Foto de portada Viviana D’Amelia
Por María Moreno
Esta es una historia de amor, la de dos que estaban destinadas a no encontrarse más que a través de un lazo profesional en el que la tutela se sostendría siempre del mismo lado; historia jugada, en el mejor de los casos, al relámpago de un entendimiento que solo una de ellas pondría en palabras, pero el diablo —que siempre fue cuir— metió la cola y devino, justamente o con justicia, amor sin nombre aunque escapara a la ley al inventarse a sí mismo en su novedad y subversión ¿Exagero? No: leo.
La Berkins. Una combatiente de frontera es un trabajo antropológico tanto como Operación Masacre es un policial: recoge, a través de una testiga privilegiada —la travestiarca o la Comandante Mariposa Lohana Berkins—, la vida de una comunidad sin comunidad en la versión de una antropóloga a partir de un entre dos que logra hacer conflictiva la propiedad intelectual. Sin duda una pieza clave para un archivo trans como registro histórico para la memoria LGTTBI y monumento gráfico a las compañeras muertas y desaparecidas, al igual que esas travas que, en medio de la Panamericana, como si tuvieran un oído biónico y forradas en lamé, purpurina y otros brillos, saltaban a los árboles ante el sonido de un patrullero, hasta convertirlos en extemporáneos pinos de Navidad; todo el libro escapa, escapa, escapa… en este caso a toda definición alambrada.
Alguna vez me pareció que era necesario diferenciar al académico y al cronista compañero del cafiolo de intensidades. Me refiero a los cazadores oportunistas del relato “fuerte”, “dramático”, esos a quienes les basta prender el grabador y, sin correr ningún riesgo, ni siquiera el de pensar, logran obtener un texto que satisface la sed de sangre amarilla de la prensa o la de exotismo de la universidad; todos con sus agendas de personas trans, mujeres golpeadas, privados de libertad, sobrevivientes a enfermedades terminales, pobres “coloridos” y… (llenar los puntos suspensivos con los nombres de “especies” expropiadas por los textos sensacionalistas). Entonces, se me ocurrió, ¿qué sucedería si se pasara el grabador, es decir, si se socializara un procedimiento que va mucho más allá de la técnica? ¿Si se jaqueara el par expertoobjeto y se hiciera rodar un casete entre pares, fuera de esos espacios tutelados-privados de ciudadanía, gerenciados por la política partidaria o reciclados por la cultura progresista en productos de exotismo pop, y se dejara dominar el grabador a aquellos que, para la ciudad posmoderna, siguen siendo considerados “leídos” por otros y no “lectores”, a pesar de sus múltiples saberes? Este libro, con sus cruces prolíficos y sus invenciones críticas, alienta esa subversión riquísima.
La Berkins. Una combatiente de frontera no es Los hijos de Sánchez, trabajo patrón sobre una familia de extracción popular mexicana del que vivió académicamente y en plan best seller, su autor, el antropólogo Oscar Lewis mientras los Sánchez continuaban su vida precaria. Ni Hasta no verte Jesús mío donde la bautizada Jesusa Palancares donó su voz a Elena Poniatowska sin aceptar ningún intercambio que atenúe la culpa ni desear intervenir en la escritura. Si Jose (perdió el apellido en la trasmutación personal que significó hacer la bio de Lohana y lo recuperaba solo como un estigma cuando, durante las entrevistas, Lohana le señalaba sus preuicios) escribió estas páginas con la utopía de instalarse en un espacio común para saberes académicos y no académicos —tener calle y tener claustro no están divorciados, porque en la calle hay libros no escritos y un claustro sin barro es una bóveda—, dejando que las voces trans se hicieran oír más allá del registro testimonial con que se las suele convocar en las investigaciones convencionales, el cuéntame tu vida no es mera anécdota para la ilustración de una tesis de escritorio, sino una fuerza corrosiva para hacer del conocimiento una interpelación al Estado y una herramienta que nadie puede incautar.
Es decir, La Berkins. Una combatiente de frontera funda una Ley Mariposa que hizo difuminar con el polvillo de sus alas la separación entre expertos/sujetos y cuerpos precarios/ objetos de investigación. Y para mí esta es una experiencia de una radicalidad futura que prueba que, aún en tiempos sombríos, la revolución, supuestamente vencida o muerta, es capaz de levantarse como un zombi para hacer de la vida una revuelta sin jubilación.
Santa Lohana Cuir (un intervalo)
La iconografía popular tiene algo de santuario de ruta y feria americana. Nada de divisas copetudas, retratos ovales o joyas de cara pedrería. La iconografía de Lohana Berkins, líder pluscuamperfecta, no esconde en sus objetos lo menudo amoroso, pero hecho con la laboriosa artesanía del pobre: “India, latina, trava”, solía adjetivarse a sí misma con orgullo. Aquí trato de reinventarla en memoria de su vida brillante, breve, contagiosa de furia travesti y de energía política descamisada (Marlene Wayar sostiene que Lohana siempre fue peronista).
El nombre. Hizo de él una gesta hasta borrar el otro, el del documento. El “Lohana Berkins” —indocumentable para las listas del Registro Civil debido a su exceso de imaginación— significó un autobautismo sin pasado: “Yo siempre fui Lohana”, declaraba la que así se nombró. Es que el nombre propio trans, como el nombre de guerra del militante clandestino, es una cifra más allá de su uso práctico; en cada uno de ellos está la voz de aura de un proyecto autobiográfico que descree del referente, un logo y una voluntad políticos.
La ojota. Paradójicamente, a medida que se fue haciendo militante y colocándose en el “arriba” legítimo de quien habla luego de escuchar a todos y para todos, Lohana fue perdiendo estatura. Es que se había bajado de lo stilettos imprescindibles para el yire que prescribía la forma de guitarrón y el tamaño large que copara la parada. Su bajarse a las ojotas fue el equivalente a cuando Evita se ató el cabello en apretado rodete, cuando Fidel se dejó para siempre la barba selvática, cuando Perón se sacó saco y corbata y se mostró con gorrito de visera, que es el atributo del trabajo a la intemperie. Las ojotas vienen de las ushutas de los incas y tienen algo de esas botas abiertas, hechas con los codos de los potros que los antiguos gauchos usaban para estribar y se dominaban entre el dedo gordo y el que sigue. Las ojotas le servían a Lohana para no separar lo privado de lo público —el dormitorio de la plaza, el piso de tierra del de mármol—, movilizar desde un escenario, o sacársela rápido para ganarle en velocidad al camión celular. La ojota hace a Lohana par de cholos y cholas, liviana en el entrecasa de la causa, usuaria de un elemento barato que se sitúa entre el pobre “en patas” y el urbano zapato.
La comida. Lohana comía mucho y con ganas. Jamás cultivó la anorexia de protocolo que dicta no vaciar el plato, el pequeño bocado pausa tras pausa de lo ahítos (burgueses).
¿Qué hacía Lohana durante la dictadura? Cobraba y comía: “De día andaba por los bares, y siempre me enganchaba un viejo: comía como diez veces por noche. Siempre fui muy despatarrada para esas cosas. A mí siempre me gustó comer, pero se supone que cuando vas a un restaurante con un varón tenés que comer poco y yo trago como una condenada y si me llaman salvaje, no me importa”.
En un restaurante, Lohana solía untar con unción el contenido entero del paquetito de manteca sobre una tostada y comerlo de un solo bocado como el pez grande se come al chico; con los deditos correctamente apoyados sobre los cubiertos, descuartizaba la milanesa a la napolitana y la devoraba con una velocidad de video clip, hasta que el plato quedaba tan blanco que no hacía falta limpiarlo. Comía porque podría no comer mañana, comía porque el rechazar hacerlo es un insulto para los que pasan hambre. Entonces, sus cumpleaños eran banquetes populares chorreantes de locro, empanadas, colaciones, todos platos de la olla cartonera de la cocina latinoamericana, nada de esas fiestas gorilas esnobeadas en pizzas finas como ostias y aperitivos de cuentagotas.
En La Berkins. Una combatiente de frontera, Lohana va dejando su legado teórico-político mientras mastica ensaimadas, ristras de asado, medialunas, Saladix sabor caprese y, al final, esos duraznos que ya deberían formar parte de su mito, como la manzana en el de Adán y Eva. Lohana comía contra el ascetismo de las izquierdas y para tomar una especie de comunión opípara y laica entre sus parientes, amigos y cumpas. Y seguramente la metáfora comunista del pan le haría ronronear de disgusto el estómago.
El micrófono. El micrófono en Lohana era, ante todo, visual. Cuando lo tomaba, transmitía que ella había tomado también la palabra y que, en breve, la iba a arrojar, como quien despliega una bandera, a la multitud; que a través de sus cuerdas vocales la verdad saldría quebrada por la emoción, pero clara en su firmeza irrenunciable. La voz de Lohana era la inscripción en su cuerpo de su lucha. Impresionante como la de esos poetas en quienes la poesía les ha tomado el cuerpo y entonces solo ellos pueden interpretarla (un Ezra Pound, un Néstor Perlongher, una Alejandra Pizarnik).
Hay voces lúcidas y justas, pero que en la plaza chocan contra un muro imaginario de vidrio blindado y no se hacen oír; hay otras que, acostumbradas al diálogo de escritorio ante el juez, el ministro o el puntero, solo pueden llegar a uno por uno a través de un pulseo argumentativo (para la plaza son flojonas y plomíferas).
En Lohana Berkins había una fusión entre su voz fónica y su voz política. Mientras el poder trama voces enteras, cuyo estilo consiste, más allá de su singularidad, sobre todo en elevarse (Perón, Castro, Chávez) y en la repetición hipnótica; la de Lohana era una voz rota, pero no quebrada. Rota porque, siendo una voz de masas y de plazas, debía tener un alcance por sobre el instrumento técnico del micrófono, simbólico. Húmeda, como ahogada por la propia emoción, quizás porque la humedad, que está presente en los fluidos del placer, en el parto y en el cuerpo trabajador, se oponía al llanto.
Había que oír arengar a Lohana en las Plazas del Orgullo: ponía la piel de gallina, aunque ella fuera capaz de disolver su voz en una carcajada: cierta vez, en plena Plaza de Mayo, Lohana llamaba la atención desde el camión de la CHA (Comunidad Homosexual Argentina) con un método infalible: la orden de besarla.
—¡A ver esa feminista que anda por ahí, Josefina Fernández, béseme! Flavio Rapisardi, ¡un piquito! ¡María Moreno, piedra libre detrás de la Pirámide, venga para acá!
Y si no dijo “El que no besa es homofóbico”, es porque todos obedecieron y le dieron un piquito a plaza llena, esa donde ella no elevaba la voz como si no quisiera estar por encima de aquellos a quienes se dirigía.
La panza. Lo del sobrepeso es un detalle. La panza de Lohana era simbólica, una performance corporal. En una foto que le sacó Viviana D’Amelia parece haber una cita de Santa Ana, la virgen y el niño, donde Paula Rodríguez hace de Santa Ana y el niño se supone en el vientre grandote de Lohana (María), aunque también podría no haber niño y ese ser el vientre del Buda de la alegría.
La estampita. El fetiche es metonímico e irrecíproco —el voyeur que goza con la visión de un portaligas negro o de una botita de veintidós botones no necesita de la reciprocidad de la mujer entera—; el talismán es metafórico y quien lo entrega lo hace como un enviado representante de su ser, quien lo recibe, lejos de exhibirlo a la mirada, lo oculta dentro de su ropas; la prenda en cambio es un voto que se comparte. Las estampitas que Lohana solía repartir de su virgen favorita eran prendas de amor devenidas colectivas, para llevar cerca del corazón en promesa secreta de perpetua lucha.
La virgen de Urkupiña. No es María Inmaculada con su sayo celeste cielo, limpia y como intocada, sino una virgen que se ha aparecido entre algarrobales y cactus y no habla con el español de la Real Academia, sino quechua. Lohana creía en un Dios terriblemente femenino (“No sé si será travesti o mujer”), un Dios de perdón (“Si me ha creado, sabe mis debilidades y me ama”), y esta virgen espumosa de puntillas, ofrendada en chiches de pobre, es coartada de reunión y resistencia, olorosa de chicha y harina de maíz, frutos de la Pachamama y de la mano más morocha.
La mariposa. La política de Lohana era de una insurgencia que no separaba la teoría, aprendida más por ósmosis y oído fino que por los libros, de la ruta o la calle; la fiesta-banquete latino, del reclamo en despachos estatales que ella dominaba con retórica irrefutable; la marcha de protesta plena de cantos “desaforidos”, de las ponencias en congresos internacionales con paraninfo y credencial; la mediación astuta y provisoria, de la alianza que lima en acuerdo el variado “entre nosotros”. Cuando decía que el firmamento queer se parecía a la bandera de los Estados Unidos (¡todas estrellas!), abogaba para buscar lo común más allá de los narcisismos separadores y la inversión de la más conocida consigna feminista de “lo personal es político” en “lo político es personal”. Y para bendecir ese legado, santa laica como era, durante la primera marcha de la Colectiva Lohana Berkins, largó, sobre carteles y banderas, una suelta de mariposas. Puede que Facundo Manes tenga una explicación científica, pero no: ERA ELLA que hacía el milagro de un juego nemotécnico capaz de recordarnos el coraje para ser mariposas en un mundo de gusanos capitalista.
Un cuadro, Lohana era un cuadro, pero el hecho de que lo fuera jaquea el sentido de cuadro y lleva la condición de trans a un más allá del género. Y si, según la doxa revolucionaria, un cuadro es un individuo que ha alcanzado el suficiente desarrollo político como para poder interpretar las grandes directivas emanadas del poder central, hacerlas suyas y transmitirlas como orientación a la masa (PD: percibiendo además las manifestaciones que esta haga de sus deseos y sus motivaciones más íntimas), esa escolástica con Lohana ha sido vencida ya que su política desobedece mezclando a Rosa Luxemburgo con la Difunta Correa y oponiendo al verticalismo, la crítica y la invención.
Fotos. Un cuadro tiene la mano educada para el puño, no para la selfie. Cuando Lohana Berkins se volvió famosa, la fotógrafa Viviana D’Amelia le hizo una serie de fotografías que luego expuso. La gente le preguntaba dónde estaba el travestismo. Si se vio la muestra con la clave “vida de una travesti”, se logró encarcelar la mirada hasta que no fue posible tener la fantasía —entre otras— de que se estaba viendo proyectada la vida de una madre con una familia numerosa, encima otra vez embarazada (por la panza) y militante barrial.
Porque ¿qué sería lo travesti de una foto? ¿Lohana desnuda? A veces ella le pedía a Viviana que le sacara una foto “en bolas”, pero se trataba de un pedido ambiguo que no parecía en absoluto asociado a la serie por exponer, realizado más bien desde la espontánea fantasía que cualquiera podría expresar al tener familiaridad con un fotógrafo. Sin embargo, la desnudez de Lohana está presente en las fotos a través de una cita, la de La maja desnuda de Goya, donde ella está extendida en una chaise longue, solo que debe contraer un poco los pies de madraza, aumentativo que alude tanto a su predisposición generosa como a su condición de demasiado alta… ¿Demasiado respecto de qué? ¿Para ser una mujer? No, para esa chaise longue.
En la serie hay una foto de Lohana en su pieza de hotel. Está junto a la pila de ropa de un espacio sin placar, cercada por la heladera y la alacena, ante un mate. Parece estar posando para señalar la precariedad del espacio privado que el Estado le ofreció tanto tiempo a ella y a sus compañeras.