lohana

Mariana Enríquez – Cosecha Roja.-

Hace unos días Lohana Berkins se estaba muriendo –ahora lo sabemos, ante la increíble comprobación de que su cuerpo de mamá grande no era invencible– y Paul B. Preciado le mandó un saludo solidario. Ella le respondió, cuenta Marta Dillon, que estaba ahí, que la acompañaba: “Decile a Paul que gracias pero que escriba de una vez sobre nuestros cuerpos latinoamericanos, porque mucha testosterona pero de la pobreza y la crueldad, ni una palabra. Que me perdone, pero yo no puedo dejar de luchar”.

“No puedo”, eso dijo y eso se sentía al verla, al leerla: había algo extraordinario y prepotente en su inteligencia, su escalofriante lucidez –podía desarmar un argumento remanido como si se tratara de un puñado de pan viejo–, su presencia poderosa. Quería ser presidente. Guardaba carpetas y carpetas con expedientes y notas sobre otras chicas travestis asesinadas. En las Marchas del Orgullo usaba un megáfono y lanzaba consignas maravillosas, agudas, graciosas. Lohana hacía reír pero interpelaba, se negaba a cualquier pereza o payasada, pensaba y pensaba. Uno la miraba y en sus ojos que medían y reconocían había un brillo de reflexión permanente. Pensaba la identidad: “Quienes nos asumimos como travestis rechazamos la binariedad, nos situamos en una identidad propia, con el trabajo que eso nos cuesta. Decir ‘soy travesti’ es asumir nuestra propia belleza T, nuestros cuerpos y una cuestión que incluso a veces deja paralizado al feminismo: nosotras tenemos un pene, que no es lo mismo que hablar de falo”, escribía en Soy hace seis meses (¡seis meses!)”.

Compiló un libro-Biblia, Cumbia, copeteo y lágrimas. Informe Nacional sobre la situación de las travestis, transexuales y transgéneros, que acaba de tener su reedición. Escribía María Moreno: “Cumbia, copeteo y lágrimas, junto con La gesta del nombre propio, también compilado por Lohana Berkins y editado por Ediciones Madres de Plaza de Mayo, son textos fundantes para el archivo propio de quienes por décadas sólo conocieron los archivos policiales y los psicopatológicos, el prontuario y el diagnóstico de hermafrodita; siempre caídos y corridos por los patrulleros de la idea de Nación”. María Moreno también la definía en el suplemento Soy como un cuadro político pero especificaba (porque no todos los cuadros tienen el mismo marco y ninguno el de Lohana): “Si, según la doxa revolucionaria un cuadro es un individuo que ha alcanzado el suficiente desarrollo político como para poder interpretar las grandes directivas emanadas del poder central, hacerlas suyas y transmitirlas como orientación a la masa, esa escolástica ha sido jaqueada. La política de Lohana desobedece no separando la teoría del territorio, la fiesta del piquete, la mediación y la alianza táctica, Rosa Luxemburgo de la Difunta Correa, oponiendo a la obediencia, la crítica y la invención. La prueba del cuadro es la plaza. Por eso la voz de Lohana es la inscripción en su cuerpo de su lucha. Impresionante, como la de esos poetas en quienes la poesía les ha tomado el cuerpo y entonces sólo ellos pueden interpretarla: un Ezra Pound, un Néstor Perlonguer, una Alejandra Pizarnik”.

Conocí poco a Lohana, no voy a pretender una cercanía personal. Pienso en las amigxs que la amaban, que marcharon, discutieron, bailaron y lloraron con ella, pienso en las velas que encendieron alrededor del hospital Italiano hace días. Pero a pesar de todo la tengo, cerca, como todos, porque en este país le debemos mucho. Lohana cambió la Argentina. Dicho así parece una frase broncínea vacía, pero sucede que Lohana realmente lo hizo. Sin Lohana, no habría ley de identidad de género. Tampoco cuestiones básicas de dignidad: logró que la inscribieran en un colegio secundario, para maestra, con su nombre propio; fue candidata a diputada y asesora de legisladoras lo que, de paso, la convirtió en la primera travesti argentina con un trabajo estatal; fundó la primera cooperativa –la Nadia Echazú– dirigida e integrada por travestis y transexuales. Como escribe también Marta Dillon, “la enumeración podría seguir pero no es una cuestión de orden, sino de cómo se llega a la meta”.

Lohana es un ícono, me decía hace dos domingos Fernando Noy, es la Pacha, es Mercedes, es Atahualpa. María Moreno la llamaba “travestiarca”. No somos escoria, decía Lohana. Nuestro destino no es la cárcel ni el calabozo, decía. El motor del cambio es el amor, insistía, pero también la furia trava. Lohana era el amor y la furia. No sabemos, ahora, a horas de su muerte, lo que hemos perdido. No tenemos dimensión. Las palabras son insuficientes para explicarla, ¿será mejor una foto, esa donde levanta las manos con una remera que dice “Sin demora, identidad ¡¡ahora!!” ¿O la de los ojos casi cerrados, el poncho cubriéndole la espalda, ella parada de perfil con el Ministerio de Desarrollo Social y Evita de hierro en el fondo? ¿Aquella sexy con los brazos levantados, la remera lila, las tetas imponentes y los pómulos de reina? Mirarla, ver su estatura. Su talla. La ausencia de ese cuerpo que ella fundó político. Es casi carnaval y estamos de duelo.