55 años, presidenta de la Asociación Nacional de Transexuales y Travestis (Antra).

A partir de esa edad se transforman en sobrevivientes.

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A los 13 años Keila dejó la casa de bahareque -como le dicen en algunos paìses de América Latina a las construcciones de caña y barro-  en la que vivía con su familia.

—Me arreglé como pude, a veces en habitaciones insalubres —cuenta.

La gran mayoría de las personas travestis y transexuales viven en cuartos alquilados, pensiones o casas colectivas. Tras pasar parte de su vida en habitaciones sin muebles, con paredes descascaradas o estructuras que se venían abajo, en 2003 Keila alquiló el piso en que todavía vive y al que llama hogar.

—Estoy sola, pero aquí sí me siento en casa.

Aunque tiene un lugar seguro y saludable donde vivir, no se siente protegida. Todos los días, miles de personas trans en América Latina sufren todo tipo de violencia contra sus cuerpos. Según la ONG Transgender Europe, entre 2008 y 2020, 2.894 personas trans fueron asesinadas

—La población trans brasileña vivimos con miedo de que nos asesinen o nos violen en cualquier lugar al que vayamos, sólo y simplemente porque somos personas trans.

Solo el año pasado 175 personas trans fueron asesinadas en Brasil. La mayoría de las víctimas eran jóvenes -las más chicas, de 15 años- negras y trabajadoras sexuales, como muestra el Dossier Anual de Asesinatos y Violencia contra Travestis y Transexuales en Brasil de Antra.

—Siempre digo que soy una sobreviviente. Fui víctima de tres disparos: en el pie, en la rodilla y en las nalgas. Tres disparos en tres momentos diferentes de mi vida —cuenta.

Pero no solo la violencia física mata. En Brasil no hay políticas de inclusión para personas trans en el sistema educativo ni en el mercado laboral. Después de muchos años de lucha, en 2017 se garantizó el derecho a que los documentos incluyan su identidad de género y su nombre.

Pero aún queda mucho camino por recorrer. En Brasil solo una de cada tres personas trans son mayores de 36 años.

Keila dice que seguir viva es un reto diario. Que llegó a los 55 con la arrogancia de mirar a la cara a la gente y decirle: “Me llamo Keila Simpson, soy mujer, respétame porque aquí está mi documento”.

—Mi deseo, mi objetivo en la vida, es convertirme en una travesti centenaria. Nuestra venganza es llegar a viejas.

Desde 1948, en su Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) reconoce que toda persona tiene derecho a una vivienda digna. Según datos del Banco Interamericano de Desarrollo en 2012, 59 millones de personas vivían en casas precarias o sin acceso de servicios básicos en América Latina,

Para las personas trans, el acceso a una vivienda digna es aún más difícil, cuando no imposible. A lo largo de sus vidas son víctimas de diferentes formas de violencia estructural como la falta de empleos formales y políticas sociales de inclusión, loque las termina alejando del sueño del hogar propio. En muchos casos también tienen serias dificultades para alquilar ya que no consiguen garantías válidas o se enfrentan a la rotunda negativa de los propietarios de rentarles a personas trans.

—Ustedes hacen fiestas, borracheras, meten hombres —cuenta la peruana Gabriela Mariño que solían decirle los dueños de casas en alquiler cada vez que los contactaba.

Gabriela creció en San Juan de Miraflores, Perú, en la década del ‘50, en la casa que su madre construyó en un terreno ocupado en el barrio Ciudad de Dios. Era una casa pequeña y simple -un cuarto, una cocinita, un baño y un patio grande con un arenero para jugar- pero les alcanzaba. Los hermanos mayores ya habían abandonado el hogar familiar y ahí vivían solo ellas dos. Siendo apenas una niña,  acompañaba a su madre a vender comida o bolsas plásticas en los mercados.

—Cuando estaba con mi madre yo me sentía en casa. Ella formó el hogar,  prácticamente. Yo sentía lo mío con ella porque éramos las dos —dice Gabriela a sus 66 años.

Los problemas comenzaron cuando los hermanos mayores volvieron a vivir con ellas y su madre repartió el terreno para que sus hijos tuvieran un lugar donde vivir.

—Ellos ya veían mi orientación sexual, mi identidad, y decían que yo no necesitaba una casa porque en el futuro no iba a tener hijos, ni pareja, ni nada.

Los hermanos decidieron que ella apenas necesitaba una habitación y nada más. A los 21 años, Gabriela los enfrent y al fin logró que le permitieran construir un piso arriba, donde vivió con su madre hasta el año pasado, cuando la mujer murió.

Collette Spinetti es docente de literatura, bailarina, activista trans y ex-concursante del Masterchef Celebrity Uruguay. Tiene 55 años, el pelo rubio y lacio -que le cae sobre el rostro con suavidad y delicadeza-, los ojos marrones casi negros, los labios finos y la voz profunda y vibrante.

Tiene recuerdos de una infancia feliz en la casa familiar en Paso de los Toros, en el departamento de Tacuarembó, con su madre, su padre y sus tres hermanas. Era una familia unida, sólida.

—Como todo padre que nació en la década de los 30, me decía lo común de la cultura: los hombres no lloran, no usan pollera, no juegan con las niñas. Pero nunca lo sentí como represión.

Colette se siente “histórica”. Dice que dentro del mundo trans ella pertenece a la vejez trans. Dice, también, que se siente joven, con mucha energía. En relación a otras personas trans de su edad, sabe que es una privilegiada: tiene casa propia. Una casa que no resultó fácil conseguir y que todavía está pagando.

—Un altísimo porcentaje de personas trans se desvincularon a edad temprana de la educación, por lo tanto no tienen formación, no tuvieron la oportunidad de invertir en su vida. Hoy están en situación de pobreza, con muchísimos problemas de salud derivados de la automedicación de hormonas, de las inyecciones de siliconas y de una vida de trabajo sexual a la intemperie, con frío, con calor o con lluvia. Es una situación muy triste y dolorosa.

Pero aún quienes están en una mejor situación económica tienen dificultades: en la mayoría de los casos, al no poder acceder a trabajos formales la posibilidad de obtener créditos hipotecarios les está vedada.

Durante la pandemia, la situación se agravó. Muchas se quedaron sin trabajo. Al no poder pagar los alquileres, aumentaron los desalojos. Algunas, cuenta Colette, se juntaron y crearon pequeñas comunidades. Otras tuvieron que regresar a la casa de sus familias, las mismas que las rechazaron temprano.

—Eso trae como consecuencia una cantidad de microviolencias, tanto a nivel intrafamiliar como a nivel social en sus pueblos y ciudades de origen.

Uruguay tiene un marco legal avanzado si se lo compara con otros países de América Latina. La Ley Integral de Personas Trans (Ley nº 19684), aprobada en 2018, garantiza los derechos básicos de la comunidad. Además, permite, entre otras cosas, que Uruguay sea -junto con México- uno de los pocos países de la región en los que el Estado recaba información sobre la población travesti y trans.

En el censo TRANSFORMA 2016, 853 personas se identificaron como trans. La edad promedio de abandono del hogar es a los 18 años, por el maltrato y la discriminación de sus propias familias.

Según el censo, el primero desde la aprobación de la Ley nº 19684, la mayoría tiene dificultades para conseguir trabajo y vivienda. La principal alternativa es el trabajo sexual. Solo el 15,9 por ciento tiene casa propia. El 17,5 por ciento alquila una casa o piso y el 35 por ciento vive con sus familias.

La Encuesta T, hecha en Chile en 2017, muestra que sólo 13 por ciento de esta población supera los 34 años. Desde 2019 el país tiene una Ley de Identidad de Género que garantiza el “reconocimiento y protección de la identidad y expresión de género”. Esta norma no garantiza el reconocimiento integral de los derechos. Según el informe Población Trans en Chile ante la crisis provocada por la covid-19, la mayoría tiene dificultades para conseguir trabajo.

En México, la Encuesta Nacional sobre discriminación (ENADIS) de 2017 y la Encuesta sobre discriminación por motivo de orientación sexual e identidad de género (ENDOSIG) de 2018 señalan que 3,3 por ciento de las personas encuestadas son mujeres trans y que el 46,3% tiene entre 30 y 59 años. Sólo el 2,6% supera los 60. El prejuicio quedó claro en la encuesta: un 33 por ciento de  mujeres y un 41 por ciento de hombres mexicanos aseguran que no rentarían un cuarto de su vivienda a una persona trans.

En Argentina, la encuesta “La Revolución de Las Mariposas: a diez años de La Gesta del Nombre Propio” de 2017, perfila a las mujeres trans: el 29 por ciento tenía entonces más de 41 años, casi la mitad eran trabajadoras sexuales, el 67 por ciento sólo habían llegado a la escuela secundaria y el 69 por ciento vivían en pensiones o en habitaciones de hotel.

Desde Guatemala, Galilea Monroy de León, directora ejecutiva de la Red Multicultural de Mujeres Trans de Guatemala (Redmmutrans), explica que en 2015 la organización realizó el primer estudio poblacional e identificó a 7.800 mujeres trans. El estudio no abarcó a los hombres trans, que recién empezaban a organizarse.

El déficit de cifras oficiales y análisis más profundos se refleja en la falta de atención social por parte del Estado. Aunque en países como Brasil, Chile, Uruguay, Argentina y México ha habido avances en el reconocimiento de la identidad y la cobertura de los tratamientos de cambios corporales y hormonales, existe un abismo de necesidades no cubiertas como el empleo formal, la educación, el acceso a la ciudad y la vivienda adecuada.

—La salud y la educación son derechos de todo ciudadano y la sociedad no ve a la persona T, travesti, transexual, hombre trans, como un ser humano. Como no nos ven como humanos, no nos dan esos privilegios que tiene el ser humano —se lamenta Anyky Lima, brasileña, de 66 años.

Al margen de los empleos formales y excluidas de las políticas públicas, las trans labran su camino tortuoso desde la adolescencia. Mientras en la juventud los más privilegiados sueñan con un futuro profesional, ellas se preocupan por algo mucho más elemental: sobrevivir.

La chilena Clara Andrade dejó la casa muy joven para evitar problemas con su padre, que era policía.

—Me odiaba el viejo, más encima porque era paco (policía). Me fui de mi casa a un negocio en San Felipe, un prostíbulo. Me daban una pieza para vivir y atender a los clientes en la noche. Era mi pieza, pero también mi lugar de trabajo —cuenta.

En ese entonces disfrutaba el trabajo, dice, pero hoy está arrepentida.

—Debí haberle hecho caso a mi padre y tener un título, o algo, no importa que hubiese sido cola (gay), pero hubiese sido bueno para tener un cartón, para tener otro trabajo, para no estar en el ambiente.

Empleada en la municipalidad desde hace algunos años, hoy vive en la casa de Sandra, una amiga.

—No siento que sea mi casa. En ninguna casa me siento como en mi hogar, porque no tengo casa.

A sus 66 años, sigue ahorrando para cumplir el sueño de tener un lugar propio.

Independencia es la palabra que define a Brishell Zúñiga, de 51 años, de Guatemala. Se fue de casa a los 18 años, cuando su madre intentó imponerle un futuro heteronormado.

—Mi madre quería casarme con una mujer. Como yo le dije que no lo iba a hacer, me sacó de la casa—cuenta—. Desde esa fecha he alquilado, he trabajado, he vivido sola, no he molestado a mi familia. Hasta la fecha digo que no tengo familia porque no me han ayudado en nada.

Su transición empezó un poco más tarde que lo común para personas trans. Tenía 25 años y le costaba “manifestar cómo era”. Hasta ese momento, vivía como gay.

—Me di a conocer en la colonia porque jugaba basquetbol. El equipo de nosotros era gay, en ese tiempo no era tanto de trans. Teníamos que comportarnos como hombres para poder entrar.

Y así sobrevivió y desafió al sistema todos los días de su vida. En 2019 entró en el mercado formal como mesera, pero llegó la pandemia y fue una de las millones de personas que sufrieron sus efectos económicos. Sin embargo, no tardó en encontrar un nuevo trabajo. No podía permitirse no trabajar: tenía que pagar el alquiler, comprar comida.

—Fui a trabajar con otra mujer trans que tiene un salón de belleza. Empecé a hacer limpieza, con lo que gano pago la renta de mi cuarto. Actualmente pago 600 quetzales (cerca de 46 dólares) al mes y gano dos mil—dice—. Llego con lo justo: aparte del alquiler hay que comprar comida, el gas que es caro, shampoo, pasta.

—Vivo malamente, llueve más adentro que afuera. Eso lo sé yo sola. Es un chorrero.

Francesca tiene 52 años y vive en una cuartería en Cienfuegos, Cuba. Es una de las 138 mujeres trans identificadas por la red TransCuba en la región: más del 80 por ciento se gana la vida en la Zona Roja. Trabaja ahí desde los 14 aunque cuatro años antes ya se prostituía con los chicos de la escuela donde estudió. En cada trabajo estatal donde se presenta le dicen que no está calificada.

Como muchas de sus compañeras latinoamericanas, Francesca sueña con tener una casa: su deseo es un hogar que no se moje.

Dentro de su casa el agua solo cae del techo. Solo tiene una llave de agua fuera. Se baña en el espacio entre el inodoro y la puerta con un cubo de agua, porque no hay ducha. Sus únicas posesiones son tres ventiladores, dos batidoras, dos cafeteras, un reproductor DVD, un televisor y un sinfín de cacharros. Ya no recuerda el sabor de la carne. Su dieta se reduce a arroz, chícharos y huevo.

—Es mucha la lucha y estoy estropeá. La vista se me nubla, las canillas me duelen de estar de corre corre. No es cosa de juego. Hay que buscar hasta a los clientes porque a veces no vienen. Ahora mismo vinieron los jabones a 35 pesos cubanos (1 dólar) y no tengo con qué comprarlos. Y tengo que pagar 30 pesos de una olla…

La vida de la brasileña Anyky Lima siguió un guión similar al de sus compañeras: expulsada temprano de su casa, trabajo sexual, violencia, maltratos. Y, como ellas, se convirtió en una sobreviviente. En contra de la norma silenciosa establecida por la sociedad, fue subversiva hasta el fin: no sucumbió a la violencia sino al cáncer.

Murió en abril de 2021 a los 66 años, unas semanas después de la entrevista para esta nota. Fue cuando dijo que “una empieza a envejecer desde el momento en que sale de su casa”.

—Cuando tenía doce años mi madre me echó y me fui a la calle. Una empieza a envejecer desde el momento en que sale de casa, porque empieza a tener responsabilidades. Empiezas a tener amor por tu vida. Y sabes que hay que correr para sobrevivir.

Subversión fue una palabra clave en su vida. Fue subversiva al sobrevivir a los 21 años de régimen militar, a la violencia policial, al VIH, a la violencia cotidiana que sufren las personas trans en Brasil. Participó en actos y manifestaciones, acogía a las más jóvenes en su casa. Se convirtió en activista y representante del estado de Minas Gerais en la Asociación Nacional de Transexuales y Travestis (Antra)

—Me siento audaz y atrevida porque me involucré en las ONG y en la militancia. Ya no salgo de casa por la noche, me da miedo —contó en su última entrevista.

A diferencia de la mayoría, tenía un apartamento propio. Pero no vivía ahí: prefería alquilarlo y vivir en una casa que rentaba desde hacía años, donde sentía que ella y sus perros tenían mayor libertad. Era consciente de que había superado una marca poco común, la de los 35 años como límite para su vida. Sabía que muchas personas como ella se enfrentaban a dificultades aún mayores cuando, además de ser personas trans, se convertían en ancianas.

—Es realmente triste que una persona trans de edad avanzada sobreviva. Si necesitan ser hospitalizadas y no tienen ningún conocimiento, serán hospitalizadas entre hombres. Será humillada en todos los sentidos, en todas partes.

A pesar de la debilidad que le provocaba la enfermedad, Anyky siguió luchando contra las desigualdades, no sólo de su comunidad, sino de todas las poblaciones vulneradas de Brasil: negros, pobres, indígenas, mujeres. Para ella, la raíz de la violencia es la desigualdad y contra ésta y otras injusticias siguió luchando, oponiéndose a los prejuicios hasta el final de su vida.

— Me quieren muerta, pero han olvidado que soy una semilla y una semilla renace. Ya he renacido varias veces, soy como ese pájaro que renace de las cenizas. Y esta vez renaceré para luchar por mi comunidad. Mientras haya fuerza, mientras haya un soplo de vida, estaré luchando no sólo por la comunidad trans, sino por cualquier ser humano.

Anyky murió el 14 de abril. La sobreviven Keila, Clara, Brishell, Collette, Francesca y Gabriela, quienes, cada vez que respiran, retan a un sistema que intenta olvidarlas.

El desafío, lo saben, es llegar a viejas.

Este artículo es parte de El último techo, un especial transnacional del Laboratorio de Periodismo Situado.