El sueño piquetero de Darío Santillán

A Darío le preocupaba la seguridad no solo en el piquete sino en el barrio: aprendió que una organización aislada de la sociedad, vapuleada por los medios masivos, está regalada a los palos. La noche previa al 26 de junio, no pegó un ojo. Fue el primero en llegar al local del barrio La Fe. No llevaba capucha, sentía que su campera nueva era su armadura.

El sueño piquetero de Darío Santillán

24/06/2022

Por Martín Azcurra 

Fragmento del libro “2001. No me arrepiento de este amor”. de Editorial Chirimbote / El colectivo. 

Darío no paraba de pensar “el cómo”. Mientras escribía “Hermética” en su pupitre con una birome azul, su mente maquinaba cómo sumar a más compañeras y compañeros a la defensa de los derechos estudiantiles. Habían armado la Lista Roja, pero nunca pudieron ganar el Centro de Estudiantes. Su madre, enfermera de una enorme vocación de servicio, había fallecido hacía poco, y no tenía ganas de ponerle tanta energía a las discusiones con la directora de la escuela. Pero además, en ese momento, una nueva forma de lucha atrajo toda su atención.

Otra pueblada había hecho temblar el país. En medio de una protesta en la ruta nacional 34, un policía uniformado se acercó al piquete, se corrió el protector del casco y disparó en el rostro de Aníbal, un obrero padre de cinco hijos. Las y los pobladores de Mosconi y Tartagal no lo podían creer, ni tolerar. Tomaron la comisaría, la empresa de luz, la municipalidad y el diario local. Vacías y con las puertas abiertas, las casas evidenciaban bronca e indignación. El pueblo entero subía, pisando fuerte por el valle, hacia las rutas ensangrentadas. Los ecos de su paso indignado llegaron hasta el corazón de Buenos Aires y le dieron identidad a una nueva fuerza social de la que Darío no quiso estar al margen. La Coordinadora Aníbal Verón, que nucleaba a los Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) del conurbano bonaerense, crecía al calor de los piquetes, las asambleas barriales y las tomas de tierras. 

Marta Korn lo conoció en Don Orione, mientras daban sus primeros pasos de militancia social: “Fue fundador del MTD Almirante Brown, desde marzo del 2000, hasta fines de 2001, cuando se va al MTD de Lanús. Fueron procesos de mucha experiencia y mucho aprendizaje permanente. Si bien era un pibe ­joven, parecía más grande, no solo por su aspecto, tenía barba y era grandote, sino porque estaba muy comprometido, no era común que un pibe tan joven esté tan atento a lo político. Pero también era muy humano, muy sociable y por eso lo quería todo el mundo, gente joven y gente grande. Las mujeres grandes lo querían como un hijo. Mi vieja lo quería un montón. Era un compañero que te iba a visitar a tu casa si un día no te veía. Él atendía esas cuestiones que a veces no se tienen en cuenta”.

Un barrio de trabajadoras y trabajadores humildes forjó sus códigos y su solidaridad de clase, que poco a poco fueron mutando en acción revolucionaria. El motor fue el mismo de todos, la crueldad cotidiana a la vuelta de la esquina. En su pieza de sueños infantiles, circulaban ya libros sobre luchas latinoamericanas y voces de fantasmas. Y mientras, pienso que un gran error de los milicos fue no permitir la sepultura de las víctimas, porque todavía siguen dando vueltas entre nosotras y nosotros, desvelándonos con un gran sentimiento de injusticia. Una noche, en una peña, Darío recibió el traspaso de mando. Con un vino de por medio, como agua bendita, el viejo militante le había depositado su herencia, con la energía reparadora que se traga en el exilio. 

“Nos pesa mucho la valoración de todos aquellos que dieron la vida, más de 30 000 compañeros que pelearon por lo mismo que estamos peleando hoy. Lo que sentimos en carne propia es que somos los mismos que pelearon en aquellos años. Somos la continuidad de esa historia”, contó Darío en una de las últimas marchas de la Resistencia que hacían las Madres de Plaza de Mayo a la que asistió.

No bastaron las comodidades para quedarse en casa; Darío dejó todo por el MTD de Lanús y se sumó a la toma de seis hectáreas abandonadas del barrio La Fe, en Monte Chingolo. Pensaba instalarse junto con su hermano Leo y contribuir desde allí al fantasma de la rebelión que se acercaba presuroso desde las provincias. Noche y día aguantó tormentas, calor agobiante, chapas que se volaban a mitad de la noche, riñas por el pan y la leche y, sobre todo, la espesa tensión por el desalojo inminente. Por todo lo que era Darío, fue el vocero de las y los pobladores, el primero en contener a la policía del intendente municipal “Manolo” Quindimil cada vez que les rodeaba amenazante. Desde un principio, en la toma y en las rutas, tuvo que vérselas cara a cara con las fuerzas de seguridad. 

Fue así que, a la par de su conciencia, Darío fue formando su cuerpo como un guerrero. Conciencia y cuerpo se fusionaron en la lucha. Eso lo hizo un militante integral, como he visto pocos en mi recorrida por las organizaciones populares. Darío no se quedaba en los libros ni se escondía en lo social, sino que su fuerza, su acción, estaba dirigida hacia un norte que si bien no estaba claramente definido se iba dibujando a medida que avanzaba. Hubiera construido un partido o un ejército si eso favorecía la lucha. Su principal desconfianza era con los charlatanes de la política. Para Darío, un militante formado al calor de la lucha, cada avance personal significaba un avance colectivo. 

Muchas pibas y pibes como él se formaron igual, al frente de los primeros piquetes, esos en los que se corría peligro de verdad, en medio de una autopista alejada de la ciudad, rodeados de cientos de policías preparados, sin cámaras de televisión, con la bruma de la mañana confundiendo los rostros. Y al día siguiente, temprano, de nuevo a laburar en la Bloquera. Porque la lucha era todos los días.

Mariano Pacheco, compañero de Darío, cuenta que “la Bloquera en ese momento era como un mega proyecto. Antes los proyectos eran una huerta, hacer pan casero, un roperito. Los vecinos tenían que aprender a manejar las máquinas, ver dónde colocar los productos, tener una política en ese sentido, sobre todo en medio de una gran crisis. Y era muy importante políticamente para nosotros todo lo que se generaba a partir del proyecto productivo. La conciencia del trabajo, las relaciones solidarias, tener iniciativa y no esperar tanto de los de arriba. Otros grupos hacían hincapié en la movilización y nada más”. 

Darío aportó un ingrediente fundamental para la visión transformadora de los movimientos de nuevo tipo, que se diferenciaban de las prácticas clientelares de otras organizaciones de base, en el rol pedagógico de la lucha. Las noches interminables en el asentamiento leyendo al Che a la luz del fogón no fueron en vano. Darío comprendió que la fuerza, el valor, el aguante, provenían de la conciencia, que se formaba caminando sobre terreno firme. De nada sirve luchar si no sabemos contra quién. De nada sirve destruir si no sabemos qué construir. Darío estaba en todos los espacios donde esa conciencia se moldeaba: en la toma, en la bloquera, en las asambleas, en el frente. 

Su presencia completa en el MTD fortaleció su perspectiva de construcción, contra el piqueterismo que tenían muchos otros movimientos. Nosotros somos un movimiento de trabajadores desocupados y hay una construcción de todos los días de la organización del trabajo y del movimiento: las distintas instancias y áreas, los grupos de prensa, las finanzas, las relaciones con otros sectores, etc. Necesitamos que esto se difunda, que se sepa que no solo tiramos gomas en la ruta, sino que tenemos un trabajo real. Hasta ahora hemos tratado de reflejar eso más que nada, aunque a veces están más interesados en el fuego de las gomas que en la construcción real de la organización, que es lo que más cuesta todos los días”, había dicho en una entrevista a Indymedia

Sin embargo su claridad se mezclaba a veces con una ansiedad atolondrada, propia de una persona con apenas 21 años, un arrojo constante que no le permitía parar la pelota para ver más allá. Darío había abarcado el espacio con sus anchos brazos, pero no había podido abarcar el tiempo, que es otra de las condiciones fundamentales para la formación de la conciencia. Joven, muy joven, daba saltos por tierras poco conocidas. La historia se repetía en él. La corta y abrupta experiencia de las organizaciones de los años sesenta y setenta no había bastado para que los movimientos piqueteros de hoy tomaran nuevos recaudos. Consolidar y golpear. Crecer y aprender. Parar. Ver. Y después seguir. 

La fuerza del pañuelo

Cuenta Alberto Santillán, su padre orgulloso: “Cuando se inundaba una parte de Solano y de Quilmes, Darío era de los primeros en ir a ayudar, golpear las puertas de las iglesias y los colegios para la gente que se le había inundado la casa. Era de los primeros que recorría los almacenes y los supermercados para conseguir comida para la olla popular… Y después, en el colegio, tuvo mucha actividad en el Centro de Estudiantes. Había empezado a ver que la historia no era como se la contaron, que había otra historia, que había caídos, desigualdad, injusticia social.” 

Darío ponía a prueba sus ideas en la acción solidaria y protectora de las demás personas. Quizás por eso estaba muy preocupado por la seguridad de las compañeras y compañeros, no solo en el piquete, sino en el barrio mismo, donde la policía y las patotas municipales atormentaban a quienes habían sido vistos colaborando con el MTD. Así lo conocí. Nos juntamos para mejorar la comunicación interna del movimiento y la prensa durante los cortes. Lo que aprendimos juntos fue que una organización aislada de la sociedad, vapuleada por los medios masivos, está regalada a los palos. 

Así fue que empezamos a pensar cómo organizar un grupo de prensa, sumar algunes pibes del barrio con ganas de ayudar y algunas doñas que querían aportar lo suyo. Por momentos andaba todo bien, pero la mayoría de las veces teníamos que remar contra la corriente. La experiencia fue frustrante. En las zonas castigadas por el abandono, se hace difícil lograr una participación regular. Más de una vez tuvimos que recorrer el barrio, atravesar terrenos baldíos, golpear puertas de cartón o aplaudir frente a una reja amenazados por perros patovicas para recordar la hora de reunión. De tanto en tanto hacíamos algún material de difusión o una nota que luego publicábamos en la agencia de noticias o recopilábamos artículos de diarios que les servían a les compañeres para analizar la situación que se venía. Darío era un gran caminador, incluso políticamente. Su paso errante por las calles de tierra, su hombro siempre dispuesto para levantar casillas de chapa, sus intentos fallidos de tener un rancho propio son signos de una generación que no se resignaba a que le arrebataran los espacios. Mirando para atrás, creo que él, como otras personas de su edad, todavía no se había encontrado, pero estaba en la búsqueda. Ladrillo por ladrillo levantaba las paredes de su casa interna. 

Una vuelta estábamos en la biblioteca archivando los materiales de difusión del movimiento, con Valeria, una estudiante universitaria que se había ofrecido a colaborar, cuando un llamado telefónico nos interrumpió abruptamente. “¡Estamos en el Banco Nación y la poli nos quiere hacer cagar!”, se escuchó. Un grupo de desocupados estaba protestando porque hacía dos meses que no cobraban. No había tiempo de tomarse un colectivo, así que llamamos un remís, un auto medio destartalado de un vecino del barrio. Con su mano enorme, Darío tomó una madera que yo no podría haber sostenido con mis dos manos juntas. Tan grande era que no entraba en el auto, así que lo llevó todo el camino afuera de la ventanilla. Yo miraba la cara del remisero, que para mi sorpresa manejaba despreocupado, como acostumbrado a la escena. Cuando llegamos, Darío se puso al frente para organizar la defensa. Por suerte no pasó nada. Después del susto, cotidiano en los MTD, yo pensé que Valeria no iba a volver más. Otro prejuicio estúpido. 

Por su firmeza, Darío se había ganado un lugar. En los bordes de la sociedad, les pibes del barrio se habían hecho legión. Ellas y ellos llevaban en sus espaldas el costo de la crisis de los años noventa, bajo una sombra que no dejaba ver una mísera luz al final de ningún camino. Hijas e hijos de padres deprimidos por la destrucción del empleo, de madres que se habían puesto la familia sobre sus espaldas y de una democracia mal parida. Sin embargo, mientras el viejo estaba en casa durmiendo o afuera haciendo una changa, elles sostenían con su fuerza joven la ­construcción del movimiento y el piquete, protegiendo a las doñas y las niñeces. Con sus caras cubiertas descubrieron en la primera línea de combate la dignidad perdida. Gorro y bufanda, capucha zapatista, remera atada en la nuca, pañuelo palestino, ojos preparados para aguantar: protección y símbolo. 

Ya en junio de 2002 la unidad de los movimientos piqueteros era un hecho. La reunión de “interprensa” de la Coordinadora Aníbal Verón, cinco días antes del corte al Puente Pueyrredón, tuvo lugar en Monte Chingolo. Llegué temprano y no había nadie en el local. Un vecino me dijo que Darío estaba en la casa de la novia, al lado de la biblioteca. Me atendió en calzoncillos con una campera de cuero negra. “¿Viste la campera que pegué?”. Pusimos la pava para el mate arriba de una garrafita. Un nene salió de la habitación y se le sentó encima, mientras conversábamos de lo que se venía. Tres días antes, el secretario de Seguridad del gobierno nacional, Juan José Álvarez, había sentenciado: los intentos de aislar totalmente la Capital serán considerados una acción bélica”

Mientras organizábamos la prensa durante el corte, Darío se reunía con las áreas de seguridad de los movimientos. Sabían lo que tenían que hacer: cuando las papas quemen, aguantar al frente lo más posible para que las personas de más atrás, viejitos y doñas con sus crías, pudieran retirarse en orden. Así fue siempre y así tenía que ser ahora. Aunque Darío había empezado a repensar las formas de hacer los piquetes. Un mes antes había hecho unos apuntes en su cuaderno: “De nada sirve tomar posición en 2 o 3 filas cuando ni siquiera se sabe utilizar un palo (cuestión que ya no sirve porque los represores conocen bien nuestras capacidades y limitaciones): Políticamente, creo que es incorrecto: hacia adentro los compañeros de los piquetes se sobreestiman al verse muchos encapuchados y con palos y a veces se ceban muy mal, sea frente a los transeúntes o a la policía. Hacia fuera, aunque prácticamente no existe un rechazo hacia los piqueteros, lo que genera una formación de `encapuchados con palos´ es una especie de temor en la gente que se encuentra en las inmediaciones. Además, siempre es funcional al manejo despectivo de los medios masivos de comunicación”

La noche previa al 26 Darío no pudo pegar un ojo. Fue el primero en llegar al local del barrio La Fe. A las 9 se repasaron los motivos del reclamo y los criterios generales de seguridad, y los 200 compañeros y compañeras fueron saliendo, por grupos, en el colectivo 17 hacia la estación Avellaneda. Darío no llevaba capucha, pero sentía que su campera “nueva” era su armadura. Solo después, cuando su mirada de combatiente alcanzó a ver las maniobras del enemigo apostado en los dos puentes y la avenida principal, con las cuatro fuerzas de seguridad actuando en bloque como nunca antes se había visto en democracia, pidió prestado un gorro, una bufanda y un palo. El monstruo estaba justo enfrente, con los ojos desorbitados y los colmillos sedientos.