Foto: Mariana Greif

Foto: Mariana Greif

La institucionalización atravesó su vida. “Fue muy dura y muy sufrida”, dice Virginia, mujer trans uruguaya. Pasó por un hogar de amparo, ya que fue expulsada de su hogar a los nueve años. Estuvo recluida en el Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente, cuando tenía otro nombre (ya no recuerda en qué año fue), y luego sobrevivió casi tres décadas en cárceles de adultos.

Sus varios tatuajes tienen que ver con la religión: una mãe, Lucifer, 666, un pentagrama y la frase “La muerte sobre el mundo” adornan su cuerpo. Tiene rasgos indígenas y la piel curtida. Tiene cortes que tapan otros cortes. Anhela volver a tener dientes.

A pesar de que pasó toda su vida en instituciones, no logró aprender a leer ni a escribir. Tampoco pasó nunca por la experiencia de tener un trabajo formal. Los abusos, otro denominador común de las trayectorias de las personas trans, fueron en su mayoría en el marco de esa institucionalización que la signó.

Las más vulneradas

Las personas trans son la población más vulnerada de Uruguay. Expulsadas de todo sistema, sus cuerpos y sus trayectorias atraviesan la discriminación día a día. Según el Censo Nacional de Personas Trans, realizado por el Ministerio de Desarrollo Social y la Universidad de la República, hay alrededor de 850 personas trans en Uruguay.

A pesar de la desconexión con los sistemas formales, menos de 1% de estas personas están privadas de libertad. Las mujeres trans que están presas se encuentran en cárceles de varones, la mayoría en la Unidad 4 Santiago Vázquez. Desde allí, poco antes de salir en libertad, Virginia relata su historia.

Niñez

“Cuando era chica, mi madre y mi padre me exigían que durmiera en el cuarto con mis hermanas, porque no había espacio en el cuarto de los varones. Me crié con ellas. A los nueve años entré a ‘mariconear’: hacía lo que ellas hacían, jugaba con sus juegos y trataba de expresarme como ellas. Un día mi padre me vio depilándome las piernas. ‘Hijo maricón yo no quiero. Vos viniste al mundo para estar con una mujer y para procrear, así que ahora mismo agarras tu ropa y te vas de casa’. Lloré, agaché la cabeza y me tuve que ir de mi casa. Nunca más volví. Enfrenté lo que realmente siento sola e independiente de mi familia. Sobreviví como pude, haciendo de todo menos prostituyéndome. Dormí en la calle, pasé hambre y pasé frío. Al tiempo el Iname [Instituto Nacional del Menor, actual Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay] me sacó de la calle porque no podía estar en esa situación”.

Educación

“Antes de que me echaran de mi casa iba a la escuela. Después nunca pude volver. No pude aprender a leer ni a escribir”.

El primer abuso

“Me llamo Virginia por mi madre. Mi tío me violó, muchas veces. Acá todas las chicas tienen una historia así. A raíz de eso me fui quedando sola. Me sentía mejor sola. Quería destacar lo que soy, quería exponerlo a la sociedad. Pero, por mostrar lo que era, la sociedad me discriminaba, las cosas no eran como son ahora”.

Adolescencia

“Tuve una adolescencia muy cruel. Me hizo ser fuerte. Me endureció el corazón, me hizo tener carácter. También me hizo tomar mucho alcohol. A veces pensaba en volver a mi casa, pero estaba segura de que me iban a correr. Al tiempo, una mãe me dio un lugar en su casa. Me cuidó y me dijo que ella iba a ser mi mamá. Me leía libros”.

Los abusos en el sistema penal adolescente

“Cuando estaba presa en la Colonia Berro me violaron. El abuso que sufrí de parte de los funcionarios me hizo retirarme de la sociedad. Nunca poder denunciarlo me arruinó. La primera vez que me violaron fue mientras me estaba bañando. Entró de golpe el funcionario que nos cuidaba. Estaba de espalda, como toda marica que no muestra la parte frontal. Cuando me quise acordar, el tipo ya tenía el pene adentro mío. Eyaculó. Me dijo que no tuviera miedo. Me limpió y me dijo: ‘No le cuentes esto a nadie porque está en riesgo mi trabajo, yo tengo familia’. También me dijo que a partir de ahí me iba a dar siempre lo mejor. Y así fue: me daba dulce de membrillo, queso, fruta. También me dijo que si me quería ir, que me fuera: ‘Ahí tenés la puerta abierta, pero por favor no me vayas a denunciar’. Le dije que se quedara tranquilo, que no lo iba a denunciar. Yo sabía que eso estaba mal y que me estaba lastimando. Cuando logré salir me encerraba sola en casas abandonadas. Me acurrucaba y lloraba, lloraba mucho. Nunca me animé a hablar por miedo”.

La dictadura

“Me acuerdo de los toques de queda, cuando sonaban las sirenas y me tenía que meter para adentro de cualquier casa porque si no estaba todo mal. Tuve muchos abusos de la Policía en esa época. Me llevaban para la comisaría y era todo abuso. Me golpearon mucho por nada. Me violaban. Se reían, era como que les daba placer lastimarme. Todo eso te genera mucho rencor. Me decían: ‘Si nos denunciás nos ponemos un pasamontañas y te pegamos un par de tiros, a vos por puto te podemos tirar en cualquier lado que igual no le va a importar a nadie’. Por eso nunca pude denunciar”.

La llegada al Penal de Libertad

“Llegué al penal en 1990. Era pleno invierno, nos tiraron con agua helada y nos dieron un jabón que teníamos que usar hasta gastarlo. Se acercó una persona que me vio y se enamoró. Era un brazo gordo, pisaba firme. ‘Ábranle la reja que ella se va para mi celda, se va conmigo, va a ser mi esposa’. Le dio plata a la Policía y me llevó para su celda. Me dijo que no tuviera miedo, que no me iba a entregar a ningún preso y que obviamente si alguna vez lo engañaba me iba a matar. También me dijo que no iba a salir más de la cárcel y que se tenía que fugar. Dicho y hecho: se fugó. Nunca más supe de él. Me dijo que cuando se fugara tratara de cortarme para que me sacaran de ahí, porque donde estaba me iban a matar”.

Ser trans en una cárcel antes de la reforma penitenciaria

“‘Dale pichi, dale puto’. Palazo en los testículos, el palo de la guardia en la cola. No había ningún derecho humano. En ese entonces era tierra de nadie. Antes de que existiera el Instituto Nacional de Rehabilitación [INR] me pasaron muchas cosas. Me sacaban la ropa, me colgaban con las marrocas [esposas] de las rejas y me daban. Pasaban y se reían. Me tiraban vaca podrida [leche] en el cuerpo. Me pasaban de una celda a otra. Me violaban en una, me pasaban a otra, me violaban de nuevo, y así sin parar. Encima tenía que lavarles todo. Con un cuchillo en mano me obligaban a hacer todo. Y si no lo hacía me decían que me iban a matar. Ahí dije: no soporto más esta presión, me tengo que matar. Me embagallé en un calabozo. Era un calabozo ciego y estaba sola. No sabías si era de día o de noche. Ahí me traté de matar. Con una lapicera me corté todo lo que pude. Como me corté también un tendón, todavía me cuesta mover la mano. Empecé a chorrear la sangre por la canaleta para que saliera de la celda. El médico me dijo que estuve a un impulso de terminar de cortarme la arteria. Pasé tres días en coma hasta que me desperté. Cuando me desperté les rogué que me trasladaran al Comcar, sabían que si iba de vuelta al penal me mataba. Venir al Comcar me dio un aliento de vida. Ahora las cárceles cambiaron un poco, ahora sé lo que son los derechos humanos”.

Luz donde no hay

“En la cárcel no es todo malo, también viví momentos lindos. Me enamoré, sentí amor, supe lo que es el calor de otro cuerpo. Poder rascarle la cabeza a alguien, sentir cariño, que te mimen. Esas cosas me fortalecieron y así el tiempo se fue acortando. Estar en pareja en la cárcel te ayuda a rescatarte. En la calle no quiero estar sola, quiero estar con alguien”.

El después

“Hace unas semanas fui a la inauguración de una muestra de fotos en el barrio Peñarol. Fueron mis primeros pasos en el suelo de la libertad. Hacía 20 años que no salía. Vi todo cambiado. Pensé que estaba en Nueva York. Montevideo no era así, cambió todo. Cuando estaba en la calle no existía ni la torre de Antel, ahora hay torres enormes. Antes tampoco existían los teléfonos celulares. Ahora hay mucha gente con celulares táctiles conectados por ahí. Dicen que tienen GPS y que si me pierdo me pueden encontrar usando el teléfono”.

“Cuando salga voy a estar confundida. Voy a extrañar y voy a llorar mucho. Siento que afuera también voy a estar en una cárcel. Me da mucho miedo. Preciso caminar con alguien por la calle, no sé caminar sola. Quiero hacerme la dentadura. Quiero ser alguien”.

“Tengo miedo de irme en libertad, no sé estar afuera. Salgo con miedo porque estuve muchos años privada de libertad. Me asustan los ruidos, los autos. Cuando la gente me vea en la calle no va a entender nada. ¿Y esta de dónde salió? Salgo de una selva para ir a otra selva”.

“No vuelvo nunca más a la cárcel. Perdí tres décadas, me voy con 48 años. A mi me mortificó mucho la cárcel. Podría haber sido menos cruel. Lo importante es que no me morí acá adentro, como muchos que entraron y no salieron. Poder salir caminando y no en un cajón es un privilegio. Tal vez si en mi niñez y mi adolescencia no hubiera sido todo abuso y expulsión, mi camino podría haber sido otro y podría no haber terminado en una cárcel”.

“Ahora me toca salir. Quiero aprender a leer y a escribir. Quiero trabajar, poder generar algo bueno afuera, devolverle algo a la sociedad. Quiero contar lo que pasé para que otras chicas trans no caigan en este lugar”.

*Esta nota fue publicada originalmente en el suplemento Feminismos de La Diaria