Uno de los últimos logros de Trimarco fue Jessica Cativa, una chica de 20 años que estuvo retenida en un burdel y que fue liberada por sus propios secuestradores luego de que su familia, cansada de pedir ayuda a la policía, recurriera a Trimarco. Para llegar hasta Jessica hay que cruzar un basural, una vía, y una tierra atravesada por infinitas estrías de agua inmunda. Abajo, el vaho cloacal lo inunda todo. Arriba, la noche está empezando y se abre un cielo escandalosamente azul. La luna está limpia, se escucha un chamamé. Jessica ceba un mate bajo un tinglado de chapa, y cuenta, sin ganas de contar mucho, que estuvo cuatro días en un prostíbulo. Como se negó a trabajar, la encerraron en un cuarto, la durmieron con pastillas, y para cuando despertó estaba sin ropa. La misma noche del secuestro su madre empezó a buscar respuestas: fue a la Policía y fue a Tribunales. Como nadie la tomaba en serio –“se debe haber escapado de su casa”, le decían- consiguió el teléfono de Susana Trimarco, a quien ya conocía de la televisión. Luego de que Trimarco pateara algunas puertas, y las pateara en serio, Jessica fue liberada en las afueras de Tucumán. Días después, un peritaje revelaría que la violaron varias veces, y el testimonio de Jessica sería incorporado a la causa de Marita Verón.
Desde entonces Jessica vive, sin custodia policial, en la misma casa donde nació: dos dormitorios de chapa, un olor fétido, y un vecindario que la trata como a una mentirosa. Todos piensan que ella no fue secuestrada, sino que se escapó con un hombre. Y nadie quiere escuchar que a Jessica, desde hace unos meses, la están amenazando: le exigen que retire el testimonio de la causa.
—Hace tres días, tres tipos me esperaron a la salida del colegio, me metieron en un auto y me dijeron que si no me callaba me iban a cagar a golpes. Necesito hablar urgente con la señora Susana: ella va a creerme- dice Jessica.
Dice y llora.

Al día siguiente Jessica llega a la casa de Trimarco, pero la empleada doméstica dice que salió a hacer trámites. Jessica se sienta en el living a esperarla, hasta que media hora más tarde, desde la calle, se escucha una voz que grita y se acerca. Trimarco tiene el móvil en la mano y entra al living con fuerza de rompiente. Lleva el pelo arreglado, pestañas con rimel, piel humectada, y un perfume que lo cubre todo.
—¡Ustedes son unos vagos, sinvergüenzas, descarados y payasos! ¿Cómo me van a
decir que se rompió el auto de la custodia? ¡Entonces me traen otro! ¡Mentirosos! ¡Caraduras! Apenas tenga yo mi Fundación no piso más esta maldita casa de gobierno y no le quiero ver la cara a ninguno de los mafiosos que trabajan con usté.
Del otro lado de la línea está el ministro de Justicia de la provincia. Mientras le grita, Susana mira a Jessica, guiña un ojo, y sonríe como si toda la escena fuera un gag. Luego corta, maldice un par de veces más, cuenta que le van a poner un auto nuevo, y cambia de humor con la velocidad con que alguien cambia de sombrero. Su cara ahora se relaja. Abraza a Jessica con una ternura que, de golpe, parece desintegrarlo todo.
Ahora ninguna de las dos habla, pero Jessica llora en su hombro.
—Chiquita –dice Trimarco-. Chiquita.
Son las doce del mediodía y la casa, al fin, queda hundida en un silencio de provincia: los potus cuelgan, el patio está vacío, el piano está cerrado y la felicidad de las fotos tiene la misma lejanía de una portada de revista. Segundos después, Micaela llega con el uniforme puesto y le pide a su abuela, una vez más, que le arregle el cabello.
Ella acepta y la peina con la boca apretada; quizás intenta contener el llanto. La nariz de Trimarco tiene orificios grandes y oscuros. Dos cuevas que se achican y se ensanchan de un modo casi rítmico, como si marcaran el paso de una danza dolorosa y extraña.

Páginas: 1 2 3 4 5