Mi coronavirus

Pablo Solana volvía a Buenos Aires a través de una de serie de escalas incómodas, que con el cierre de aeropuertos se volvieron imposibles. Cuando logró llegar, un amigo le ofreció refugio para hacer la cuarentena. A los pocos días lo supo: tenía coronavirus. Este es su relato desde el hospital.

Mi coronavirus

Por Cosecha Roja
30/03/2020

Por Pablo Solana.-

Llevo, por estos días, al virus Covid-19 en mi cuerpo. Pedí el test porque después de andar por varios aeropuertos latinoamericanos el contagio era probable. Además, esos bichitos estuvieron haciéndome sentir su presencia. Ahora les cuento más sobre el caso, pero estoy bien. Todos los chequeos médicos complementarios me dan bien y las defensas parecen estar altas, preparadas para el asunto.

Estuve en cuarentena desde que llegué, pero hay contactos inevitables: en mi caso, el compañero que, aun sabiendo el riesgo, aún con precauciones, se ofreció a recibirme al llegar de viaje, prestarme la casa y ayudarme con las compras necesarias. Si a alguien pude haber contagiado es a él (solamente a él, puedo afirmar).


En ese único temor se condensa toda la angustia del universo para mí: imagínense perjudicar, sin saber y sin poder evitarlo, a quien más te está ayudando.


Pero la culpa y la impotencia no miden en las estimaciones de prevención: que yo haya tenido solamente ese nivel de exposición, con una sola persona, para el plan general de control de la situación es todo un éxito. Para mí, en cambio, si el compañero o alguien que esté en contacto con él estuvieran contagiados y tuvieran alguna complicación, sería una tragedia personal del tamaño de la pandemia. Síntomas sociales y psicológicos de la era post coronavirus: con esas contrariedades deberemos aprender a vivir de ahora en más; de esas dolencias espirituales, más que de las orgánicas, deberemos aprender a recuperarnos cuando pase lo peor.

Es sabido: el aislamiento físico no resuelve el problema de raíz, porque esos contactos inevitables irán a darse, pero sí es fundamental para llevar al mínimo la tasa de riesgo. Que yo pueda ponerle rostro y nombre a mi preocupación, aún con todo lo angustiante que me resulta, implica que el objetivo de evitar esparcir el virus a más personas se cumplió por la medida de aislamiento que adopté al llegar.

El contagio

Me contagié, de seguro, durante el periplo que me hizo recorrer durante días los aeropuertos de Bogotá, Santo Domingo, Panamá, Santiago de Chile y Ezeiza.

La cancelación de vuelos en América Latina escaló entre el sábado 14 de marzo, cuando Venezuela empezó a cerrar fronteras, y el martes 17, cuando la mayoría de los países tomaron medidas restrictivas a tono. Precisamente entre esas fechas yo debía ir de Bogotá a Caracas con 20 kg. de libros para, una semana después, regresar a Buenos Aires.

No pude mantener el plan y, aunque desde Santo Domingo intenté hacer llegar los libros a Haití, acá estoy con libros y todo. Eso implicó una serie de vuelos no previstos con el objetivo de no quedar varado después de la fecha de cierre de fronteras en cada país.

ambulancia001Ya ven, como muchos otros el mío no es un caso de “turismo en fechas de riesgo”: tengo repartida mi vida entre Colombia y Argentina y, aunque viajo mucho, cada pasaje de avión resulta muy caro, cada viaje se planifica con meses de anticipación para que salga más barato, generalmente son pasajes sin cláusula de devolución ante imprevistos y con escalas incómodas. Sé dormir en los asientos, incluso en la alfombra cuando alguna sala se ve confortable, y eso no es ningún drama. Salvo en tiempos de pandemia.

La cantidad de personas que nos vimos forzadas a vagar por aeropuertos para no perder pasajes pagos (que igual perdimos) o para llegar a nuestros destinos (cosa que pocos logramos), nos vimos sometidas a horas de exposición a contactos inevitables con superficies infectadas, personas que intercambian billetes, maletas y saludos con viajantes de cualquier destino del mundo sin guantes y mayor preocupación. Entonces, aquí estamos: confirmando coronavirus en un hospital.

Los síntomas

Las fechas probables de contagio fueron entre el sábado 14 y el martes 17, los días en que me tocó andar por esos aeropuertos. El mismo martes ya estaba cumpliendo estricto aislamiento físico en la casa que me prestaron en Buenos Aires.

El jueves 19 tuve un poco de tos, al día siguiente algún malestar. En cualquier otro contexto, después de varios días de periplo entre países, cambiando de climas, comiendo mal, durmiendo peor y llegando al inicio del otoño porteño, hubiera sido más que explicable haberme pescado una gripe de esas que nos resultan habituales.

Pero en tiempos de pandemia, compré un termómetro (que la farmacia entregó a domicilio con las normas adecuadas de seguridad) y empecé a monitorearme la temperatura. 37° no es fiebre, me decía al principio, y me tranquilizaba.

Al otro día, sábado 21, el termómetro amaneció marcando 37.8°. Fiebre es a partir de esa medida, aún sin llegar a los 38 de rigor. Pedí opinión telefónica a las pocas personas cercanas que me estuvieron ayudando a decidir, conversé el tema con mis hijos y resolvimos que sí debo llamar. 107, SAME. La atención y la activación del protocolo de respuesta fue inmediata.

La persona que atendió mi llamada me habló con amabilidad. Tomó mis datos y notó que entre la información que yo le daba figuraba el regreso de un país catalogado de riesgo: Chile. Me pidió que me mantenga atento y no ocupe la línea, que me llamarían enseguida de Epidemiología para atender mi caso.

Esa llamada no se demoró ni 5 minutos. Otra persona del SAME, igual de amable que la primera, confirmó la procedencia de mi viaje y los síntomas que, en rigor, a ese momento, no eran más que una molesta tos persistente y esas líneas de febrícula que ni llegaban a 38. Lo determinante, me hicieron saber, era mi procedencia de país en riesgo.

Después de tomar nota de que no tengo cobertura médica, dijeron que entre lo que quedaba de la tarde y el día próximo pasaría por mí una ambulancia. Estuvo en la puerta de la casa en menos de una hora, para llevarme sin demora. En síntesis: desde que llamé hasta que estuve en un hospital no pasaron más de dos horas.


Ese día aún había vecinxs haciendo compras o paseando perros y noté, con total nitidez, la parálisis de las 4 personas que quedaron en mi rango visual cuando salí de la casa.


Estaban viendo a un sujeto con barbijo y guantes, custodiado por dos personas protegidas como en las películas, sin dejar a la vista más humanidad que su accionar. Vieron cómo me introdujeron en una ambulancia que, aunque tenía su sirena apagada, mantenía girando sus luces rojas. En ese breve trayecto de la casa a la ambulancia mi pulso se agitó, aunque no por el virus, sino por la tensión. Sentí la respiración excitada rebotar en el barbijo: preanuncio del encierro.

ambulancia-atrasLas sirenas de la ambulancia no sonaban, las personas que eran parte del cuadro no hablaban, el perro de la vecina no ladraba. La falta de sonido de toda la escena me generaba una parálisis aún mayor. La recorrida por el Hospital hasta la sala que me tocó fue similar: la poca gente que andaba por allí daba pasos acelerados para distanciarse, cerrando puertas a mi paso.

Es algo totalmente entendible, incluso recomendable, pero no pude dejar de sentir que lo que avanzaba conmigo era mi percepción de ser un sujeto indeseado, al menos en estas circunstancias. Imaginarán que en ese transcurso se suceden cientos de emociones por la cabeza, el corazón, la psiquis y cada órgano del cuerpo, incluso los que en ese momento ya estaban entendiéndose con el coronavirus.

Pero aún en esa confusión, una sensación se me impuso con total claridad: el agradecimiento a esxs laburantes del sistema de salud de Argentina que me estaban atendiendo con total dedicación, profesionalismo y eficacia desde el primer minuto que llamé, y lo harían (aún lo hacen) hasta el final de mi recuperación. Aún en el contexto difícil, o por eso mismo: no me sentía en manos tan expertas desde los paños fríos para la fiebre que ponía sobre mi frente, cuando era un niño, mi mamá.

Los análisis

Entro a la sala de internación y tengo una alucinación, o eso creo. Se hace ante mí una imagen irrealmente nítida que me desconcierta: no sé si veo por la ventana, o imagino, recortada por los rayos del sol de la tarde, imponente en medio de la parálisis de todo, incluso de la copa de los árboles inmóviles, la silueta de la Bombonera.

Extraño el barrio y estoy delirando por la fiebre, fue lo primero que pensé. Pero no: me acerqué a la ventana y ahí estaba. Para terminar de caer en cuenta deduje: estoy viendo el vacío que dejan los palcos bajos, es decir, estoy para el lado del río ¡Estoy en el Argerich!

La persona que atendió mi llamado telefónico había mencionado que me remitirían a otro hospital, el Durand, así que hasta ahora no había caído en cuenta que estaba en mi barrio más querido, La Boca.

Pero no solo eso: me tocó una sala de internación con vista directa al estadio que me genera tantos recuerdos, de esos que significan tanto porque atraviesan toda mi vida: ahí veo en esas gradas a mi viejo que me llevaba cuando chico aunque él era de Platense, a amigos de todos los tiempos, a Facu que, de mis hijos, es el que salió bostero. Esos recuerdos inmediatos resultan una linda caricia a mi soledad.

Al llegar no pude elegir mis desplazamientos, pero la emergencia me relocalizó donde debo estar. El pensamiento trágico que me sobrevuela inconsciente desde el inicio de todo esto, recién ahora parece encontrar algo de paz para aflorar: si me voy a morir, me voy a morir en el barrio, pienso, casi en un susurro, sabiendo que no voy a morirme aún, pero de todos modos agradezco esa ilusoria tranquilidad. Si no fuera tan ateo agradecería a alguna deidad la deferencia.


No es necesario conocer determinado hospital para dar fe de la calidad humana de la gente que trabaja en la salud en Argentina.


Sin embargo, a lxs laburantes del Argerich sí lxs conozco: acá atendieron a varixs amigxs y compañerxs y acá me operé tres años atrás: me hicieron la vasectomía que en otros lados parecía más difícil lograr. Aún no me tocó ver al querido Alberto Santillán, emblema de los enfermeros y ejemplo de todo lo que digo. Pero acá, llevando el aislamiento e internación de estos días, no me falta nada. Y si falta alguien ayuda, todo se resuelve: enfermeros bajan a recibir algún envío en la guardia, consiguen alguna sábana de más. El hospital público, en Argentina, es también mi casa. (Todo el tiempo pienso, también: qué orgullo que Juan, mi hijo, haya elegido estudiar Medicina en la Universidad Pública)

Lo primero que me hicieron fue rayos. Una placa a los pulmones, que se vieron limpios (llevo 3 años sin fumar y nunca fumé demasiado, en realidad). En seguida: presión arterial, pulsaciones, auscultación con el estetoscopio, medición de temperatura, análisis de sangre, conocí el pulsioxímetro (que mide saturación de oxígeno en tejidos). Hasta ahí todo bien. El dato más mirado, la fiebre: había bajado en torno a los 37° desde la primera medición más alta de la mañana, y en los próximos días hasta hoy nunca volvió a subir.

91511760_10222561782379867_1700512057977208832_nReconstruí mi historial médico en conversación con Joaquín, un médico joven perfectamente pertrechado para tratar con un posible infectado, muy seguro de su desempeño. Entonces tocó el isopado: primero tomaron una muestra de la mucosa nasal, y después de mi tos: aunque el enfermero a cargo de la tarea guardaba la distancia y tenía barbijo, la muestra se toma precisamente tosiendo sin protección sobre un isopo que acercan a mi garganta; tosí, no sin hacer notar la incomodidad por la posibilidad de estar haciendo algo peligroso para ellos. Me tranquilizaron, y llevaron las muestras que derivarían al Malbrán.

Desde entonces (sábado 21 por la tarde) todo se trató de mantener la calma, y los controles médicos frecuentes. La forma de explicar mi estado era relacionándolo con una gripe, así me sentía. No hizo falta en ningún momento que estuviera acostado, ni necesité suero u otro tipo de asistencia más allá de los controles regulares. La falta de fiebre, me decían, y la buena respiración (que nunca se me dificultó) eran los factores alentadores. Así seguí hasta el domingo 22 por la noche, en que me dieron el resultado.

Positivo

Me enteré el domingo a la noche, pero me pareció prudente no avisar aún, ni siquiera a mis hijos y a su madre, pensando en que no cambiaba nada hacerlo al otro día y de ese modo no les perturbaría el sueño con la preocupación. La noche suele ser buen momento para muchas cosas, pero no para dar malas noticias.

La demora entre ese momento y ahora, miércoles a la mañana, en que aviso más ampliamente por medio de esta nota, tiene que ver en cambio con el tiempo que necesité para organizar mis ideas y verificar mi evolución; me pareció mejor informar y mencionar, a la vez, los datos que acompañan este relato: necesitaba contarles que di positivo, pero también que estoy bien y que todo puede transitarse con relativa tranquilidad.

Pensé mucho estos días lxs trabajadorxs de la salud pública que se están encargando de lo principal. Pero igual de convencido estoy que debemos agradecer a lxs laburantes de los servicios públicos, a lxs de la educación, del transporte. También a quienes no puedan dejar de salir a laburar estos días de riesgo porque no tienen margen para no hacerlo, y más aún quienes deciden hacerlo por convicción solidaria: hay miles de personas por estos días trabajando en nuestros barrios más jodidos, no por el coronavirus sino por el abandono crónico.

hospitalllegaCorren riesgos quienes sostienen comedores populares para que no falte la comida en los hogares de cientos de miles de familias que no tienen la alimentación garantizada. Es la militancia popular la que está garantizando abastecimiento y redes de contención, a veces desde algunos lugares de gestión estatal y en todos los casos desde lo más profundo de nuestro maltrecho tejido social. Si hay héroes en este lío, son quienes están ayudando a garantizar la subsistencia de todxs aun poniendo en riesgo su seguridad.

Y eso está pasando en Argentina, donde ahora lxs tengo cerca, pero también en Colombia, donde se activaron campañas militantes solidarias para acercar comida y elementos de protección a quienes desatiende el Estado, o en Venezuela, donde la principal acción de prevención y atención se viabiliza a través del tejido comunal. Hoy más vigente que nunca esa potente sentencia: sólo el pueblo salvará al pueblo.


Yo me encamino, si todo sigue bien, a ser uno de los numeritos verdes, es decir, de las personas contagiadas y “recuperadas” o negativizadas después del contagio.


Después de esta cuarentena de curación, me tocará otra cuarentena preventiva, lo que me tendrá casi un mes más aislado. Como ven, estoy bastante productivo acá, procurando trabajar en medio de análisis y consultas médicas: lo puedo hacer, aunque es algo limitado. Eso sí: cuando cumpla las dos cuarentenas, una vez que verifiquemos con los médicos que estoy bien y pueda salir, ahí me tendrán. Vayan preparando propuestas, voy a estar con más ganas que nunca de ponerme a andar.

Epílogo

Ya estoy de alta institucional. Dejé el hospital después de una semana de internación. Cuando los médicos lo decidan, o dentro de 14 días, voy a tener el alta médica. Buena noticia por donde se la mire: eso quiere decir que estoy bien, pero también es buena noticia porque, con mi alta, crecen los “numeritos verdes” de casos recuperados, se acumula la experiencia de lxs médicxs en tratamientos exitosos y queda liberado el cupo de internación para otros cuadros más graves.

Lxs médicxs hicieron el estudio de caso. Varixs, cada día, me entrevistaron y controlaron en presencia, por medio de llamados telefónicos o chat de whatsapp, para evitar contactos innecesarios. Fue muy bueno contar con tal nivel de atención profesional.

Estoy en casa. Entré y lo primero que hice fue buscar con la mirada las plantas —algo inusual en mí—. Las miré largo, acaricié sus hojas, les puse agua. Estuve tentado de hablarles (supongo que lo haré en estos próximos días).


Subí a la terraza, pensé que miraría el cielo pero me colgué viendo los edificios lindantes ¿Dónde están todxs? Sé que dentro, pero quería verlxs.


A esta hora no hay movimientos. Me entretengo imaginando la historia detrás de la camiseta de San Lorenzo que cuelga de esa ventana. Doy rienda suelta a la fantasía que me despierta aquella sábana aireándose en el balcón más allá. ¿Cuánto sexo están teniendo ustedes? Por mi parte, estos días descubrí que hay pocos lugares menos erotizantes que una sala de internación. El hospital está bien como lugar de atención de un cuadro complicado de salud, pero no es un buen lugar para gente sana. La soledad es más densa en medio del ascetismo que impone la prevención.

Puse música a todo volumen y empecé a limpiar. Porque hace falta y para moverme fuerte un rato. La sala y el patiecito y las escaleras y El Gran Combo de Puerto Rico.

El deshaogo de estar ya recuperado es grande, aunque aún no pude gritar. Ya sé lo que voy a hacer: hoy sí me sumo con todo al aplausazo de las 9. Tengo acá el balde que voy a golpear cual bombo de cancha: no sé si imaginar un gol de Riquelme o sacarme la bronca por no haber podido celebrar aquel no-gol de Higuaín en el Maracaná.

Estoy contento, sí. Que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad. Ya saben cómo es: celebrar la vida en medio de una situación jodida. A eso nos dedicamos todo el tiempo quienes hacemos una forma de vida de la militancia popular.