Por Contracorriente

En la caravana de migrantes nació una niña, se llama Guadalupe, como la virgen mexicana. Lupita nació en el éxodo centroamericano, ése que con rumbo a Estados Unidos, con sus pasos fuertes pone una vez más a temblar a los gobiernos de la región cuestionados en su capacidad de darles soluciones reales a los problemas profundos que atravesamos los centroamericanos, a los nacionalismos y la identidad como países y también pone en evidencia el cinismo eterno de los gobiernos estadounidenses.

¿De dónde es Guadalupe? ¿Cómo se le explica a esta niña que su nacionalidad está disuelta en una región que se desangra, de la que tiene que huir para sobrevivir?

Centroamérica es un conjunto de pequeñas fincas, así se diseñó desde que se concibieron estos países por separado, orgullosas las élites políticas y económicas de su propia incapacidad de administrar un solo país. Y así nos hemos visto como islas a pesar de que es el mismo modelo el que hace que la mayoría de la gente viva en condiciones indignas, y siempre se mueva, porque el hambre y el instinto de sobrevivencia nos mantiene siempre en movimiento.

Los que huyen, que ya conforman cuatro grupos en la caravana de migrantes, repartidos en el territorio hostil de México, parten de la desolación centroamericana hacia las balas del ejército de los Estados Unidos que amenazan en su frontera. Se habla de invasión, de irrespeto a la soberanía, de atentado a la integridad del gran hermano. Son mareros, terroristas, delincuentes los que se atreven a retar las fronteras, asegura el presidente Trump, y eso suena en la televisión pero también suena el llanto de Lupita y el de miles de niños en la caravana.

Entonces, ¿qué nacionalidad tienen ahora los apátridas, los que vencidos por el horror abandonan sus pequeñas esperanzas y se lanzan hacia un camino largo, sinuoso, tan lleno de muerte como sus lugares de origen con el único deseo de salir más o menos bien librados?

Se levantan las banderas nacionales de Centroamérica y se colocan sobre las vallas migratorias, en los frentes de los contingentes de pobres que parecen andar, caminar, que parecen ir despacio hacia la nada con la necesidad de que esa nada sea algo, y que ese algo no sea la muerte.

A qué símbolos deberá aferrarse Guadalupe, que sin saber nos plantea hasta dónde su pertenencia a la caravana la coloca en un lugar que no está, que sólo se mueve. Si es hondureña, hasta dónde mexicana o si acaso un día le permitirán ser estadounidense, se resuelve entendiendo que su territorio y su bandera es la caravana. La caravana en sí es su nacionalidad, su pasaporte de viaje, y su territorio, ella, quizá no conocerá otra cosa durante un tiempo.

Y cuando suenan los himnos nacionales, cuando los migrantes cantan, en realidad hacen una canción nueva para un país nuevo: uno que deben construir desde las memorias en ruinas del que dejaron atrás y la mirada puesta en el futuro colectivo. Ese futuro colectivo a veces es difuso, se pierde con los fragmentos de la caravana ahora dispersada por territorio mexicano.

Que la migración siempre ha existido, que desde Centroamérica siempre han salido huyendo los pobres que deciden ir en busca de algo mejor, que muchos, que muchas, desaparecen y nadie vuelve a saber de ellos, de ellas, que los gobiernos jamás han tenido soluciones reales, que cerrar fronteras tampoco ayuda en nada, que Trump representa los intereses de la población estadounidense racista, todas esas cosas son obviedades. Entonces cuándo nos plantearemos las preguntas serias. Cuándo esto se declarará como crisis humanitaria. Porque cuando las soluciones viables para solucionar la eterna crisis centraomericana se realicen quizá sea tarde, porque si algo plantean las caravanas de migrantes es que quizá ya sea demasiado tarde.