ariel acevedoElieber Budasoff. Gatopardo.-

La primera vez que fue a declarar por las muertes dudosas en el hospital donde trabajaba, Marcelo Pereira habló sobre su equipo de futbol, Peñarol. Fue un viernes de marzo de 2012, en un edificio tosco de la ciudad vieja de Montevideo, antes de que su nombre apareciera debajo de los titulares que repetían “horror” o “conmoción” en los diarios del mundo.

—¿Cómo le afecta el hecho de que Peñarol gane o pierda? —le preguntaron en el juzgado.
—Cuando gana me alegro, cuando pierde digo qué macana, por no decir otra palabra… —comenzó a responder.

Marcelo Pereira era enfermero, tenía treinta y nueve años, y estaba detenido por haber inyectado morfina y otras drogas a enfermos graves: ya lo había confesado a la policía, y en ese momento lo estaba ratificando ante el juez. Lo que no sabía era por qué, ahora, le preguntaban por su equipo de futbol. Tres días antes de que lo detuvieran, en ese mismo juzgado, una enfermera que trabajaba con él había declarado que Marcelo Pereira a veces cambiaba de actitud, y eso tenía consecuencias para los pacientes. Cuando se le rompía algo en su casa, cuando tenía sueño, cuando perdía Peñarol, dijo su compañera, Pereira se ponía de mal humor. Entonces le daba por “matar a alguien”.

Lo que le estaban preguntando ese viernes, con un extraño sentido de la sutileza, era si el futbol lo volvía un psicópata; si esas muertes que investigaban eran el resultado de situaciones excepcionales y no una serie de actos regulares, coherentes, incorporados a una rutina que supone una excepción permanente: trabajar con personas que transitan un límite. Con cuerpos deteriorados, demandantes, dependientes.
Todo el desconcierto de un país iba a caber en esa pregunta.

El domingo 18 de marzo de 2012, la justicia uruguaya procesó a dos enfermeros por el homicidio de quince pacientes en un hospital y una clínica de Montevideo, y a una enfermera por complicidad en una de las muertes. La noticia circuló rápido y lejos, y el número de víctimas potenciales se multiplicó a medida que se filtraba información. “Uruguay: conmoción por supuestos casos de eutanasia”, publicó la BBC en español. “Hay dos enfermeros presos por la muerte de unos 60 pacientes”, puso en la portada el diario argentino Clarín. “Los mataban con morfina y aire; no eran terminales”, tituló El País de Uruguay el lunes 19 de marzo. “La justicia teme que los fallecidos sean más de 200”, señaló El Universal de México en la introducción de la noticia.

Pronto se instaló un tópico que convirtió la noticia y los procesados en parte de un fenómeno mayor, con un lugar propio en la historia del crimen: se comenzó a hablar de los “ángeles de la muerte”, tal como designa una rama de la psicología forense a los homicidas que trabajan en lugares donde la agonía de personas no es inusual (hospitales, clínicas, asilos). Era la primera vez que atrapaban a dos “ángeles de la muerte” que actuaban en forma simultánea pero por separado, en dos instituciones distintas, en una misma sociedad. Al operativo que terminó con la detención de los enfermeros, la policía uruguaya lo llamó “Operación Ángeles”, porque ellos también habían buscado antecedentes en internet durante la investigación.

—Míster Google ayuda mucho —me dice Yony Mezquita, jefe del Departamento de Vigilancia de la Dirección General de Lucha contra el Crimen Organizado e Interpol.
—Antes de detenerlos, nosotros habíamos visto lo que eran los “ángeles de la muerte” en otros lugares, el cómo actúan y por qué, y se asemejan mucho al perfil del asesino en serie.

El subcomisario Mezquita tiene treinta y seis años y va de civil: usa una camisa blanca a rayas azules y celestes, pantalón de vestir, barba de candado. La oficina, en el interior de un caserón gris del centro de Montevideo, no tiene ventanas a la calle. Hay expedientes sobre las sillas, un armario de metal, una lata de pintura al lado del cesto de basura, un paquete de yerba Canarias sobre una mesa baja. Asesinos seriales, crimen organizado: las palabras contrastan como neones con la atmósfera sepia de este rincón esta mañana, un lunes de junio de 2012.

Hasta el domingo en que el juez de Instrucción procesó a los enfermeros, Uruguay tenía apenas un “asesino serial” reconocido en su historia reciente: Pablo Gonçalvez, el hijo de un diplomático que mató a tres mujeres a principios de los noventa, en un barrio acomodado de la capital uruguaya. El perfil de “asesino serial” es un producto del afán clasificatorio estadounidense, y se basa en dos criterios cuantitativos: un asesino en serie es alguien que ha matado a tres personas o más, en un periodo de treinta días o más; es decir, con un lapso de “enfriamiento” entre una muerte y otra. También es alguien que obtiene una gratificación psicológica cuando mata, pero eso se puede decir de cualquier criminal. En Uruguay, un asesino serial es alguien que sale en las series estadounidenses.

—Ninguno de los enfermeros puede precisar la cantidad, ninguno puede decir: “Yo maté a cinco o a sesenta” —explica Yony Mezquita.

Dos meses antes de que el caso se convirtiera en noticia, la Dirección General de Lucha contra el Crimen Organizado había recibido las primeras informaciones sobre muertes dudosas de pacientes en la Unidad de Cuidados Coronarios (UCC) del Hospital Maciel, donde trabajaba Marcelo Pereira. Una denuncia anónima había alertado a la policía de que podían “estar ocurriendo irregularidades”, pero todo era “superficial o poco claro”, asegura Mezquita. El lunes 12 de marzo, cuando recién habían dado unos pasos iniciales en la investigación, el departamento que dirige Mezquita recibió una nueva información, esta vez más específica: Santa Gladys Lemos, una paciente de setenta y cuatro años que tenía el alta firmada, había muerto de forma repentina en la UCC del Maciel. Eso desató una búsqueda acelerada de indicios que terminó con la detención de tres enfermeros: primero Marcelo Pereira por muertes en el Hospital Maciel; después Andrea Acosta y Ariel Acevedo, que trabajaban en el Centro de Tratamiento Intensivo (CTI) neuroquirúrgico de la Asociación Española Primera de Socorros Mutuos, una de las mutualistas privadas más poderosas del país, donde también cumplía funciones Marcelo Pereira.

Entre la muerte de Santa Gladys Lemos y la detención de los enfermeros pasó menos de una semana; en esos pocos días se abrió una grieta de límites difusos en la superficie de las instituciones de salud y se alumbraron rincones sombríos. Nadie quiere saber lo que pasa donde permanecen los enfermos graves, a menos que sean buenas noticias.

El último caso comenzó como todos los que forman parte de la estadística: con un cuerpo con nombre y apellido —Santa Gladys Lemos— que avanzaba en camilla por este pasillo de baldosas negras y blancas, recién pintado, donde ahora esperan sentados —al fondo— los pacientes de diálisis crónica. Es casi mediodía de un sábado lluvioso en Montevideo, tres meses después de la detención de los enfermeros, y la planta baja del Hospital Maciel, el más antiguo del país, está casi desierta. El edificio hace pensar en una fortaleza. Ubicado en el límite de la ciudad vieja —una zona portuaria, marginal o pintoresca según la esquina—, conserva en el interior una belleza del tiempo en que la arquitectura quería hacer historia. La sala de la UCC, que funcionaba al lado del Centro de Diálisis, tiene las luces apagadas: está cerrada. Sobre las puertas cuelga una declaración de la Federación de Funcionarios de Salud Pública, reunida en carácter urgente el 18 de marzo de 2012: “Deslindamos todo tipo de responsabilidad con los hechos, que nada tienen que ver con nuestros principios, de una salud de todos basada en la vida como un derecho humano fundamental”, dice el primer punto. El aviso no explica cuáles son “los hechos”. No hace falta.

A finales de 2011, el entonces jefe de la UCC requirió una investigación interna porque la mortalidad en la unidad había aumentado llamativamente. El último año, el índice de muertes había crecido de 3% a 10%. Todos los fallecidos eran enfermos graves, explicaría después el jefe de la UCC, pero encajaban “en el promedio de gravedad” de los pacientes habituales que debían atender. En la auditoría interna no hallaron causas “conducentes e irrebatibles” para las muertes; sólo una condición clínica similar en la mayoría de los fallecidos: bradicardia, hipotensión y paro cardiorrespiratorio inesperado. No había nada definitorio. Sólo números y coincidencias. Quejas formales por problemas de conducta. Rumores. Pacientes que se descompensaban de manera similar en las guardias en las que trabajaba Marcelo Pereira, o inmediatamente después.

El 1 de marzo de 2012, Santa Gladys Lemos fue internada en el Hospital Maciel por problemas vinculados con su diabetes. Tenía setenta y cuatro años y era una mujer con temperamento, cuentan sus hijas: inquieta y autónoma. El lunes 12 le firmaron el alta, pero no llegó a salir del hospital. Ese día, sus hijas recibieron tres noticias: antes del mediodía les avisaron que se había descompensado, que no la podían llevar a su casa; al atardecer, unas horas después que la ingresaran en la UCC, les dijeron que había fallecido; por la noche, mientras intentaban digerir la noticia, la empresa fúnebre llamó para avisar que la Dirección General de Lucha contra el Crimen Organizado se había llevado el cuerpo.

—No entendíamos nada. Si ella murió en un hospital y tenía documentación, ¿por qué Crimen Organizado? Nunca se nos pasó por la cabeza, pero nunca, que era por un asesinato —me cuenta un sábado de junio, por la tarde, Miriam Lemos, en una casa de Cerrito de la Victoria, un barrio de la periferia de Montevideo. Del otro lado de la mesa, su hermana Gladys asiente y le pasa otro mate.

Después, una y otra vez, ellas volverían a examinar los recuerdos de ese último día, tratando de identificar el momento exacto en el que Marcelo Pereira entró en escena. Santa Gladys Lemos había pasado sus días de internación en una sala común hasta el día que murió. Ese lunes, después de que se descompensara, la trasladaron a la UCC cerca de las dieciséis. Estaba viva cuando los camilleros la llevaron de una sala a la otra: sus hijas la siguieron por los pasillos y se quedaron ahí, puertas afuera de la UCC, mirando el vaivén de las puertas blancas. Querían entrar a verla, pero no podían. “A la hora de la cena”, les dijeron. Miriam Lemos recuerda el aspecto que tenía el enfermero cuando entró a la UCC, a eso de las dieciocho, mientras ellas esperaban afuera.

—Vimos entrar a una persona bastante desagradable de pinta. El tipo nos miró. Iba en pleno verano con un camperón verde militar de gabardina. Tenía una mochila y una matera.

Marcelo Pereira —un morocho de barba y ojos marrones, robusto, de estatura media— recién llegaba para comenzar el turno de las dieciocho. Ese lunes estaba “enojado por el tema de una computadora”, contaría más tarde una de sus compañeras. A las diecinueve, hora en que debían supervisar a los pacientes, Pereira se quedó controlando a Santa Gladys. Antes de que la paciente entrara en crisis, relató su compañera, el enfermero había apagado las luces de la cama. Entonces se escuchó un ronquido fuerte, Pereira avisó que la paciente estaba en paro respiratorio, llamaron a los médicos, intentaron reanimarla, pero no hubo caso.

“Siempre es lo mismo, y ocurre estando él solo en el sector del paciente, y es él quien alerta de la situación”, diría después, en el juzgado, la jefa de enfermería de la sala. La muerte inesperada de Santa Gladys precipitó las sospechas que circulaban dentro de la unidad hacía meses, y la jefa decidió actuar de inmediato: tomó una muestra de sangre que le habían extraído a la paciente, y se la entregó a un suboficial de Policía. Esa noche, Crimen Organizado se llevó el cuerpo para hacerle una autopsia. El martes 13 —la superstición es un guionista oscuro—, mientras la familia Lemos enterraba a Santa Gladys sin enterarse de nada, en el juzgado de instrucción comenzaban a tomar declaraciones a los funcionarios del Hospital Maciel.

—Nadie había visto nada de manera directa —dice Yony Mezquita—, pero después de interrogar a doce, catorce personas, era como si armáramos un puzzle.

En la sede judicial, las compañeras de Pereira relataron que él a veces apagaba la luz mientras estaba con algunos pacientes, y que después se descompensaban. Que, en esas ocasiones, el enfermero se ubicaba del lado en que tenían la vía central (un catéter en una de las venas grandes que van al corazón, que sirve para administrar medicación y monitorear funciones vitales). Que los pacientes que se morían eran añosos, que daban más trabajo. Él mismo sembraba sospechas, dijeron sus compañeras: Pereira solía comentar que en la mutualista La Española, a determinados pacientes se les mataba. Durante las indagatorias se mencionaron otros casos, fechas, situaciones: una señora del interior a la que habían dado el alta por la noche, cuya familia prefirió esperar hasta el otro día para llevarla, murió durante la guardia de Pereira. Un paciente que le gritó, una madrugada, en víspera de Navidad: “¿Qué hacés, hijo de puta? Estoy enfermo pero sé lo que hacés”, murió en la guardia siguiente. A la jefa de enfermería cada vez le resultaba más difícil armar los turnos en los que estaba él: “Todos piden otro horario”, dijo. Las compañeras de Pereira preferían trabajar solas antes que tener que compartir el turno con él.

El escenario que dibujaron los testimonios alentó la decisión de detener al enfermero, aunque no existían pruebas concluyentes en su contra. “Era muy importante lo que pudiéramos obtener en ese primer momento —me dirá después el fiscal Diego Pérez—, porque la gran dificultad de este tema es que casi la totalidad de los pacientes eran personas que estaban muy delicadas, con lo cual se ha hecho difícil, y seguramente va a ser difícil establecer cuál fue la causa de las muertes”.

El viernes 16 de marzo por la tarde, la Policía detuvo a Marcelo Pereira y le requisó una riñonera con medicamentos, mientras otro grupo allanaba su casa en El Pinar —un balneario alejado, ciudad dormitorio para los que trabajan en Montevideo— y detenía a su esposa, también enfermera. Pocas horas después de que lo detuvieran, Pereira reconoció que le había inyectado morfina a Santa Gladys Lemos y que había suministrado medicación no prescrita a distintos pacientes en varias oportunidades, tanto en el Hospital Maciel como en el CTI neuroquirúrgico de La Española, donde trabajaba hace unos dieciocho años. “Mi fin no era matar a nadie sino sedarlos, ‘analgesiarlos’. Yo no ando por la calle matando gente”, le dijo al fiscal en la indagatoria. “No soy capaz de matar un animal —aseguró al final—, levanto animalitos que están en la calle. Yo no quería matar a nadie”. Cuando revisaron su teléfono celular, los policías encontraron los mensajes que los condujeron a la muerte de pacientes en la Asociación Española. Especialmente uno, enviado por la enfermera Andrea Acosta el 11 de diciembre de 2011: “El puto limpió al 5 y se fue a la farmacia. Todos reanimando”, decía el mensaje. El “puto” era Ariel Acevedo, enfermero de la Asociación Española. El de la cama “5” era José Alberto Coll, un paciente que falleció ese 11 de diciembre en la Asociación Española. Unas horas después de que la Policía leyera los mensajes en el teléfono de Pereira, Andrea Acosta y Ariel Acevedo habían sido detenidos.

—Probablemente, las primeras muertes hayan tomado muchas más precauciones en no dejar rastros. Después, con el tiempo, se volvió rutina— dice Mezquita.

Adiferencia de Marcelo Pereira, Ariel Acevedo (foto) no usaba drogas con los pacientes: les inyectaba, a través de la vía central, veinte centímetros cúbicos de aire, aunque eso no siempre les provocaba la muerte. Eso fue lo que dijo durante el interrogatorio: “En caso que el paciente no fallezca y salga del paro cardiaco —explicó Acevedo—, yo ya no lo intento más, ya que para mí no es su momento de fallecer, pensando que por algo siguió vivo”. Después de que compareció ante el juez, los medios reprodujeron una supuesta declaración de Ariel Acevedo, que decía lo siguiente: “Pido perdón, me creí Dios y me equivoqué”. Pero el enfermero nunca dijo que él se había creído Dios, me asegura la abogada penalista Inés Massiotti: fue un error de interpretación de los medios. Ella se lo dijo a él, cuando Acevedo le reconoció lo que había hecho con los pacientes, porque no podía verlos sufrir más.

—Como amiga le dije: realmente, Ariel, te creíste Dios. Tú no sos dueño de la vida de los demás. Eso se llama homicidio, porque acá no existe la eutanasia.

Cada vez que dice algo significativo, Inés Massiotti levanta una ceja y asiente levemente en dirección a su interlocutor: un recurso gestual que espera el efecto de un golpe. Massiotti tiene cincuenta y cinco años, rasgos angulosos, corte de pelo carré. Estamos en un departamento del barrio Pocitos, de Montevideo, donde ella vive, en dos sofás enfrentados, uno rojo y uno blanco. Massiotti ocupa el rojo. El día en que Ariel Acevedo fue llevado a declarar en la sede judicial, ella había ido a los tribunales por otra causa y se encontró con Jorge Yozzi, pai umbanda y pareja de Acevedo. Inés Massiotti conocía a los dos desde hace años; ella les había hecho la unión concubinaria. Ese encuentro casual la convirtió en defensora de Acevedo, aunque pronto fue desplazada: la gran exposición mediática que tuvo entonces hizo que algunas de sus declaraciones se utilizaran en lo que ella califica como un “asesinato periodístico” de su figura. Un martes por la noche, mientras salía en directo para el programa de televisión Otro Tema, del canal argentino Todo Noticias, la abogada relató que había sufrido un preinfarto en medio de una audiencia agotadora, y que la coronaria móvil que llamaron de emergencia había demorado casi una hora: “Me hubiera convenido sacarme al que estaba en el carcelaje —se refería a uno de los enfermeros detenidos—, me daba una inyeccioncita, y pasaba a mejor vida”, dijo al aire.

Los medios, efectivamente, la destrozaron.
—Fue algo infeliz. Estaba medicada. Los penalistas, como los médicos, estamos sometidos a un gran estrés. Generalmente tenemos humor negro.

Massiotti se indigna y enciende otro cigarrillo. Esos días, además, ella contó a los medios algunos detalles de la vida de su defendido que habían surgido durante la pericia psiquiátrica y que consideraba que habían influido en su conducta o que lo hacían merecedor de una comprensión distinta. Contó que Ariel Acevedo, que nació en un pequeño pueblo llamado Minas —en el este de Uruguay— había sido violado a los trece años por su cuñado. Siendo adolescente emigró a Montevideo, terminó el liceo y trabajó de policía. En la capital del país se asumió homosexual y decidió ser enfermero. Tenía buena reputación entre sus superiores y estaba estudiando para ascender a licenciado en enfermería. En la pericia, dijo Massiotti, se determinó que su —ahora ex— cliente era plenamente consciente de sus actos, pero que sentía una gran angustia por lo que había hecho.

—No entiendo lo que le pasó, creo que no pudo soportar más el estrés. El perfil del otro es muy diferente. Ariel es un tipo muy introvertido, pero bueno, simpático.

Las diferencias de perfil entre los enfermeros fueron señaladas desde un principio. Marcelo Pereira y Ariel Acevedo se conocían: habían compartido guardias durante casi dos décadas en el CTI neuroquirúrgico de la Asociación Española, pero no actuaban juntos para terminar con la vida de los pacientes. En el interrogatorio, ninguno de los dos aceptó conocer lo que hacía el otro, “pero sí desconfiaban”, me dirá Mezquita. No existían elementos para abonar la versión de una “competencia” entre ellos, como sugirió en esos días un funcionario. Eran opuestos en el vínculo con sus compañeros y sus superiores. Lo que los acercaba, tal vez, era el tipo de pacientes que elegían: “Algunos de ellos eran terminales, aunque por supuesto no se sabía cuándo iban a morir, y los otros porque eran totalmente dependientes de la enfermería, tenían lesiones corporales, y les molestaba a mis compañeros limpiarlos y atenderlos”, dijo Andrea Acosta, la única enfermera que tenía conocimiento de lo que hacían Pereira y Acevedo. Andrea Acosta —cuarenta y dos años, casada, madre de dos hijos— trabajaba desde hacía veintidós años en el CTI neuroquirúrgico de La Española, y fue procesada como cómplice por un homicidio, el del paciente de la cama “5” que figuraba en su mensaje de texto. Ella nunca vio a sus compañeros aplicar una inyección letal en forma directa, le dijo al juez: cada vez que alguno de los dos decía que a un paciente había que “darle una ayuda”, aseguró, ella se retiraba. “Y cuando volvía, el paciente del que ellos hablaban ya había fallecido, o estaba en paro cardiorrespiratorio”. Tanto Pereira como Acevedo le decían lo mismo sobre sus actos: que sólo estaban adelantando lo inevitable, y les ahorraban sufrimiento a ellos y a sus familias.

Marcelo Pereira —cuarenta años, casado, padre de dos hijas— fue procesado por cinco delitos de homicidio especialmente agravado. Ariel Acevedo —cuarenta y siete años, soltero— fue procesado por diez delitos de homicidio especialmente agravado. Al ser detenidos, los dos enfermeros terminaron reconociendo durante los interrogatorios policiales lo que habían hecho, pero ninguno pudo precisar el número de personas a las que habían aplicado inyecciones, ni el tiempo exacto durante el cual lo habían hecho. Cuando ratificaron sus confesiones en el juzgado, a cada enfermero le exhibieron una serie de fotografías de personas que, se sospechaba, podían haber sido sus víctimas. Pereira y Acevedo debían mirar las imágenes e identificar, entre esos rostros, a quiénes habían aplicado sus inyecciones. Éste sí. Éste no.

El reconocimiento de las posibles víctimas fue una de las dificultades que se presentaron, me explica el fiscal Diego Pérez un viernes por la tarde, mientras su mano derecha se apoya sobre el Código Procesal Penal en un gesto reflejo.
—Obviamente, ellos también decían que una cosa es que se les exhiba una foto que muchas veces no está actualizada, y otra cosa es ver un paciente que está entubado, que está demacrado por todo el tratamiento, desmejorado.

Entre las imágenes que les exhibieron, Marcelo Pereira reconoció a cinco pacientes. Ariel Acevedo reconoció a diez personas a las que había aplicado inyecciones. En su declaración, Acevedo estimó que mantenía esa práctica desde hacía “un par de años”, pero que no era “algo para llevar la cuenta”. Marcelo Pereira reconoció que él lo hacía desde un año y medio atrás. Andrea Acosta estimó que las prácticas de sus compañeros habían comenzado hace unos siete años, a razón de dos pacientes por mes. Según su testimonio, el cálculo aproximado de muertes podía llegar a ciento sesenta y ocho, y eso sólo en el CTI neuroquirúrgico de la Asociación Española. Desde marzo, Pereira y Acevedo pasan sus días en la cárcel Juan Soler, a unos cien kilómetros de la capital uruguaya, a la espera del juicio. La cantidad de muertes que pueden adjudicarles todavía es indeterminada.

—Hubo mucho inflado por la prensa, pero sin duda que los tipos fueron asesinos seriales. Si hay más gente que mataron y no se sabe, no sabemos. Pero también hay casos, por ejemplo: una de las pacientes era una viejita de noventa y ocho años que había estado en La Española, que tenía miles de patologías, que lo raro era que viviera. Y que se murió porque se tenía que morir —me dice el doctor Hugo Bielli, un médico veterano, hoy jubilado, que preside la Comisión de Apoyo del Hospital Maciel.

Bielli tiene setenta y dos años, y durante treinta y cuatro fue docente de la Facultad de Medicina. Fue profesor de Clínica Médica en el Hospital Maciel y titular de la cátedra de Medicina Familiar y Comunitaria. Lejos de las trampas del pánico moral y la solemnidad, Bielli tampoco consigue explicarse lo que sucedió. Es evidente que para ser enfermero se necesita una predisposición particular, me dice cuando se lo pregunto, porque las tareas son pesadas y desagradables, y la mayoría tiene sobrecarga de trabajo.
—Ahora, de ahí a matar un tipo porque les molesta lavarlo… eso ya es una cosa patológica.

Entre las cosas que salieron a la luz con las muertes es que apareció el síndrome de burnout (o “del quemado”), un padecimiento que se define como una respuesta al estrés laboral crónico, y afecta en especial a médicos y enfermeros que trabajan en cuidados intensivos. Al burnout se asocian la fatiga crónica, la ineficacia, los sentimientos negativos hacia las personas con las que se trabaja (despersonalización), el agotamiento emocional.
—Eso sucede, y es muy común, pero no lo explica —dice Bielli.

Hace algunos años, recuerda, una jefa de enfermería que cumplía funciones en dos sanatorios, una profesional con excelente reputación, terminó su jornada por la noche, “y fue manejando a la casa y mató a dos personas en el camino con su auto. Quiere decir que salió totalmente trastornada del sanatorio, y se llevó por delante a uno, siguió su viaje, y se llevó por delante a otro. Estuvo presa. Se nubló, o vaya a saber en qué estaba pensando. Realmente, la sobrecarga de trabajo hace cometer errores. Pero eso puede explicar errores, no muertes intencionales”.

Hablamos, antes de despedirnos, de las hipótesis económicas del caso: del alto costo que implica una cama en una unidad neurológica como la de La Española; de la posibilidad de que algunas familias hayan pagado a los enfermeros para que los pacientes tuvieran una muerte piadosa. Todos esos vínculos fueron descartados por la investigación inicial. Otras teorías más extremas que surgieron esos días al abrigo de la prensa amarilla, como la venta de órganos, ni siquiera podían ser consideradas seriamente. Los quince pacientes por los que procesaron a los enfermeros tenían entre sesenta y cinco y noventa años y, si bien no eran todos terminales, todos eran enfermos graves.

A pocas cuadras de la casa del doctor Hugo Bielli se levanta, como una ciudadela vertical, el Hospital de Clínicas de Montevideo, una mole de veintitrés pisos donde se creó el primer Centro de Tratamiento Intensivo que existió en Uruguay, a principios de los setenta. Mientras cae la noche sobre Montevideo, recuerdo una entrevista al médico argentino Carlos Lovesio, autor del libro Medicina intensiva. Hace cuarenta años, decía Lovesio, terapia intensiva era un lugar donde los enfermos iban a morir: un lugar físico adonde llevaban a los enfermos graves para que alguien se ocupara de rotarlos, ponerles un tubo si respiraban mal, pasarles suero, y no mucho más. “Tan es así que la gente no quería ir. En este momento, terapia intensiva es el lugar donde la gente va a vivir o a jugar su esperanza de vida”, explicaba. La medicina intensiva, que ha reducido los índices de mortalidad a menos de 10%, señalaba Lovesio, es una especialidad terriblemente desgastante: “Uno está enfrentado a la muerte, y entonces, uno tiene que tener una idea muy clara de qué es la muerte para poder convivir con ella, lidiar con ella, amigarse con ella, confrontar cuando es necesario, retirarse cuando es necesario”.

Desde donde espero el ómnibus, el Hospital de Clínicas iluminado parece el edificio de un futuro rústico, tal como imaginaban el futuro en las películas de los años setenta.

Uruguay es un país de viejos, me dice un médico con las ojeras tatuadas, como si el hecho estadístico pudiera explicar un poco el escándalo que aún arrastran las muertes. La frase es un cliché popular en “la Suiza de América”, y una verdad numérica. Uruguay es el país con la población más envejecida de América Latina: los nuevos habitantes nacen poco, los viejos habitantes mueren poco. Según el último censo, los mayores de sesenta y cinco años representan 14% de la población total. José Mujica, el presidente uruguayo, tiene setenta y siete años, uno más que el promedio general de esperanza de vida en el país. “No le llevemos a la población la idea de que todos los enfermeros están locos, enfermos o asesinos, no podemos transformar esto en una patología nacional”, dijo Mujica la primera vez que se refirió públicamente al asunto. El caso de los “ángeles de la muerte” supuso una crisis de confianza en los servicios médicos, y las noticias alentaron una “psicosis” colectiva: las semanas posteriores al procesamiento, el Ministerio de Salud uruguayo reunió más de trescientos reclamos por muertes sospechosas. Mujica pidió menos sensacionalismo y más atención a los peligros de la profesión: “Acá hay que revisar si una persona puede trabajar veinte, veinticinco o treinta años en un CTI. ¿Cuáles son los límites humanos cuando usted ve el dolor permanente y la muerte dando vueltas todo el tiempo?, ¿cuáles son las reacciones interiores?”, preguntó.

Después, con la misma calma proverbial, alabó la actitud de la enfermera del Hospital Maciel que desconfió y denunció sus sospechas a la Policía, en medio de una cultura de “corporativismo que mira para otro lado. Es muy probable que si esta señora no hubiera estado en el lugar que estuvo, no nos hubiéramos enterado”.

Nadie quiere saber lo que ocurre donde permanecen los enfermos graves, pienso, mientras ingreso en la Asociación Española, donde trabajan diariamente más de mil cuatrocientos auxiliares de enfermería. La planta baja del edificio principal, a primera vista, es difícil de distinguir de un centro comercial. A lo largo de un pasillo ancho, alto, impecable, pequeños puestos con promotoras ofrecen servicios adicionales a los usuarios. A mitad de pasillo, tras pasar los carteles de Coca-Cola de la cafetería (menú del día: strogonoff de pollo con timbal de arroz), la gente hace fila para subir a los ascensores. A la derecha, junto a la entrada, más gente se distribuye con lógica bancaria en un apéndice amplio, profundo, poblado de ventanillas: para los pagos, para los trámites, para solicitar información. Todo ese aspecto cuidado y eficiente que presenta el acceso a la clínica y sus dependencias, me dirá después Santiago Patrón, nieto de una mujer que falleció en la mutualista, se perdía al ingresar en el cuarto piso, donde funciona el CTI neuroquirúrgico: “Las condiciones del CTI eran patéticas. Los bañaban a los pacientes y abrían las ventanas como si nada. Entraba cualquiera sin un tapabocas, sin nada. Y la higiene: vos entrabas al CTI y estaban los tachos de basura ahí, abiertos, como si nada. Y siempre eran malos tratos. Tenías que pedir siempre para que hicieran las cosas”.

Si bien los tres enfermeros procesados trabajaban desde hace dos décadas en la Asociación Española, el posible homicidio de pacientes allí no apareció hasta que se investigaron las muertes dudosas en el hospital público. El expediente cuenta así la historia de una trayectoria ascendente, ya desquiciada, que llevó la situación a un extremo inocultable: si Marcelo Pereira, que trabajaba en La Española y en el Hospital Maciel, no hubiese actuado de modo tal que llegó a ser relacionado con el aumento de la mortalidad en la UCC, y si una de sus compañeras no hubiese decidido hacer una denuncia a la Policía, tal vez todas las muertes se hubiesen diluido en el silencio.

Dos meses después del procesamiento, en una presentación, el fiscal solicitó al juez que, además de incorporar a la causa las historias clínicas de los nuevos casos, pidiera a la Asociación Española “estadísticas correspondientes a los últimos dieciocho años de las muertes ocurridas en el Centro de Tratamiento neuroquirúrgico”. Llegado el caso, me había señalado el fiscal Diego Pérez, “va a haber que hacer no sólo estudio de historias clínicas, sino también exhumaciones”.

Una tarde gélida de junio, mientras seguía buscando respuestas en Montevideo, entrevisté en su casa al médico forense Guido Berro, ex director del Departamento de Medicina Forense, para saber si era posible determinar la muerte de una persona por sustancias a pesar del paso de los días.

—Tenés los dos caminos: o probar que es una muerte natural, o probar que es una muerte violenta. Ambas cosas te pueden servir. Que encuentres un hallazgo que te explique que es un tromboembolismo pulmonar, un coágulo que tapa las arterias pulmonares, o que en un relevamiento de tóxicos encuentres drogas a determinadas dosis incompatibles con la vida. Pero a eso hay que hacerle una autopsia precoz. Dudo mucho que en las exhumaciones tengan la posibilidad de alguno de estos hallazgos, porque con los días que pasan avanzan los fenómenos de autolisis, de descomposición cadavérica, las drogas se degradan, van desapareciendo.

Lo mismo sucede con las inyecciones de aire, me explica Berro. Si bien es posible detectar una embolia gaseosa con ciertas técnicas, la autopsia se debe hacer en forma inmediata. Y primero hay que sospecharla, aclara, con hábito docente: para encontrar, primero hay que sospechar. Le pregunto, entonces, qué es lo que piensa sobre el caso.

—Yo he visto con este tema tres enfoques —describe—. Un primer enfoque es el que dice: éstos son unos asesinos seriales, que se ocupe la justicia de ellos, no tienen nada que ver con nosotros los médicos y los enfermeros y el equipo de salud; mataron acá porque trabajaban acá. Otro es: tenemos que poner más controles, esto pasó por carencia de controles. Y un tercer enfoque dice: esto pasó porque esta gente está enferma, evoluciona hacia un burnout, hacia un desgaste excesivo, primero no los seleccionó bien y luego no se les dio apoyo psicológico. Yo creo que las tres posturas tienen algo de verdad y no son incompatibles.

La muerte de los otros puede ser un asunto burocrático. Un asunto de maquinarias que alertan cuando se exceden los números, de cuerpos que sólo se humanizan con la mirada que les reconoce una biografía, un conjunto de vínculos y singularidades: la mirada de un nieto, por ejemplo. De las más de trescientas denuncias por muertes dudosas reunidas por el Ministerio de Salud Pública después de que se conoció la historia de los enfermeros, sólo treinta y una pasaron un primer filtro selectivo y fueron elevadas a la Asesoría Legal del ministerio. De esos treinta y un casos, sólo seis fueron remitidos a la justicia. De esas seis historias clínicas, una era la de Lina Amelia Gaudio, fallecida en el CTI neuroquirúrgico de La Española en 2010, después de pasar cuarenta y siete días internada. La historia que me cuenta este mediodía Santiago Patrón, su nieto, de dieciocho años, transita los mismos tópicos de la angustia y de la duda que tiñen mil historias de muertes en los márgenes del sistema de salud. Patrón me habla de una rutina desgastante en el cuarto piso de la Asociación Española, de la lucha cotidiana con los enfermeros para que asistieran a su abuela y la mantuvieran limpia: el gesto con el que recibían sus reclamos, dice Patrón, siempre hacía evidente que estaba molestando.

—Los últimos días, mi abuela estaba al lado de la cabina de los enfermeros. En el momento en que ella estaba por morir, mi tía abuela se acercó en más de una oportunidad y les dijo: “Miren que está mal, está transpirando”. Ella era diabética también. No le dieron bola. Le decían: “No, señora, ella es así, quédese tranquila que no pasa nada”. Cuando fueron, ya estaba en paro cardiorrespiratorio.

Santiago Patrón no sabe, dice, cómo van a comprobar si la muerte de su abuela fue producto de una inyección intencional, o si murió como consecuencia de un deterioro inexorable. No parece haber mucha diferencia: lo que prevalece en su recuerdo es la impotencia, la desolación de esos días de convalecencia, la frialdad con la que fue deglutida por una maquinaria que, para seguir funcionando, necesita reducir personas deterioradas a cuerpos, cuerpos a números, números a criterios.

El mal es una cosa banal. El desconcierto siempre se queda con los vivos.