Ilustración: Marisol Abarca

Ilustración: Marisol Abarca

En El desconcierto
Al igual que su padre y su abuelo, desde muy joven era conocido por su carácter fuerte y se proyectaba como uno de los nuevos líderes en la comunidad de Temucuicui. Quienes lo conocieron, destacan su valentía, la convicción por la causa mapuche y su generosidad, ayudando siempre en la cosecha en el mismo tractor donde fue baleado por el Comando Jungla de Carabineros. Para su gente, Camilo no está muerto.

-¡Vienen los tombos!-, gritan tres niños que juegan montados en un tractor rojo, pequeños de rictus serio, ajenos al calor y desconfiados de los winkas.

-Ya, déjame en Ercilla entonces-, dice uno.

-A mí en Collipulli-, dice el otro.

Comparten una caluga entre todos y se les escapa una sonrisa.

Corretean cerca de una casa de madera ploma y a un lado se puede ver una construcción a medias, las vigas del comienzo del que iba a ser el hogar de Camilo Catrillanca en lo que antes fuera la tierra de René Urban. Camilo eligió ese terreno por la vista desde donde se pueden ver lomas y lomas salpicadas de flores blancas y amarillas. Afuera, un cartel del lugar donde fue velado dice “Amulepe taiñ weichan” (La lucha continúa) y en la imagen aparece bailando choike. El viento hace flamear el lienzo.

Camilo alguna vez tuvo la edad de esos niños que juegan y las tías del jardín de Temucuicui lo molestaban con que iba a ser dirigente, “¡Ya, a reunión!”, le decía a sus compañeros y los niños lo seguían, contará más tarde Marcelo Catrillanca, su padre. Dicen que de él tenía la misma sonrisa elástica, que a su vez la heredó de don Juan, el longko.

Es un día sábado a la tres de la tarde, desde las once de la mañana que las comunidades están reunidas en un trawün (encuentro) para decidir su postura frente a la tragedia. Los longkos hablan apasionadamente y uno a uno cada werkén. Un enjambre de mujeres se ocupa de los canastos con sopaipillas, de los platos, la carne y las papas para el almuerzo bajo un hualle centenario que se empina en una loma verde. La muerte duele, pero allí nadie se inmoviliza.

Temucuicui (dividida en histórica y autónoma) está ubicada a más de 90 kilómetros de Temuco, en la comuna de Ercilla, lugar donde viven más de 150 familias que sobreviven de la agricultura. Es la comunidad en resistencia que mayor extensión de tierras ha logrado recuperar durante las últimas décadas: el fundo Alaska, el fundo La Romana y Montenegro.

Una comunidad que convive con la presencia policial

Cuando Camilo tenía diez años, en 2004, el informe Diagnóstico e Intervención del Servicio de Salud Araucanía Norte ya hablaba de cómo los allanamientos y la constante vigilancia de Carabineros, Investigaciones y Fuerzas Especiales afectaba a las familias de las comunidades mapuche. El documento dejó ver que los niños eran golpeados contra el suelo y la pared, que recibían culatazos con armas de fuego y se advertía sobre el trauma de esas agresiones: no dormían, no se concentraban, tenían flashback de los ataques. En definitiva, que no podían vivir y así esa pesadilla se extiende hasta hoy. Camilo era como tantos otros niños de Temucuicui que entre sus primeros recuerdos está jugar con los casquillos de balas, la pesadilla de los buses de carabineros, carros policiales y las nubes tóxicas de bombas lacrimógenas dentro de su escuela.

Desde ese tiempo, solo ha cambiado la modernidad de la vigilancia. Hoy, la mayoría de los comuneros, convive además con el sobrevuelo de los drones.

Marcelo está sentado bajo una ramada improvisada que quedó desde el funeral. Han transcurrido once días de la muerte de su hijo, amable extiende un vaso de Coca Cola y se hace un tiempo para hablar en medio de la reunión. Evoca su clandestinidad cerca del 2005 y cómo ese trozo de historia cambió la vida de Camilo. A los diez años, en la escuela de Temucuicui, tuvieron que cambiarlo de puesto, miraba por la ventana a cada auto que pasaba. “Vienen por mi papá”, “Vienen a buscarlo”, decía el niño, siempre sobresaltado y nervioso. Para su padre, ese fue el momento en que su hijo dejó de ser un niño.

Camilo a los quince era como su hermano menor, Newén, la cara redonda, las mejillas rosadas y una ingenuidad a medias. Eran como dos gotas de agua. De ese tiempo existe el registro de un video de agosto del 2011 durante la toma da la municipalidad de Ercilla. Él está sentado al lado de otros dos adolescentes, Fabián y Valeria Llanca. Serio, habla aun sin la elocuencia que mostraría después.

“Hay excesivos Carabineros y podemos ver que los colonos están siendo resguardados por la fuerza policial en este caso, y ellos son tan solo una familia, nosotros somos comunidad, somos pueblo, los mapuches estamos siendo reprimidos y eso es muy injusto”, dice. Pedía la desmilitarización de la zona y una educación intercultural.

Atrás asoma el cartel de un policía y una equis, dibujado con el trazo de un niño.

Newén se ve taciturno, dice que no ha dormido bien desde la muerte de su hermano mayor. Entrecierra los ojos, el sol pega fuerte y le enrojece los pómulos. Los recuerdos van entregando pinceladas de su hermano: Camilo en su moto azul, Camilo en el tractor donde a él también le enseñó a conducir, Camilo montado en arriba de su yegua “La morena”. Lo recuerda de nuevo risueño, trabajando apenas despuntaba el sol, una rutina sin espacios en blanco: labrando la tierra o auxiliando a otros. Bailando siempre en todos los guillatún.

-Es raro, para mí es como si el Camilo no se hubiera muerto-, dice Newén.

Ese tractor se había trasformado en un medio de transporte en el campo, a veces andaba en él con Katherine su pareja y su pequeña hija de seis años. El día anterior había estado trabajando en su huerta de frambuesas y había pasado el tractor, dejo cultivadas arvejas y porotos. Antes de las balas, ese día fue a buscar cilantro a la casa de su madre y había anunciado a sus amigos que haría un cordero. El resto ya es historia conocida: Un helicóptero sobrevolando la comunidad, el camino de regreso, las balas. La oscuridad.

Newén estaba en el colegio cuando le dijeron que “los pacos” habían entrado a la comunidad, se fue a su casa como todos los días y en el colegio de Temucuicui vio gente reunida. Allí le dijeron que su hermano estaba herido, cinco minutos después le confirmaron que había muerto. Quedó en shock. Aún está en shock.

-Le gustaba mucho domar caballos y el trabajo en el campo y el tractor, bueno y así como lo asesinaron-, dice con los ojos entrecerrados.

De ese dolor permanente también habla Jaime Huenchullán, el mismo ha sido víctima de la persecución a Mankilef, su hijo adolescente. Él conoció a Camilo de un año, en los brazos de sus padres durante las reuniones. Visitó a su familia cuando Marcelo estaba clandestino, tiempo en que el niño Catrillanca iba guardando todos esos recuerdos.

-Era testigo de esas injusticias, como todas las familias mapuche de Temucuicui que son objeto de persecución o de violencia… Es que no hay otra forma de vida-, explica.

Huenchullán dice que poco se ha hablado de la generosidad de Catrillanca, siempre ayudando a las familias del lugar a preparar la tierra, a sembrarla a acarrear madera para los vecinos postrados o con problemas de salud. Llevando con el coloso de su tractor leña y cosechas de trigo a los comuneros. Camilo veneraba su tierra.

-Se habla del tractor en el que fue asesinado y no todo el trabajo que hizo con él, como ayudar a su gente- , aclara.

Camilo empezó a domar caballos a los doce años junto a su padre, un día le dijo que quería ayudarlo y aprendió rápido, con el tiempo además empezó a herrar. Marcelo vendió carretones en su compañía y les iba bien. Con los años llegó a ser uno de los mejores domadores de caballo de la comunidad, un arte donde es necesario conocer al animal, leer sus reacciones, observar el movimiento más ligero hasta que se pone el cabestre. Un trabajo que puede demorar tres meses.

-En las comunidades casi no hay tiempo para juegos cuando eres niño, si no es el “Paco-mapuche”- confiesa Mijael Carbone quien habló durante el trawün como werkén y dicen que es uno de los más afectados por la muerte de Catrillanca, su mejor amigo desde pequeño. Carbone, dirigente de Temucuicui y líder de Alianza Territorial Mapuche (ATM) – quién también vivió en clandestinidad- está sentado en el pasto, un jockey le cubre los ojos. Con un tono cansino, explica que la vida en las comunidades es así, inimaginable por fuera del weichan (lucha)

-Aquí los niños crecen como Camilo, de hecho, yo le enseñé a manejar el tractor cuando él recién cumplió los 18- contesta con nostalgia.

– ¿Cómo es crecer como él?

-Se madura a temprana edad por el tema de los roles que se tienen que asumir, uno empieza a trabajar en lo agrícola y nos vamos enseñando al que va detrás y traspasando ese tipo de conocimientos a los más chicos, no hay mucho tiempo para jugar.

Se acuerda de él como un niño cariñoso, cuando el abuelo de Mijael iba a visitar a los Catrillanca, Camilo, con nueve años, se empinaba con un plato de mote en las manos para ofrecerle al anciano, luego salía a su siga. “Lo acompaño a su casa don Alberto, no puede andar solo por ahí”, le decía. Los adultos reían.

Y pese a todo lo que siguió después, Mijael lo recuerda feliz, tenía una familia y un hijo en camino y en las comunidades, la familia es lo primero. Camilo dejó sus estudios hasta tercero medio. No aspiraba a terminarlos, porque no aspiraba a una vida en la ciudad. Estaba comprometido con Temucucui. Por eso, la casa la van a terminar de construir entre todos los jóvenes del lugar, ese era su sueño. Y lo van a cumplir.

– Era un luchador social y seguirá siéndolo porque él está vivo en todos nosotros, no quiso emigrar a la ciudad ni a los pueblos aledaños para tener más recursos. Él puso a su comunidad en primer lugar y se quedó protegiéndola-, concluye Mijael.

Juan Catrillanca tiene el rostro ajado por los años y lleva el un trarilonko burdeos en la cabeza. Está sentado en una banca de madera y podría decir mucho, pero habla poco. Deja escapar un suspiro y algunos recuerdos. El longko se acuerda de Camilo con la piel curtida por el sol en su caballo a todas partes y cómo tuvo que madurar a tan temprana edad. Hay tristeza en sus palabras y explica que la lucha no ha terminado, porque todos sus hijos y sus nietos han vivido en medio de esa violencia. “Camilo no ha muerto, Camilo convoca gente”.

– Aquí los jovencitos crecen dentro de la lucha, de la rabia y con odio a los Carabineros, porque ven que maltratan a sus padres y abuelos, esa es una herida que nunca se cura- , comenta mientras corre el mate.

Se ve cansado, fue un día largo con intensos diálogos durante seis horas y que finalizó con la lectura de una carta donde las comunidades exigieron el término de la represión en la zona, el retiro y disolución del ‘Comando Jungla’ de la Araucanía y la renuncia de quiénes consideran responsables de la tragedia que los enlutó.

Don Juan se levanta para despedir a los longkos que han ido al trawün. Da las gracias en mapuzungún y pide que todos lleguen bien a sus destinos.

Al día siguiente, un domingo a la una de la tarde, los hombres están reunidos bajo la ramada. Desde el pescuezo una oveja degollada caen los últimos hilos de sangre sobre un madero. Tres niñas están sentadas a la mesa con la boca teñida de ñachi, algunas vecinas lavan la ropa en fuentes y Teresa, la madre de Camilo, va de un lado a otro en silencio como un fantasma. Sale del trance solo para asistir a su nieta o llevar un plato con mote. A ella el dolor le ha pegado fuerte.

-Las fuerzas las saco de todo lo que me ha pasado-, dice Marcelo, bajo la sombra del mismo árbol que cobijó el encuentro del día anterior.

Recuerda de nuevo el tiempo en que estuvo clandestino, acusado de un incendio en el fundo Alaska, cuando empezó el calvario judicial: fue detenido siete veces, había estado preso en Collipulli y recibió una condena de cinco años y un día. Él siempre alegó inocencia.

Durante el proceso de Reforma Agraria, a inicios de la década de 1970, los comuneros de Temucuicui lograron recuperar este fundo. Tres años más tarde lo habían convertido en un pequeño olimpo de casas, ovejas, caballos y huertos. Y llegó el golpe de Estado.

Marcelo vio como a su padre lo arrastraron atado a su propio caballo. Un linaje de sufrimiento que a veces parece no tener fin. Entre sus recuerdos del 73 están los allanamientos, él oculto en un cerro mientras su padre era perseguido y la casa de su abuelo se consumía en llamas. Evoca incluso el momento en que rehuyó de todo y de todos. Días en que su vida se parecía más a la de un winka.

-Fui podador de árboles desde muy joven y más encima ayudábamos a la forestal, con mi hermano éramos los mejores podadores. Un día Aucán Huilcamán apareció en la televisión y dijeron ‘ya está hablando de nuevo este indio’ y pensé ¿qué hago aquí entre esta gente? Y eso que eran mis amigos-, recuerda.

Decidió volver a la comunidad y en el 92’ conoció su esposa en Collipulli, se enamoraron. Después de encarcelamientos y represión volvieron al fundo Alaska otra vez, luego Camilo siguió su camino en la recuperación de tierras. Vivieron felices de manera intermitente. Antes de la muerte de su hijo estaba dejando la dirigencia.

-Yo ya estaba terminando mi trabajo, pero es como si lo que pasé en mi vida me hubiese estado preparando para este momento-, comenta.

– ¿Cómo era Camilo en la casa?

-Tenía un carácter fuerte, era mañoso, molestaba a su hermana Paola y a las primas, amaba la música mapuche y las canciones rancheras de Antonio Aguilar-, recuerda con melancolía.

Cuenta que hay pocas fotos de su hijo, pero como en una especie de memoria colectiva que se ha ido tejiendo, han empezado a aparecer videos e imágenes que le han enviado los amigos de Camilo.

-Mire, este recuerdo-, dice.

Busca en su celular el video de la funa del CESFAM de Ercilla en el 2012. Son las imágenes que han dado vuelta las redes sociales y muestra la protesta de un grupo de jóvenes mapuche por la huelga de hambre de la comunidad Wente Wuinkul Mapu. Catrillanca tiene 17 años y parece una fiera enjaulada, intranquilo, hasta que golpea con la mano un carro policial.

-¡Ahora huevón te desafío, saca tu pistola y mátame, ahora que me tienes aquí!-, dice Camilo con la voz desgarrada y se queda uno, dos, tres segundos inmóvil frente a un policía de Fuerzas Especiales.

Marcelo mira emocionado, porque tiene dos certezas: primero, a veces se puede perder todo, menos el orgullo; segundo, su hijo era igual a él.

Sigue el video, resuenan los gritos. Lo retrocede, no se pierde ni un detalle. Asiente con la cabeza y se seca las lágrimas con las manos.