Ella hizo el descubrimiento, el Nobel se lo dieron a su marido

En una reunión de fin de año entre científicos, un varón chocho por sus descubrimientos dijo: "Gracias a los éxitos de la biología molecular y genética ya podría retirarme del campo, conozco todo". Una mujer le respondió: "Hay una flor blanca con un solo pétalo púrpura en el centro. ¿Podés explicar cómo llegó allí el pétalo púrpura?". Esa fue la primera vez que Esther Zimmer le cerró la boca a un varón. Años más tarde hizo el primer bosquejo correcto de cómo funcionan los genes. Su descubrimiento ganó un premio Nobel pero se lo quedó su marido.

Ella hizo el descubrimiento, el Nobel se lo dieron a su marido

Por Danila Saiegh
23/01/2019

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Bronx, Nueva York, 1922. David Zimmer y Pauline Geller, ambos judíos ortodoxos se convierten en padres por primera vez. Esther Miriam nace el 18 de diciembre. Su padre había nacido en Sereth, Bukowina, una parte del imperio austrohúngaro a fines del siglo XIX. De joven se había mudado a Estados Unidos y trabajaba era una imprenta en el Bronx. Su madre era ama de casa. En 1923, David y Pauline son padres nuevamente: nace Benjamin. Su familia era muy pobre: muchas veces solo había pan con jugo de tomate para comer.

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De chiquita Esther le pidió a su abuelo que le enseñe hebreo en lo que fue, sin saberlo, su primer acto de rebeldía. En la tradición judía son los varones los que llevan adelante las ceremonias religiosas. Esther aprendió muy rápido y desde ese momento empezó a oficiar el seder de pesaj de la familia. En la escuela sobresalía del mismo modo, impecables notas. Se graduó a los 16 años.

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Esther quería estudiar bioquímica, pero sus padres y profesores le aconsejaban estudiar botánica porque era una carrera “más apropiada para una mujer”. La comisión directiva del Hunter College de Nueva York no pensaba lo mismo y le otorgó una beca para licenciarse en bioquímica. Se recibió a los 20 años. Con honores.

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Empezó a trabajar en el Jardín Botánico de la ciudad como investigadora, pasó allí un año. Pero el trabajo no le entusiasmaba mucho, así que se tomó el tren y se fue a Palo Alto, California, para estudiar el campo emergente de la genética en la Universidad de Stanford. Estaba muy ajustada de plata, trabajaba como empleada a doméstica a cambio de casa y comida. Para hacer unos pesos extra también lavaba ropa a pedido. “Una vez tuve que comer las patas de rana que usamos para unas pruebas en el laboratorio”, contó alguna vez Esther sobre esos momentos de pobreza. Aún así, en tres años terminó la maestría en genética.

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En julio de 1946 durante una tarde nublada, Esther estaba trabajando en el laboratorio y un joven microbiólogo llamado Joshua Lederberg se le acercó con la excusa de debatir sobre el moho que estaba estudiando. Cinco meses después se casaron. Joshua era tres años menor que Esther, tenía el mismo, o quizás incluso menor nivel académico que su esposa y ya era titular de cátedra. Su trayectoria por la universidad había sido mucho más amena, su beca más abultada y su futuro más prometedor. En 1947, Joshua recibió una oferta de trabajo más interesante y la pareja se mudó a Wisconsin. Él era titular de cátedra y ella, después de una intensa aplicación, recibió una beca del Servicio de Salud Pública para su doctorado. Lo terminó en dos años. Con honores.

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Durante la próxima década, los Lederberg se convertirían en una pareja poderosa en el campo de la investigación genética. En el transcurso de su matrimonio de 20 años, publicaron dos artículos juntos, la mayoría centrados en la herencia genética de las bacterias. No siempre firmaban con ambos nombres. Existía (o existe) la creencia de que cualquier descubrimiento perdía valor científico si se publicaba bajo la autoría de una mujer.

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En 1951, el mismo año que publica su tesis doctoral, Esther Zimmer, de 29 años, descubrió el fago lambda. Un hito de su carrera como investigadora: un fago es un virus que infecta una bacteria. Hasta ese momento se pensaba que siempre al infectarla la mataba. Esther descubrió que, en algunos casos, en vez de matarla le pega su ADN. Así fue que desarrolló la capacidad de transmisión de genes e inauguró el campo de la terapia genética. El descubrimiento de esta posibilidad fue la clave para curar enfermedades.

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Seguramente la gente de Premio Pasteur de la Sociedad de Bacteriólogos de Illinois consideraba que los desarrollos científicos de Esther merecían el premio, pero otorgárselo a una mujer era impensable para 1956. Entonces, por primera vez en su historia, galardonó a un equipo de investigadores: Esther y Joshua. Dos años después, Joshua Lederberg, junto a sus colegas George W. Beadle y Edward Lawrie Tatum, recibió el Nobel por descubrir cómo se reproducen las bacterias. Premiaron a Joshua por un descubrimiento de su esposa. Ni mencionó a Esther. Se separaron al año siguiente y se divorciaron en 1966. Esther conformó un grupo de mujeres divorciadas en Stanford. En ese momento Esther le había dicho a una amiga que el Nobel había sido muy destructivo para el carácter de su esposo, se había creído esa grandeza inflada: “Es un idiota, pronto ambos seremos olvidados”.

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Joshua, aprovechando el reconocimiento Nobel, hizo la transición hacia el estudio de proyectos de alto perfil y altamente financiados que van desde la misión espacial Viking a la inteligencia artificial. También se convirtió en el científico de los medios, escribía columnas para diarios y revistas y hasta aconsejó a distintos mandatarios de los Estados Unidos sobre todo: desde el cáncer hasta el síndrome de la Guerra del Golfo. Esther se quedó en Palo Alto, esta vez con más comodidades pero pocos recursos profesionales. A pesar de sus importantes descubrimientos, Esther fue contratada solo como “científica senior” en Stanford, un puesto muy por debajo de su valor como científica y con poca estabilidad. La científica, consciente de que estaba sobrecalificada para ese cargo, inició una ardua batalla para alcanzar un contrato digno de su formación. El combate, compartido con otras científicas, duró años. Al tiempo que continuó realizando investigaciones sobre genética bacteriana y dando enormes avances para su campo de conocimiento.

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Tras ganar una Beca Postdoctoral en Oncología otorgada por la American Cancer Society, Esther, de 48 años, le solicitó mediante carta a su ex esposo que le devolviera algunas de sus correspondencias con científicos famosos. Él ni le respondió: había usado esas cartas para dársela como regalo a la universidad de Stanford. En 1974, un cambio en la política de aquella universidad por fin nombró a la científica Esther Zimmer, de 52 años, Profesora Adjunta. Si bien este cargo se acercaba un poco más a la justicia, seguía siendo un puesto de poca estabilidad.

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Otro investigador de la universidad, Allan Campbell, en una carta de recomendación que escribió para ella reconocía que cualquier hombre que hubiera hecho aportes científicos de la magnitud de los trabajos de Esther sería reconocido con los más altos cargos. Dijo que era claro que ella merecía un ascenso.

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A Esther le gustaba la música antigua. Gustos específicos: se trata de música clásica europea compuesta antes de 1750. Fue miembro fundadora y presidenta varios años de la Mid-Peninsula Recorder Orchestra desde 1962. Como en muchos casos se trataba de piezas compuestas para ser interpretadas por bailarines, Esther también estudió danza renacentista. Le gustaba la música sinfónica, la ópera, y las operetas de Gilbert y Sullivan. En 1989, un ingeniero nuevo en Stanford llamado Matthew Simon buscaba a alguien que supiera sobre la música antigua. Se casaron en 1993, cuando ella tenía 70 años.

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Esther trabajó hasta los 64 años. En la práctica dirigía el Centro de Referencia de Plásmidos de Stanford, pero sin título. Le pagaban por un cargo más bajo. Ayudaba a facilitar la investigación de ADN para genetistas de todo el mundo. Fue recolectora, catalogadora y curadora de una biblioteca de plásmidos.

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Incluso al final de su carrera como científica ampliamente publicada, Esther seguía enfrentando una flagrante discriminación de género. En las congresos muchas veces se organizaban salidas de compras para las parejas de los investigadores, que en general eran mujeres de los científicos mayoría hombres. A Esther siempre la invitaban. En una entrevista que dio en 1986, el año en que se jubiló, se refirió al Nobel que le dieron a su ex esposo. “Hay que dejar de pensar que los Premios Nobel tienen la última palabra. Son elegidos por un comité que se sienta en Estocolmo. No me lo tomo muy en serio. Muchos premios Nobel obtienen sus premios y salen a hablar de todos los temas con una seguridad increíble. Creo que no deberíamos tomarnos tan en serio este tipo de reconocimiento”, dijo.

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Esther y Matthew se casaron en 1993, ella tenía 71 años. Después de jubilarse, pudo leer todo lo que no podía mientras se dedicó a la investigación científica. Sus gustos iban desde obras clásicas y contemporáneas de autores como Gore Vidal, Ursula K. Le Guin, Margaret Atwood y Michael Crichton. También había armado un grupo de lectura para compartir y debatir las obras de Charles Dickens y Jane Austen. El 11 de noviembre de 2006, Esther, de 83 años, murió en el Hospital de Stanford de neumonía e insuficiencia cardíaca congestiva. Hizo un enorme aporte como científica experimental, pero, como siempre, los obituarios del mundo destacaron su cálida personalidad y gran afición por la música clásica.

Danila Saiegh
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