Diego Galeano – Cosecha Roja.-


San Pablo, 29 de mayo de 2012. Los lectores del diario Estadão desayunan mientras se enteran de una nueva masacre. La noche anterior un nutrido grupo de policías del Batallón de Choque habían entrado por la fuerza a un estacionamiento próximo a la favela Tiquatira, en la región este de la ciudad. Es una zona de casas bajas y poco ostentosas, pintadas de diversos colores, un paisaje distante de las postales de la gran urbe latinoamericana, con sus gigantescas avenidas y sus rascacielos grises. El estacionamiento tiene un muro colorido como las casas que lo rodean. Solamente una parte del local está cubierta por un techo de chapas, el resto es a cielo abierto. Hacia afuera, una vereda con palmeras sobre la calle Osvaldo Sobreira. Allí se detuvieron seis patrulleros y de ellos bajaron veintiséis policías militares. Habrían recibido una denuncia anónima: miembros del Primer Comando de la Capital (PCC), la mafia que gobierna las cárceles del Estado de San Pablo, estaban reunidos en ese lugar, planeando el rescate de un preso que iba a ser transferido de un centro de detención a otro. La estructura del estacionamiento es tan descubierta, tantas son las aberturas de su muro perimetral y tantos los ángulos desde donde puede observarse lo que sucede adentro, que cuesta creer que este lugar haya sido elegido como escondite para una reunión criminal.

Los policías juraron haber entrado mansamente y a pie a este estacionamiento donde fueron recibidos –dicen– con una descortés balacera. Pero lo cierto es que ninguno de los veintiséis agentes resultó herido, mientras que entre sus contrincantes apenas tres salieron ilesos y terminaron detenidos. Al parecer, cinco lograron escapar en un auto blanco. Los seis restantes murieron a balazos. Estadão se encargó de revestir la masacre con los ingredientes necesarios para que el desayuno de los lectores no fuera tan indigesto y salieran a trabajar con la convicción de que la policía había cumplido su deber. Una fotografía ilustraba el copioso arsenal de objetos secuestrados a la banda: tres mil reales en billetes, ocho ladrillos de marihuana, cinco de cocaína, un fusil 762, tres pistolas de distinto calibre, tres revólveres, una ametralladora y cuatro chalecos antibalas. Nada de todo esto produjo el menor rasguño a ningún policía. Los seis heridos de bala fueron trasladados a hospitales de la zona, donde murieron. Sus cuerpos fueron a parar a la morgue y sus nombres a las estadísticas de muertes por resistencia a la autoridad.

Acaso nadie imaginaba que esta no era una crónica policial más. Era testimonio de una farsa y del inicio de una guerra. Cuatro meses más tarde las estadísticas mostrarían el extraordinario poder de muerte de la disputa. Desde comienzos de 2011, la Secretaría de Seguridad Pública del Estado de San Pablo cambió la forma de divulgar los datos. En lugar de los informes trimestrales, publicados en el Diario Oficial del Estado desde 1995, el gobierno difunde mensualmente sus estadísticas criminales. Cuando a fines de octubre se terminaron de procesar los datos de septiembre, hubo un primer panorama del impacto de la guerra que ya entonces todos los paulistas conocían. Mientras en septiembre de 2011 hubo 69 homicidios en el Estado, en septiembre de 2012 se contabilizaban 135 asesinatos, un crecimiento del 96%. Estas cifras no incluyen a los muertos por “enfrentamientos” con la policía, pero son un indicador de la ristra de violencias que dejan a su paso.

Al pasar los días, el relato endulzado de Estadão comenzó a agrietarse y por sus fisuras emanaron, como efluvios venenosos, las imposturas de la doctrina de la ley y el orden. Se supo que, minutos después de la masacre, una mujer llamó al número de emergencias 190 y relató en tiempo real lo que sus ojos estaban viendo en la autopista Ayrton Senna. Dentro de un patrullero, parado sobre un borde de la pista, un hombre era ejecutado a balazos por los policías. Las cámaras de seguridad de la autopista registraron el asesinato. Era nada menos que uno de los detenidos en el estacionamiento. Ante las evidencias, uno de los policías declaró que ese patrullero (que supuestamente llevaba un herido de bala al hospital) estaba parado en la autopista porque él había necesitado estirar las piernas por un calambre. Nueve policías militares terminaron presos, seis fueron sueltos en seguida y los demás pasaron por el “Programa de Acompañamiento al Policía”, que los asistió en el proceso de superación emocional de la muerte ajena. Solo tres, aquellos directamente involucrados con la ejecución en la autopista, quedaron procesados por delito.

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El Primer Comando de la Capital (PCC) fue creado a comienzos de la década del noventa por detenidos en la cárcel de Taubaté, conocida por recibir prisioneros considerados peligrosos en otros centros. Esta cárcel es llamada Piranhão, gran piraña, y queda a 130 kilómetros de la ciudad. Los inicios del PCC están ligados a uno de los motines más sangrientos de la historia penitenciaria brasilera: la masacre de Carandirú, de 1992, una rebelión que terminó con más de cien presos asesinados por la Policía Militar. Muchos vieron en el PCC la emergencia de una voz rebelde contra la opresión penitenciaria. Hasta llegaron a traducirse sus siglas como Partido Comunista Carcelario. Pero el tiempo fue revelando la conformación de una sólida red de delito organizado, que nunca abandonó un clamor presente en su acta de nacimiento: “vengar la muerte de los ciento once presos” de Carandirú. La venganza es una fuerza latente en las fibras del PCC que, en cada una de sus apariciones públicas, se manifiesta de la misma forma: matando.

La primera vez fue en 2001. El entonces líder del PCC, conocido por el nombre de guerra, Sombra, organizó una rebelión simultánea en 29 cárceles del Estado de San Pablo. La acción, que marcó la presentación en sociedad del comando, fue coordinada por teléfonos celulares. La segunda acción fue la más sangrienta de todas: a comienzos de 2006 las prisiones de San Pablo se paralizaron y una ola de violencias se extendió por todo el Estado, mostrando las redes existentes entre los líderes del PCC, dentro de las cárceles, y diversos grupos delictivos que actuaban fuera de sus muros. Solamente entre el 12 y el 20 de mayo de ese año, murieron 439 personas asesinadas con armas de fuego. Hubo incendios de ómnibus, cierre de comercios, ataques a comisarías y varios policías ejecutados. En el momento más tenso del conflicto, parecía que el monopolio policial de la fuerza estaba desbordado por una compleja organización que le peleaba cuerpo a cuerpo. Si en las bases del PCC había una masacre policial y una sed de venganza, en el 2006 los policías militares actuaron como en una contienda entre dos mafias diferentes. A muerte se la enfrentó con una ley. Pero no era la ley formal sino la ley del talión. Ojo por ojo, diente por diente. Masacre por masacre.

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En 2012 se repite la misma historia. Después de la matanza del estacionamiento y el fusilamiento en la autopista Ayrton Senna, el PCC comenzó a mostrar su capacidad de reacción y toda la fuerza de su sed de venganza. Todo comenzó el 31 de mayo con los entierros de los muertos. Uno de ellos vivía en Cidade Tiradentes, también en la zona este de San Pablo, una de las áreas más pobres de la ciudad. Allí, el PCC impuso lo que en portugués se conoce como toque de recolher: la obligación de cerrar escuelas, jardines de infantes, hospitales y negocios del barrio, bajo la amenaza de convertirse en blanco de balaceras. José Carlos Arlindo Júnior era uno de los bandidos más conocidos de la región. Su entierro era al mediodía y el rumor fue corriendo de boca en boca: ningún lugar debía quedar abierto después del sepelio. Algunos lo hicieron por miedo, otros por convicción. Esa tarde Cidade Tiradentes estuvo por entera dedicada al luto.

Pero, al igual que en el 2006, el toque de recolher era tan solo el anticipo de la verdadera venganza, la de la ley de talión: matar policías. Por la retórica bélica con que el gobierno paulista enfrenta la espinosa cuestión pública de la seguridad, los asesinatos de policías suman cada año cifras de dos dígitos. En 2011 fueron 47 los policías militares muertos, entre enfrentamientos y homicidios fuera de servicio. La guerra declarada por el PCC hizo que en noviembre de 2012, sin haber completado el año, la cifra se duplicara y se acercara al centenar de casos (el número exacto varía de acuerdo con el informante). Un dato de las grises estadísticas es revelador: más del 90% de estos asesinatos se hicieron fuera del horario de servicio. En clave mafiosa, el mensaje es claro. Apunta a la fibra de un imaginario alimentado por la propia corporación policial. Es exactamente la misma religión que predican las jerarquías, cuando someten a los subalternos a situaciones humillantes y aberrantes (las tasas de suicidios y tentativas de suicidio entre los policías son altísimas) y la que usan para deslegitimar sus huelgas y reclamos laborales. La policía – dicen – no es un trabajo. Es una misión. No hay que tener oficio, hay que tener vocación. El arma es el objeto sagrado que sella ese pacto vital: se lleva consigo, aún fuera de servicio, porque ser policía es una condición de vida. El arma duerme en casa, donde a veces también duermen los hijos y la mujer.

La mujer no es cualquier mujer. Es la mujer de un policía. Tampoco los hijos son como cualquier otro hijo de vecino. Quienes mueven los hilos de esta venganza lo saben. Conocen el significado de la frase “familia policial” y atacan donde más duele. La primera semana de noviembre, la más sangrienta de todas, las balas llegaron hasta los blancos más sensibles. El sábado 3 de noviembre le tocó a Marta Umbelina da Silva, la primera mujer policía de esta serie de asesinatos. Tenía 44 años y llevaba once trabajando en la Policía Militar. Divorciada y madre de dos hijas de 20 y 11 años, y de un hijo de 18. Alrededor de las 20.30 volvía en auto a su casa, enVila Brasilândia, junto a una de sus hijas. Cuando bajó a abrir el portón del garaje, pasó una moto con dos hombres y una ráfaga de balas sobre el muro. Recibió diez tiros en la espalda y murió en el acto. Alimentando el lenguaje bélico de los acontecimientos, el jefe de la Policía Militar de San Pablo dijo que lamentaba este “asesinato cobarde” a un agente policial “sorprendido por las espaldas”.

El día anterior, viernes 2 de noviembre, había sido feriado por el día de los muertos. El PCC organizó los homenajes a su manera: veintitrés asesinatos en la región metropolitana (doce en la capital y once en el Gran San Pablo). La performance pública de estas muertes es conocida en América Latina. Es la que rodea a Colombia y a México: la escena del sicario. Una moto, un conductor y un matador pasan al lado del condenado, uno dispara, el otro acelera el motor y huyen a toda velocidad. Así mataron al cabo Marco Volnei Zacarias Pilatto. Las cámaras de seguridad de una empresa lo registró. Lo mismo com Ismael Alves dos Santos: las imágenes de su ejecución fueron emitidas por la Rede Globo, en el programa O Fantástico de los domingos. Especialistas en el funcionamiento del PCC explicaron que la muerte de policías, muchas veces, son formas de pagar deudas y favores al interior de la organización. Esas ejecuciones, como las deudas financieras, tienen plazos para ser cumplidas.

La profusión de asesinatos con armas de fuego en octubre y noviembre no se explica solamente por los “caídos” de la policía. Es también, y acaso fundamentalmente, resultado de ejecuciones masivas que la Policía Militar y sus propios sicarios llevaron a los barrios pobres de la ciudad, el Gran San Pablo y otras regiones del Estado, como la Baixada Santista, en el litoral marítimo. Y la respuesta de las redes de ilegalidad policial multiplica las muertes. El 10 de octubre un soldado de la policía fue ejecutado en Taboão da Serra, al oeste del Gran San Pablo. Pocas horas después, aparecieron nueve personas asesinadas en el mismo municipio. Testigos presenciaron a policías militares ejecutando a dos de esas víctimas. Cerca de la ciudad de Santos, otro asesinato de un policía fue seguido de quince muertes más. Cada día aparece un indicio nuevo y, más que señales de cambio, los últimos días mostraron la ramificación de la violencia hacia el sur, al Estado de Santa Catarina y hasta las bellas playas de Florianópolis se mancharon con sangre.