El show de la guerra contra las drogas

A 10 años del fallo “Arriola”, en el que la Suprema Corte de Justicia declaró inconstitucional la represión de la tenencia de drogas para consumo personal, el 20 de agosto más de 50 especialistas nacionales e internacionales participarán de un mega evento en el Congreso Nacional. En la previa de esa jornada, desde RESET (una de las 20 organizaciones que organizan y convocan) adelantan el debate sobre las políticas públicas, la criminalización, la demagogia y la espectacularización.

El show de la guerra contra las drogas

14/08/2019

Por Ileana Arduino y Mariano Fusero, de RESET Políticas de drogas y Derechos Humanos.        

Lo que se nos presenta como “resultados” de la política de guerra contra las drogas es un eje central de las acciones publicitarias del gobierno: montajes a la altura de la estética tira tiros que inspiran las políticas de seguridad en los últimos años. Como característica principal, carecen de rigor técnico y son nocivas acciones de propaganda.

La insistencia en la política de guerra contra las drogas podría ser superficialmente leída como un problema de ignorancia o desactualización de quienes tienen las riendas de tales políticas e, incautos o desprevenidos, caen en el gastado cuento del combate narco ya abandonado incluso por quienes en otro momento fueron fervientes entusiastas.  Pero no. La guerra contra las drogas funciona exactamente como algunos esperan que funcione. En primer lugar, mantiene vigoroso un mercado ilegalizado que permite desplegar recursos represivos sobre los mismos de siempre con un cuco bastante bien montado hace décadas para criminalizarlo todo con sólo invocarla. “Todo es droga” no es un desvarío, es una muestra clara de que se reconoce la potencia criminalizante, la intensidad de esos dispositivos, en tanto técnicas de gubernamentabilidad.

Además, el mantenimiento del show criminalizante facilita la circulación de dinero entre esas artificiosas fronteras entre mercados legales e ilegales (no hay velocidad en la reproducción del capital financiero sin auxilio de esas economías).

Por último reduce a cotillón en no pocos casos las declamaciones de soberanía territorial y política pues, agotado el cliché del comunismo y afines, drogas y en un sentido más amplio “el crimen organizado”, son enemigos contextuales que brindan excusa privilegiada para la injerencia externa en nuestros países, usándolos como pretexto para encargarse de lo que importa: imponer condiciones y aminorar los atisbos de autodeterminación soberana. En ese sentido, el informe elaborado por el CELS “La guerra interna. Cómo la lucha contra las drogas está militarizando América Latina” indica que los programas de financiamiento de EUUU en nuestra región “no contienen indicadores de resultados ni mecanismos de evaluación estandarizados para analizar si son eficaces para cumplir sus objetivos [declarados]. Las embajadas estadounidenses funcionan como interlocutoras sobre la situación local y tienen un poder alto de decisión sobre lo que se considera prioritario en cada país (..) A esto se suma la reducción de la transparencia en la asistencia y en las operaciones militares. Entre 2010 y 2018 más de US$1.300 millones fueron asignados a países sin especificar, a través de una partida presupuestaria para el ´hemisferio occidental´ en general. En 2010 estos fondos inespecíficos representaban el 5,5% del presupuesto total asignado a América Latina. De acuerdo con lo solicitado para 2019, ese porcentaje escalaría al 42,4%”.

No son, mal que nos pese, patrimonio de sectores conservadores o autoritarios. Como señaló Mariana Souto Zabaleta, más allá de que Naciones Unidas matiza la importancia asignada al volumen de incautaciones para considerar el éxito o fracaso en materia de drogas, “(…) Es posible recorrer a lo largo del tiempo reiteradas expresiones públicas de altos funcionarios vinculados al problema del narcotráfico, marcando la supuesta eficacia de su accionar en términos de la cantidad de estupefacientes incautados”.

Pero, reconocido que no es patrimonio de gobiernos autoritarios, reconozcamos que ellos tienen una ventaja. A diferencia de las improntas de gobierno comprometidas con el bienestar y la efectividad de los derechos, éstos esquivan ese problema pues las consecuencias desastrosas a las que nos conducen, criminalización mediante, son un eslabón más en la secuencia de políticas de destrucción y desmantelamiento de derechos que forman parte explícita de sus programas de gobierno.

Los hits comunicacionales del cuento de la guerra contra las drogas

¿Cómo se intenta disfrazar de éxito este mamarracho? Hay dos o tres discursos que no por zonzos y repetidos dejan de ser eficaces en el plano de la demagogia comunicacional. Y permiten ostentar mucho preso, mucha droga, muchos daños. Rendición de cuentas, no tanto.

No hay quien no caiga en la tentación de ostentar la más grande incautación, la más grande cantidad de presos, el mayor aumento del valor de la droga en las calles. Esos resultados sólo pueden seguir mostrándose como éxitos si el mercado sigue creciendo en la ilegalidad.

Por ejemplo, todo el tiempo se renueva un récord de incautaciones. Se despliegan helicópteros, paquetes, billetes, celulares, plantas, plantines, policías pertrechados rodeando la escena, unos dos o tres perros, infaltables. Dirán “golpe”, “peligroso”, “trabajo minucioso de investigación”, luego prometen “no dar tregua”, y se repite una dos o tres veces seguidas “narco”, “banda”, “peligrosa”, se resalta “el profesionalismo policial” y se revolean cifras a las que se califica de “récord”, “inédita”, “nunca vista”. Cada tanto una quema de drogas, según dicen y certifican actas de todo tipo y color.

Pero lo que no aparece nunca es ¿cómo se acredita ese récord? ¿respecto de cuál cifra anterior? ¿en relación a qué momento se compara? ¿cuánto es lo incautado respecto de todo lo que estiman circula? Por ejemplo, según datos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, UNODC, año tras año se incrementa la producción y diversificación de sustancias prohibidas, llegando a la actualidad a récords históricos. Sólo en cocaína se estima que circulan en el mundo 2000 toneladas por año. Probemos medir impacto según las reglas de la incautación. El pasado febrero el gobierno informó que entre 2015 y 2018 se incautaron 26.724 kilos de cocaína, o sea 26.7 toneladas. Si relacionamos esa cifra con el circulante mundial durante esos tres años, de aproximadamente 6.000 toneladas, concluimos que se incautó el 0.445% del mismo. Considerando que Argentina es uno de los países con mayor consumo de cocaína en la región, su aporte en materia de incautaciones pareciera irrisorio y sobreactuado.

Hermoso dato para comparar cuánto costó en recursos públicos y en afectaciones de derechos. Si pensamos en quienes se benefician del negocio y quienes se ven alcanzados por el brazo punitivo del Estado, la pérdida de esos porcentajes al final del día son costos operativos mínimos por más que en nuestras economías diezmadas esas cifras nos escandalicen.

En otras palabras, el aumento de confiscaciones podría estar relacionado, por ejemplo, a un aumento del circulante de drogas en nuestro país producido por una mayor negligencia o permisividad en el control fronterizo, la elección del narcotráfico de asentarse en el territorio debido a cierta connivencia institucional/judicial/empresarial y policial que de repente se ve alterada, o bien porque se revolean procedimientos para disciplinar incumplimientos mafiosos, cuando es necesario reordenar los negocios. Al fin y al cabo, es otra forma de “bajar” al territorio. También puede impactar en el circulante un incremento del mercado interno de consumo, entre muchas otras variables posibles.

Más incautaciones sólo es eso: más droga incautada.Nada dice sobre lo que circula y por lo tanto, menos dice aún sobre todo aquello que sigue circulando. Incluso puede sugerir algo obvio: que circula más y no menos droga, tanta, que es más probable incautar. En el Reporte publicado por el Observatorio de Drogas y el Ministerio de Justicia de Colombia, se advertía ya en 2014 que “La fiscalización de sustancias químicas y precursores por sí misma no debe considerarse como una meta sino como un medio para reducir no solo la oferta lícita de drogas sino el impacto que dicha actividad tiene en la seguridad, la economía y la gobernabilidad y por ello, su éxito no debe medirse simplemente en función del volumen de las incautaciones (…) Las cifras de incautaciones deben tomarse con cautela debido al desconocimiento de las purezas de las drogas incautadas”. Aquí, tal como aparece publicada en la propaganda oficial la información, sucedería exactamente todo lo contrario.

Esto conecta con el segundo cliché: festejar (aunque usted no lo crea) el aumento de la cantidad de personas privadas de la libertad. Junto con la cifra de incautaciones informada en febrero, se informó que en esos mismos 3 años había aumentado un 145% la cantidad de personas detenidas por violaciones a la ley de drogas 23.737.

No obstante el fracaso estructural que para cualquier democracia que se precie debería ser, de por sí, el incremento sin pausa del número de personas presas respecto de la población en libertad, el conteo es ofrecido y publicitado como garantía de calidad en las políticas de seguridad. Esos datos son además acompañados por imágenes selváticas, monte, policías militarizadas y cuando no, la imagen escandalosa de algún operativo en el que se atrapó un “pez gordo”.

Pero si nos tomamos en serio los datos, y salimos de la acción de propaganda para asomarnos a la realidad carcelaria que es donde se deposita el “éxito” de la guerra contra las drogas, veremos que esa cifra violenta se alimenta de existencias muy alejadas del estereotipo narco y de los supuestos beneficios que se les endilgan, sin beneficio de inventario.

Por un lado muchas personas empobrecidas, con sobre representación de migrantes y un impacto en razón de género que suele a lo sumo concitar miradas miserabilistas y con suerte piedad, pero que debe ser leído como correlato de la esclavización creciente en los mercados de trabajo entre los cuales, los ilegales cuentan con ventajas comparativas para captar mano de obra entre quienes se encuentran más interseccionadxs por violencias varias. Por supuesto si pensamos en el grado de participación de ganancias  en el negocio del tráfico, se ubican en posiciones completamente subalternas, sin ninguno de los beneficios económicos cuantiosos que genera un mercado ilegalizado. Como declaró Luciana Boiteux, criminóloga y abogada brasilera especialista en estos temas “la guerra contra las drogas es una guerra contra las mujeres. Veamos los datos. El sistema encarcela proporcionalmente a más mujeres por tráfico (…) Y si se sostiene ese crecimiento, en los próximos 20 años vamos a estar más representadas en las cárceles que en los parlamentos”.

A eso se suma la persecución sobre personas que consumen, entre las cuales se encuentran quienes optan por guarecerse del mercado criminalizado y, por ejemplo, autocultivar sus plantas. En lugar de avanzar por el lado de las experiencias reguladoras que son producto del fracaso del paradigma de “guerra contra las drogas” y tienen resultados que desnudan las falacias del prohibicionismo, se los persigue en base al kit básico de la mala política: denuncia anónima, show policial, violencia institucional, proceso judicial que según los propios datos del Estado en promedio insumen no menos de dos (2) años, uso ilegal de la prisión preventiva, etc.

La política demencial que ensalza slogans de “todo es droga, la guerra alcanza a todos”, favorece el crecimiento de la respuesta punitiva, ya sea más o menos informal, porque las policías mantienen en la penalización del consumo una cantera para despuntar el vicio de la violencia sobre jóvenes previamente seleccionadxs y estigmatizadxs, impactando en las cifras de encarcelamiento.

No es una preocupación menor, conforme el criterio que fijó la Corte Suprema en el año 2009 en el caso “ARRIOLA”. Esta concentración de recursos en la política de persecución, la vigencia como delito de la tenencia para consumo, y los peligrosos contornos de distinguir entre consumos legitimados, como el uso terapéutico, y sobrecriminalizar el uso recreativo, mantienen a las personas rehenes de un tironeo institucional.

Vivimos en un país cuya Corte Suprema dijo hace 10 años que tener drogas para consumirlas personalmente, por las razones que cada uno quiera, no puede ser delito. No por capricho, sino porque eso viola la Constitución y un conjunto de derechos humanos que hacen a nuestra democracia. Consumir drogas y  tenerlas a disposición es una acción privada que hace a la autodeterminación personal y soberanía sobre nuestros propios cuerpos, que nunca puede ser objeto de criminalización. Despenalizar la tenencia de drogas y otras conductas relacionadas al consumo, no es una opción política, es una obligación constitucional.

La despenalización elimina la condición de rehenes de los mercado ilegales, pero también de las policías y las políticas mesiánicas que ofrecen sacrificialmente nuestras libertades como muestra del acatamiento a intereses geoestratégicos de corte imperial.

Alcanza con correlacionar la existencia de procedimientos fraguados o expansión del aparato punitivo sobre personas que consumen, en aquellos lugares donde incluso se formaliza el incentivo en asignación presupuestaria. Los costos habituales de esos “incentivos” suelen ser corrupción, violación de derechos humanos, estigmatización de comunidades enteras con espectacularización televisiva mediante. Esa perversidad de incentivar incautaciones y detenciones sin control como condición para la política presupuestaria, funciona hacia el interior de los Estados y como mecanismo de presión desde el centro a lo que es considerado regionalmente, periferia. Allí  también, como muestran análisis como los de Michelle Alexander, hay que buscar las razones por las cuales se viene expandiendo a escala planetaria la tasa de encarcelamiento con sus clásicos sesgos sexistas, clasistas y raciales.

Los abordajes criminalizantes y demagógicos como los desarrollados hasta la actualidad, no han traído más que fracasos anunciados a nivel mundial, creciendo exponencialmente los consumos de sustancias, incrementando el negocio ilegal en manos del crimen organizado, afectando innumerable cantidad de derechos humanos de la población usuaria y corrompiendo la institucionalidad de nuestros países, entre algunos de sus efectos adversos. Es lo que se denomina “el fracaso de la prohibición” y la realidad por la cual avanzan abordajes regulatorios de las sustancias hasta en los países que fueron mentores del prohibicionismo a nivel mundial. Abordajes más sensatos, humanitarios y realistas, aunque no sean tan redituables en términos de demagogia punitiva electoral.

También el horizonte de recuperación de derechos que nos proponen deberá ocuparse de este frente, que no involucra a algunxs, es con Todxs.