Entre bagres, barbudos y yumbilas, los pescadores de Puerto Berrío, en Antioquia, Colombia, recogen cadáveres rellenos de piedras. El río traslada los cuerpos de las víctimas de la violencia. Los devotos de las ánimas del purgatorio adoptan a esos NN, los bautizan y rezan por sus almas. Patricia Nieto, cronista con veinte años narrando el conflicto armado, acompañó a los hombres que atrapan muertos con sus redes. Adelanto de “Los escogidos”, un libro donde los relatos de la tragedia no hablan de la desesperanza sino de la posibilidad de futuro.

Por: Patricia Nieto

A media noche, la brisa es propicia para la faena. En el lance de la familia López algunos remiendan redes y otros se hacen al agua. La embarcación es una canoa estrecha y alargada, labrada en el vientre de una ceiba. Los pasajeros se acomodan uno detrás del otro. Ninguno lleva chaleco o flotador. Camisetas raídas y pantalones cortos son la única indumentaria. No hay joyas adornando los cuellos, anillos rodeando dedos, o relojes para ver como minutero y segundero se alinean a las doce. Lámparas aseguradas con elásticos a las cabezas de los pescadores son su única dotación. Los pies se hunden en el fondo mohoso de madera expuesta a la intemperie. El capitán, sin más distintivo que su voz de lobo viejo, ordena navegar.
Las bombillas que dan luz sobre el puente que une a Berrío con Olaya me ayudan a ver las orillas del gran río por el que nos internamos ahora. El agua del Magdalena es insabora y tibia aunque ahora el viento trae una lluvia fría que aporrea mi cara. Saúl Polo, el capitán de 65 años, ha escogido el centro de los quinientos metros que son su línea de pesca para detenerse. Ciro Bedoya, 24 años en el río, tira la cuerda de la que pende un peso de plomo para anclar. Wilder Sierra, que aprendió primero a nadar que a caminar, mantiene la posición remando a veces. Y César, de 12 años, se lanza al agua para estirar la red y asegurar sus extremos con cubos pesados para que no la arrastre la corriente.
Tres siluetas delgadas de pie en la canoa y un niño flotando a la espera de que caiga la presa, es lo que veo. Lo demás son aguas oscuras que se iluminan con los rayos de una tormenta lejana. No se escuchan los truenos. Saúl, Ciro, Wilder y César no necesitan verse ni hablar para entenderse. Vigilan el agua. Atentos al cambio de la corriente, al aleteo, al revolcón en la profundidad. Giran las cabezas hacia el punto de la novedad y los farolitos dejan ver las huellas de alguna caza en el agua. Sin noticia regresan a sus pensamientos remotos, a su silencio imperturbable de hombres del río y de la noche.


“El agua seda”, recuerdo a una isleña diciéndolo frente al mar. Apacigua, serena, calma debería concluir al ver a los tres pescadores y al niño buzo esperando, atentos, el ajetreo de un pez al tratar de liberarse de la red. Comienza abril y hace una semana debieron colgar las redes para no interrumpir el ciclo natural del apareamiento. Me han contado que los peces bajan desde Honda rumbo a las ciénagas que forma el Magdalena antes de encontrarse con el mar. Las hembras, en la flor del río, descubren su aparato reproductor y los machos con apenas un roce fecundan los huevos, explican los pescadores. En invierno, como ahora, las aguas turbias protegen las larvas.
Las arrastran hacia tierras anegadas donde quedan a salvo mientras crecen y se aventuran por la corriente del río más largo de Colombia. Entonces será tiempo de subienda y Saúl recordará la feliz jornada de 1957 cuando pescó 300 arrobas de bagre con apenas un chinchorro. Pero hoy es víspera de veda y no quedan casi presas en el río.
La lluvia arrecia. El viento mece la canoa y el silencio de la madrugada se impone. Agacho la cabeza para no ver la corpulencia del río que sacude la embarcación. Una voz casi extinguida anuncia que hay pesca. Abro los ojos cuando ya César ha vuelto de la profundidad para anunciar que se trata de un pez grande. Lo ha visto pese a la oscuridad aguas abajo. Los hombres maniobran un extremo de la red. El niño vuelve al agua. Me explican que va a conducir el animal hasta nosotros. Al sumergirse no deja ni una estela. Parece un animalito de agua. No hay aspavientos. Solo miradas fijas en la corriente. Wilder dirige su lámpara a la superficie, ubica a César y lo guía con un rayo tenue. A la voz de tres, los hombres levantan el manto de la red vuelto un nudo. Lo descargan en el fondo de la embarcación. Ciro desenvuelve las cuerdas, y dice que le gusta asegurar la pesca.
A mis pies un ser del río abre y cierra la boca. Lo examinan con la luz de las tres lámparas y confirman lo que el tamaño predecía. ‘Es una bagre’, dice Wilder. Saúl me da las gracias por traerles la suerte encarnada en los 28 kilos de una hembra formidable. Ciro procede a inmovilizarla para que la canoa no zozobre con su lucha de pez fuera del agua. El niño vuelve a su trabajo de vigilante anfibio y los otros dos a atisbar desde popa y proa. Ciro acaricia la piel fría y cerosa del animal. Me confiesa que no le gusta ir a bordo, sino permanecer en el agua entendiéndose con los bocachicos que saltan como atletas y brillan como monedas de plata.
“La pesca no siempre es buena”, dice Ciro buscando mis ojos. Todavía era un niño cuando el río dejó de parecerle el paraíso. Sintió que la red se templó y con solo mirar a su padre supo que debía sumergirse, nadar hasta el punto de tensión, valorar la presa y subir para dar aviso. Lo visto no le pareció conocido. Se acercó, lo palpó y supo que no era piel de animal de río. Con solo tocarlo, las carnes se deshacían. Lo rodeó a nado y lo exploró. Era el cuerpo de un hombre boca arriba, desnudo, con la cabellera revuelta y los dedos descarnados. Solo en la superficie, cuando recuperó el aliento, se dio cuenta de que lloraba como el niño que era. Se echó a flotar y lloriqueó mirando el cielo, de espaldas al agua que lo arrastraba. Después de un suspiro hondo, retornó al seno del río con la pena de haber perdido la inocencia. Liberó el cuerpo de la red y dejó que la corriente se lo llevara.
En Puerto Berrío está prohibido pescar los muertos del agua; que alguien les dé sepultura, que alguien, incluso, les llore. Ciro lo sabe desde la primera noche que se hizo al río y ensayó a orientarse en la oscuridad hace más de 24 años. Sus tíos escucharon la orden por boca del abuelo hace 40 años. Y al viejo se lo advirtieron hace 63, cuando el río se convirtió en el cementerio de los asesinados en caseríos chiquitos como Aipé, Purificación, Suárez, Flandes, Nariño, Alvarado, Beltrán; y en pueblos grandes tipo Neiva, Natagaima, Espinal, Girardot, Puerto Salgar, La Dorada, Puerto Triunfo, Puerto Boyacá, Puerto Berrío.

Desde hace veinte años los hombres apostados en las orillas del Magdalena repiten la historia de José Rodolfo Acosta como si fuera una parábola. La escuché esta mañana en un café vecino de la iglesia y ahora presto oído a cómo la relata Ciro. Le contaron que Acosta salió con un amigo a pescar un domingo en la mañana. Al momento de tirar el plomo, en una revuelta del río cerca a Puerto Triunfo, Acosta sumergió el remo y en lugar de arena sintió un lecho blando, como de algodón. Al mover la pala, cuerpos humanos recién asesinados salieron a flote. Dicen que las extremidades desmembradas todavía sangraban. Los pescadores fueron testigos del horror que espanta, enmudece, paraliza. Un día después cuando recobró la voz, Acosta denunció lo visto. Veinticuatro horas más tarde, el 25 de septiembre de 1991, lo mataron con la carga de un fusil.
La voz seca de Saúl, llama a Ciro. El capitán, al controlar a un bagre macho, ha decidido recoger la red, levantar el plomo y volver a la orilla. Lo hacen con parsimonia y sin bajar la guardia para no alterar el ritmo solapado de las aguas que bajan. Los remos no salpican ni chocan. Se deslizan y empujan la canoa sin apuros. En tierra, sobre una empalizada descargan las presas. A la hembra no le dan tiempo de sacudirse. Dos hombres la sostienen mientras que otro le descarga un martillazo en la cabeza. Al macho, simplemente le quiebran la mandíbula.
Paso sobre los cuerpos. Veo el hilito de sangre que cae al río. Me dirijo a la ramada donde Harold López enreda pitas y se protege de la lluvia. Descubre el pasmo en la severidad del cierre de mis labios. Pregunta si me gustó el viaje. No aparta la mirada de sus puntadas en la red. Pienso en la canoa arrullada por el río, en los rayos reflejados en el agua, en la serenidad del capitán, en el silencio, en la brisa, en la lluvia. De pronto le pregunto si ha encontrado muertos en el río. Me responde con la mirada directa de sus ojos aguamarina.
Harold vuelve a su tejido y me cuenta que en Puerto Olaya, un pueblo que no era más que tres calles, una tienda y un billar, el amor se aprendía a la sombra de los árboles, en los pesebres, en las playas que forma el río. Entonces, a una playita de arenas blancas y suaves, que solo aparece en verano, se fue con su noviecita niña. Jugaban a tirar piedras al río y a seguirlas hasta donde los ojos fueran capaces de verlas cuando el agua les trajo, casi a los pies, un saco de cabuya.
Él, muchachito valiente, capaz de dominar peces grandes y de atrapar pequeños, hurgó el paquete con una vara. La bolsa se deshizo como si estuviera tejida con hilos de bejucos verdes. A la vista quedaron los zapatos de colegial del niño que viajaba adentro. “Ayúdelo a embarcar”, le dijo la novia niña del mismo modo que hablaba su padre cuando le advertía como sortear lo inevitable: el encuentro con un muerto del agua. De nuevo la corriente hizo su trabajo.
“Al río le agradezco el alimento de toda la vida”, exclama Saúl para romper el silencio que se suma a la oscuridad de este caserío sin energía eléctrica. Sus palabras devuelven el tiempo más de medio siglo cuando los niños nacían sabiendo pescar con redes fabricadas por los abuelos. Entonces vendían la arroba de bagre a cinco pesos. No usaban dinamita, ni redes de fibras importadas, ni tóxicos que matan huevos y crías. Él fue uno de los niños que entró a las aguas del Magdalena con apenas horas de nacido y por eso no recuerda su primera inmersión, ni el tamaño de su primera red, ni su primera jornada de pesca.

Harold sí repite la lección. “Lo primero que aprendí fue a hacer caso” porque el río tiene su lenguaje para comunicar el cambio de los vientos, de los remolinos, de los bajos. Eso se descubre mirando el movimiento de las aguas, el vuelo de los gallinazos, la danza de las nubes, el canto de los árboles, las indicaciones de los mayores, las experiencias propias. Una noche se fue a pescar vestido apenas con un jean que le llegaba a las rodillas. Se tiró a las aguas y sintió que su cuerpo se oponía a la corriente cuando el botón del pantalón se engarzó en una rama. Pasó un minuto antes de que pudiera desnudarse para salvar su vida. Otro día, quedó enganchado a un hilo de la atarraya por una argolla de latón que llevaba en el dedo del corazón.
Después de forcejear con pita, argolla y dedo logró llegar a la orilla con la mano bañada en sangre, sin argolla y con el dedo desgarrado ya de carnes. También sabe Harold como duelen los oídos cuando baja al fondo del río y se entretiene asegurando la red o mirando cosas extrañas del mundo subacuático. De allá regresa con la nariz y las orejas convertidas en ríos de sangre.
“¿Dolor?… el que deja la picadura de una raya”, dice Saúl. Cuenta que siempre chuza el cuerpo cinco, seis, siete veces con una rapidez que no parece propia de un animal de cuerpo plano, circular, dotado con una cola robusta, pesada. Chuza y se va por donde vino mientras que el pescador herido debe salir del agua porque el dolor se le hace insoportable. Harold y Saúl recuerdan sus propias heridas, se buscan cicatrices en las piernas, en los glúteos, en la espalda. Y traen a la boca a otros animales del río: el barbudo, afrodisíaco y delicioso al paladar; el mata-caimán lleno de puyas y armado con un alicate; el bagre-sapo tan desagradable que no se ve bien en ningún plato pese a que dicen, quienes se han atrevido a probarlo, que no sabe mal; la yumbila que se desplaza con su largo cuerpo como si fuera una culebra; el chango salvado de las redes porque no es apetecido en los mercados; la tota, apodada la manicurista, experta en rebanar las cutículas y los padrastros de manos y pies de pescadores y bañistas; los fenómenos sin ojos o sin aletas o casi transparentes; y los pepes, enormes, arrastrados por el río con un tiro de gracia en la frente.
Una vez palpados o vistos, los pepes no se olvidan. Si van entre las aguas y se quedan en la red es porque les han cambiado vísceras por piedras para que viajen a ras del fondo y nadie sepa que van por ahí. Si flotan, aunque sea en pedazos, es porque llevan un mensaje que anticipa el horror que sobrevendrá a quienes no obedezcan las órdenes de los amos de la guerra. Una vez, les digo, vi un cadáver flotar coronado por un gallinazo con las alas extendidas como si fuera una bandera. “Hace un mes bajó uno”, dice Harold. “Antier pasaron tres”, actualiza Saúl, y agradece que esta noche de tormenta no hubo pepes en el río.

Ésta y otras crónicas se encuentran en el libro “Los escogidos”, de Patricia Nieto, una colección de crónicas que buscan retratar la realidad colombiana. El libro acaba de publicarse en su versión para Kindle de Amazon en el debut digital de Sílaba Editores y puede adquirirse acá