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Desde el puente conocido como Kilómetro 20, la puerta de entrada a Ciudad Juárez, un muchacho incrédulo mira los centenares de personas que salieron a recibir a la caravana.

-Ni cuando Los Indios subieron a primera división veías tanta banda en las calles – dice mientras su mirada navega por encima de las ansiosas cabezas que se arremolinan para presenciar el histórico momento.

Tanta que es imposible ver cuando la señora Luz María Dávila le cuelga un rosario a Sicilia en el cuello, aún con su ropa de trabajadora de maquila. Como el poeta, la mujer es un símbolo de la guerra. Hace año y medio sus dos únicos hijos fueron masacrados con otros 13 compañeros en una fiesta universitaria. Desde Japón, el Presidente dijo sin empacho que eran pandilleros y Luz María lo enfrentó en una visita a Juárez: “Yo no le puedo decir bienvenido porque para mí no lo es”.

Sicilia le besa las manos y los retratan fundidos en un abrazo. A la noche siguiente, ese rostro de satisfacción se convirtió en uno molesto, de quijada apretada. No estaba conforme con el documento del Pacto Ciudadano, discutido y redactado a prisas.

La exigencia de la salida inmediata del Ejército de las calles provocó una parvada de aplausos de los radicales. Sicilia y los otros líderes del movimiento sacudieron la cabeza y se llevaron las manos a la cara. Frustrados. Ante el parpadeo de los flashes fotográficos el poeta plasmó su firma y levantó los papeles al cielo, señal del convenio social. Detrás de los anteojos, sus ojos azul agua se veían molestos. Quizá decepcionados.

Esta guerra extendió sus tentáculos por todo el país. Se detuvo a 21 de los 37 capos más importantes, pero sus cuadrillas en pelea por el poder hicieron metástasis en zonas donde no tenían presencia. Los temibles Zetas operan ya en 22 de los 32 estados y de los 5 cárteles que existían hace 15 años, sólo uno despareció. Lugar que pisan, salpican de su mierda: secuestros, ejecuciones, desapariciones.

El lunes 13 de junio Javier Sicilia tomará un avión de regreso a su casa. El resto de la tripulación volverá a subir a los colectivos para emprender la vuelta. En ese viaje interminable de 21 horas, Carlos Sánchez, uno de los choferes, volverá a repetir los nombres con los que ha bautizado los caminos que surcó la caravana aquellos diez días. Decía que avanzaba por “el triángulo de las Bermudas” porque como allá los barcos y aviones, aquí la gente desaparece. La tierra se los traga. “Un día salieron de paseo y no regresaron”. “Iban a vender pinturas y no volvieron”. “Fue a comprar mercancía y nunca más contestó el teléfono”. En sus casi tres décadas al volante nunca había presenciado lo que ahora. Y al terror trataba de sacudirlo con ironía.

A las selváticas carreteras que van al puerto de Acapulco, donde el cantante Luis Miguel solía dorar su piel, les puso “las de los colgados” por los cadáveres que pendulan de los puentes como lo hacían de los árboles durante los ajusticiamientos de la Revolución. A la autopista que sube hacia Tamaulipas, bordeando el noreste del País, le llama “de la muerte” por las historias de secuestros de autobuses donde los pasajeros son obligados a pelear entre sí por su vida. Para las del sureste, donde abundan los secuestros de migrantes indocumentados, el humor no le alcanzó a Carlos: un compañero chofer fue abatido con 24 balazos a bordo de su autobús. Ahora, cada vez más cerca del final de esta peregrinación, mientras Carlos espejea y maniobra detrás del volante, el cuerpo de su amigo es enterrado.

Foto de Germán Espinosa. Tomada de El economista.com.mx

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