Roberto Valencia. Sala Negra. El Faro.
1. El problema.
En octubre de 2009, cuando el gobierno encabezado por Mauricio Funes daba sus primeros pasos en un ambiente de esperanza por los cambios positivos que en teoría se avecinaban, el comisionado Douglas Omar García Funes, entonces director del Centro Antipandillas Transnacional de la Policía Nacional Civil (PNC), me concedió una entrevista en la que le pregunté por el número de pandilleros que había en el país. “Manejamos que en El Salvador hay unos 16,000 o 17,000”, respondió, y de inmediato agregó que la cifra iba en aumento: la estimación giraba en torno a los 11,000 apenas cuatro años antes, en 2005.
Hoy, junio de 2012, el Ministerio de Justicia y Seguridad Pública admite sin pudor que los pandilleros brincados son no menos de 62,000, cifra salida de un estudio de campo que ni siquiera abarcó todos los municipios del país. Incluidas sus familias –cada vez más involucradas o dependientes de las actividades ilícitas–, la estimación oficial eleva a casi un cuarto de millón los salvadoreños ligados directamente a las pandillas. Son más de 200,000 personas, y esto sigue creciendo, ha dicho en repetidas ocasiones durante las últimas semanas Douglas Moreno, el viceministro de Seguridad Pública.
Más allá de los números, basta visitar comunidades, colonias y cantones, o hablar con sus residentes, para inferir que las pandillas se han convertido en un referente trágico e inevitable. En lo urbano-marginal está más acentuado, pero también sucede en lo rural. Hace poco, por ejemplo, una vecina me detallaba la reciente llegada de una clica de la Mara Salvatrucha (MS-13) a su cantón en San Rafael Cedros, departamento de Cuscatlán. Solo las comunidades con un tejido social más sano y las residenciales de clase media-alta o alta parecen mantenerse al margen de la influencia directa de las maras, una influencia también medible en indicadores menos ortodoxos, como la desaparición de los dorsales 13 y 18 de la inmensa mayoría de los equipos de fútbol salvadoreños.
Las pandillas, a las que se atribuye la mayor parte de los homicidios y de las extorsiones, se han convertido pues en un poder local. Son, además, ultraviolentas e incluso están jurídicamente proscritas, pero nada de eso ha evitado que sigan siendo atractivas para miles –miles, sí– de niños y jóvenes.
“En mi caso personal, yo diría que fue por la pobreza. En la casa no teníamos nada. Nada. Y así tantos jóvenes: no hay qué comer, no hay qué vestir, no hay zapatos. Y al pandillero uno lo ve bien vestido, con dinero, con cipotas… ese es un gran atractivo para un niño o un joven”, me dijo alguien a quien llamaremos Rafa, un ex pandillero de la MS-13 que recuperó su libertad hace cuatro años.
Los asesores presidenciales parecen haber llegado a conclusiones similares. “En los barrios pobres, meterse en las pandillas es hoy por hoy la manera más fácil que tienen los jóvenes de hacer llegar dinero a sus familias”, dijo el presidente Mauricio Funes en una de las reuniones realizadas en mayo para hablar sobre seguridad pública.
Con un problema de semejante tamaño, gangrenado, y con perspectivas poco alentadoras, conceptos como el de la reinserción adquieren –o deberían adquirir– una nueva dimensión, sobre todo en una coyuntura como la actual, marcada por la tregua vigente entre las pandillas mayoritarias.
2. El reto-utopía.
Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española:
reinserción. 1. f. Acción y efecto de reinsertar.
reinsertar. 1. tr. Volver a integrar en la sociedad a alguien que estaba condenado penalmente o marginado. U. t. c. prnl.
3. El nuevo escenario: la tregua.
Los días 8 y 9 de marzo de 2012 el gobierno salvadoreño accedió a trasladar a una treintena de cabecillas de la MS-13 y de las dos facciones del Barrio 18 (Sureños y Revolucionarios, también enfrentadas entre sí) desde el penal de máxima seguridad de Zacatecoluca a centros penales menos estrictos. La medida activó de inmediato una tregua entre las pandillas –que también beneficia a policías, soldados y custodios, y a sus familias–, que se ha traducido en una abrupta reducción en los homicidios: de 14 a 6 diarios, antes y después de la tregua, respectivamente. Después, con el paso de los días, un torrente de concesiones.
El gobierno, que en un principio se desmarcó por completo de la tregua, e incluso la ocultó, ha terminado aceptando que el entendimiento con los pandilleros es “una pieza de su estrategia”, en palabras del propio general David Munguía Payés, ministro de Justicia y Seguridad Pública.
El diálogo entre el gobierno y las pandillas, con la mediación del obispo castrense Fabio Colindres y del exdiputado Raúl Mijango, es una realidad; asimismo, los logros, al menos en cuanto a la salvación de vidas humanas, son evidentes.
En este nuevo escenario, la reinserción de pandilleros activos y de sus familias ocupa un lugar fundamental, un punto que se explicitó desde el primer comunicado conjunto de la MS-13 y el Barrio 18, suscrito el 19 de marzo: “Pedimos que nos apoyen a reinsertar social y productivamente a nuestros miembros, dándoles oportunidades de trabajo y de estudio, que no se les discrimine, y que no se nos reprima por el simple hecho de estar tatuados”.
La idea, que generó y sigue generando un lógico escepticismo, ha sido repetida hasta la saciedad. Carlos Mojica Lechuga, (a) Viejo Lin, lo dijo en declaraciones al Canal 12: “Simplemente pedimos las condiciones, tanto en los penales como en las calles, para poder reinsertarnos”. También me lo dijo Víctor García Cerón, (a) Duke, en la cárcel de Quezaltepeque: “Aceptamos que nos hemos equivocado, pero pedimos a la población otra oportunidad para convertirnos en ciudadanos que trabajamos, pagamos impuestos y vamos con nuestros hijos al parque, al cine o a la playa”. Y también lo dijo Ludwing Alexander Rivera, (a) Hollywood: “Podríamos algún día incluso dejar eso (cobrar la renta), esperamos en un futuro anunciarlo como otro buen gesto, pero primero necesitamos de parte del gobierno que nos brinden facilidades de empleo”. Desde el 8 de marzo, la reinserción social y laboral está en el discurso de cada líder entrevistado por un medio de comunicación; no suena muy aventurado afirmar que la reinserción es uno de los pilares para la sostenibilidad de la tregua a medio y largo plazo.
El mensaje de las pandillas es claro: piden una segunda oportunidad. Las dudas giran en torno a dos aspectos: por un lado, la sinceridad de esas palabras; por otro, si se da por hecho la honestidad, en torno a si los líderes encarcelados podrán controlar el universo de clicas y de personalidades que hoy por hoy conforman las pandillas.
Mario Vega, pastor general de la Misión Cristiana Elim, una de las iglesias evangélicas más influyentes del país y que más ha trabajado en el tema de la reinserción, conoce el fenómeno de las pandillas de cerca y desde hace años: “Yo sí creo que los líderes de las pandillas están involucrados honestamente en este proceso, porque la palabra empeñada para ellos es el código máximo de respeto, y no hablan por hablar; ahora bien, en cualquier momento podrían cambiar su palabra, por no ser oídos o por no tener la receptividad que ellos desean”.
Habría pues, a juicio del pastor Vega y de otros actores involucrados en este proceso, un tercer ingrediente para la sostenibilidad en el tiempo –y profundización– del proceso: la capacidad de la sociedad salvadoreña de asimilar que los pandilleros pasen de la noche a la mañana de ser el enemigo público número uno a ser considerados un grupo social más.
¿Y si fuera cierto que la reinserción es una pieza clave para drenar de manera significativa el componente violento que define a las pandillas?
4. La eterna promesa.
Los conceptos reinserción y prevención no están ligados privativamente a la tregua vigente, ni mucho menos. Durante la última década, todos los gobernantes han salpicado sus discursos con esas palabras, conscientes de que conviene hacerlo para cuestiones como la captación de fondos de la cooperación internacional. Incluso Elías Antonio Saca (2004-2009), el presidente que elevó el manodurismo a su máxima expresión, se cuidó de no sonar exclusivamente represivo. “Aplicaremos Súper Mano Dura para llevar a los delincuentes ante la ley, pero a la vez tendremos la mano extendida para aquellos que busquen la rehabilitación”, dijo en su discurso de toma de posesión. Meses después, presentó el Plan Mano Amiga, que el propio Saca vendió como una herramienta “para prevenir el delito y buscar la reinserción de aquellas personas que quieran cambiar de vida”.
Cinco años y 18,000 muertos después, el presidente Funes llegó al Ejecutivo con la promesa de reenfocar las políticas públicas de seguridad, pero el tan mentado cambio, al menos en este rubro, nunca se concretó. “A pesar de que el discurso de este gobierno era buscar un equilibrio entre la represión y la prevención, Funes es el que más ha profundizado la represión, y no ha habido la misma profundización en las políticas de prevención”, valora el pastor Vega.
Al margen de las opiniones, que por definición tienen una carga de subjetividad que puede generar discrepancias, el crecimiento exponencial del fenómeno de las maras en los últimos tres años es quizá la prueba más contundente de que reinserción y prevención nunca han dado el salto de los discursos a las políticas públicas.
Ahora bien, el discurso gubernamental de las últimas semanas comienza a parecerse al de la campaña electoral. El pasado 31 de mayo, el presidente Funes explicitó ese nuevo talante en un encuentro ante líderes religiosos: “Este gobierno ha tomado la decisión valiente de aceptar que lo que se ha hecho hasta ahora, incluso lo hecho por nosotros mismos en estos tres años, no ha sido suficiente. Por lo tanto, es el momento de enmendar la plana y de comenzar a hacer las cosas de modo diferente”.
Hacer las cosas de un modo diferente, dijo.
Dio incluso un paso más, al aseverar que se priorizará “la reinserción de los delincuentes que dejan de ser delincuentes para servir productivamente a la sociedad”, que es exactamente lo que los pandilleros están reclamando.
Un par de semanas atrás, el viceministro Moreno se había expresado en la misma línea: “Algún día tenemos que despertar y romper el tabú sobre este tema, y este es un buen momento”.
Falta saber si esta vez las palabras precederán acciones concretas, planes de reinserción efectivos, o si se repetirá el guion de siempre. El pastor Vega se queja: “Ya hay políticas públicas escritas muy buenas, como el programa de prevención de la Secretaría de Asuntos Estratégicos, pero el problema es que nunca salen del papel”.
Otro pastor que también conoce de cerca la situación de los pandilleros en los centros penales es Nelson Benjamín Valdez, presidente de la Red Nacional de Pastores (RNP), una entidad que aglutina a cientos de ministros evangélicos de distintas denominaciones, y que desde hace varios años ha hecho del trabajo de conversión en las cárceles su principal eje de trabajo. “En este proceso la clave será trabajar con las familias… y dar trabajo”, dice.
Al igual que casi la totalidad de las fuentes consultadas para este reportaje -personas que conocen muy de cerca el fenómeno de las maras-, el pastor Valdez opina que esta tregua representa una gran oportunidad: “Yo sí creo que la petición de perdón de los pandilleros es honesta, y lo que tendríamos que hacer ahora es darles los medios, porque puede haber perdón y tregua, pero si no les damos los medios necesarios…”
5. La reinserción posible.
Desde cuando el fenómeno de las maras comenzó a evidenciarse, hace ya dos décadas, la estrategia principal ha sido la represión; sin embargo, hay experiencias puntuales que demuestran que sí es posible la inserción de pandilleros en el tejido productivo formal.
Ubicada en la zona franca sobre la Carretera Panamericana, en Ciudad Arce (La Libertad), League Central America es una moderna y competitiva empresa que da trabajo a expandilleros desde 2009. Confecciona ropa deportiva, y entre sus clientes hay un nutrido grupo de universidades de Estados Unidos. El esquema de trabajo en League tiene en la inclusión de expandilleros uno de sus ejes, y los resultados son satisfactorios. “Nuestra metodología funciona”, dice enfático Rodrigo Bolaños, el gerente general.
En la actual coyuntura de tregua, el gobierno pone a esta empresa como ejemplo de inclusión, y está buscando replicar su filosofía a mayor escala.
Bolaños vivió en Estados Unidos 24 años, pero es salvadoreño, y podría considerarse un empresario poco convencional: visita, por ejemplo, las casas de sus empleados. Es muy crítico con el abordaje tradicional que desde el gobierno o desde la empresa privada se ha hecho del fenómeno de las pandillas: “Yo siento que es algo que no se ha entendido, y por eso cuando se habla de reinserción o de mano amiga, realmente no saben de lo que se está hablando”.
Para este empresario, las maras son un problema eminentemente social, y por lo tanto la solución pasa, sí o sí, por reinsertarlos en la sociedad; para ello, ofrecerles un empleo digno es una premisa básica. “Los pandilleros no nacieron en Corea. Son de aquí. Este es un problema nuestro. Son hermanos salvadoreños. Por eso no basta con apoyar. Hay que involucrarse”, dice Bolaños.
En sus respuestas recurre con frecuencia a un paralelismo entre el cuerpo humano y la sociedad. Cuando alguien tiene cáncer, dice, lo ideal es concentrar todas las energías en curarlo, y no darle la espalda como si no existiera. Las pandillas y su vertiginoso desarrollo son, a su juicio, la expresión de una sociedad enferma, “pero los esfuerzos de reinserción que se han hecho para tratar ese cáncer son como dar aspirinas”.
El 15% de las 200 personas que League tiene contratadas han integrado la MS-13 o el Barrio 18, y el objetivo es que el porcentaje aumente a corto plazo. No se trata, sin embargo, de emplear a cualquier pandillero que se presenta. “No es solo ofrecer una mano a un muchacho que está en la calle –dice Bolaños–, porque te la va a comer”. De hecho, los procesos de selección del personal son muy estrictos.
En primer lugar, League trabaja solo con personas sin tatuajes ostensibles, que han roto por completo con la pandilla, y que llegan recomendados por pastores o sacerdotes que avalan su conversión espiritual. Después, entran en un proceso que incluye dinámicas grupales, trabajo en equipo con ex miembros de pandillas contrarias y un torrente de pruebas sicológicas avaladas por la Universidad Centroamericana (UCA). Aquellos de quienes se sospecha que siguen activos son excluidos. Pasados todos estos filtros, el departamento de recursos humanos de la empresa exige el mismo protocolo que a cualquier otro joven que solicita un empleo.
“Yo no trabajo con pandillas; es más, la pandilla yo la siento bien peligrosa. Lo que yo trabajo es con el muchacho o la muchacha que se sale, que pasa a través de una iglesia, y ya no quiere regresar”, sintetiza Bolaños. Una vez contratado, eso sí, League ofrece al joven una serie de beneficios, como kínder para los hijos, educación formal dentro de la empresa en horario extralaboral, seguimiento sicológico, actividades para fomentar valores…
League ha demostrado que insertar pandilleros en el tejido productivo es posible y, por extensión, que hay pandilleros dispuestos a emprender esa vía. No obstante, este modelo, incluso si se lograran los fondos para implementarse a gran escala, no encajaría a cabalidad con lo que hoy están pidiendo las pandillas, que es reinserción laboral, sí, pero sin salirse. Ni los pandilleros activos ni los calmados caben en el proyecto de Bolaños.
Otro aspecto que no se puede pasar por alto es que la reinserción social va mucho más allá de conseguir una fuente estable de ingresos. Rafa, ex de la MS-13 y empleado de League, está muy agradecido con la oportunidad, pero su vida social es aún inexistente. Su pecho está cruzado por una M y una S que intentó borrar, sin éxito.
—Supongo que no podrás ir así ir al mar… –le comenté cuando se levantó la camisa y apareció su tatuaje, deformado por una mala praxis al intentar borrarlo.
—Yo no salgo de la casa. Y si salgo, de manga larga. Yo no puedo ponerme una camiseta, o un centro o ir sin camisa a la playa o a una piscina. La pandilla me considera un traidor, y la gente que no son pandilleros me discrimina al ver un tatuaje, porque hay temor, aunque uno ya no ande en nada.
Ese rechazo social al pandillero –no solo el empresarial– es también uno de los principales obstáculos a juicio de Raúl Mijango, facilitador de la tregua y de las concesiones posteriores entre el gobierno y las pandillas. “Hay que decirlo con franqueza –me dijo Mijango cuando lo abordé al interior del penal de Quezaltepeque–, los pandilleros están esperando la respuesta de la sociedad salvadoreña y del Estado, porque lo más difícil es que la sociedad deje de seguir mirando hacia atrás, acumulando odios y resentimientos”.
En este sentido, el empresario Bolaños es bastante pesimista y, a pesar de su lucha a favor de la reinserción, está consciente de que, incluso en el mejor de los casos, los resultados se verían a medio y largo plazo.
—Rodrigo, ¿está la sociedad salvadoreña preparada para aceptar a los pandilleros?
—No, no lo está.
—¿Y puede funcionar la reinserción en esas condiciones?
—Lo que sí se puede hacer es dar trabajo y estudios a la generación actual, para que ellos mantengan su casa y dejen de delinquir, pero el objetivo primario, como país, debería ser sus hijos; poder agarrarlos a tiempo y cuidarlos, para que ellos sí tengan una oportunidad real de salir adelante.
6. Y ahora, ¿qué?
“A largo plazo buscamos que ser pandillero no sea sinónimo de delincuencia, de violencia, de criminal, sino que se convierta en una minoría, con su cultura, su vestimenta, sus tatuajes, su hablado… pero que todo esto no esté vinculado al crimen. A corto plazo pedimos que desde ya se inicien procesos para que nuestros compañeros tengan oportunidades de educarse y de profesionalizarse”, respondió Duke en el penal de Quezaltepeque cuando le pregunté qué esperan sacar de esta tregua. Él es el principal palabrero de la facción de los Revolucionarios, del Barrio 18.
Una de las inquietudes que surge de inmediato es saber qué supone el corto plazo y el plazo en un ambiente tan volátil como el de las pandillas.
En este sentido, del lado de las pandillas no parece, a priori, que el riesgo de ruptura de la tregua provenga de los pandilleros encarcelados, ya que ellos están disfrutando del torrente de concesiones que ha hecho el gobierno desde el 8 de marzo, como permitir el ingreso de sus hijos, autorizar que los familiares puedan hacerles llegar más comida, minimizar las requisas, o que la visita íntima se alargue toda la madrugada. La incógnita está más con los de la libre, en saber si se mantendrá la disciplina demostrada hasta ahora.
De hecho, cuando el 2 de mayo se leyó el segundo comunicado conjunto de las dos pandillas, uno de los palabreros se quejó de lo complicado que les estaba resultando hacer respetar el compromiso de no agredir a policías, soldados y custodios. “Hay señores agentes que están deteniendo y golpeando a algunos compañeros por gusto –dijo–, y la verdad, a nosotros se nos hace bien difícil sostener a tanto joven, a tanta persona con diferente tipo de vida o carácter, para que obedezcan la orden de no asesinar”.
Pero, más allá de lo que suceda al interior de las pandillas –cuya disciplina interna ha quedado, en términos generales, demostrada– para mantener esta tregua contranatura, la papa caliente parece estar en las manos de un gobierno que, con unas elecciones presidenciales en el horizonte, difícilmente hará un movimiento que se pueda interpretar como una claudicación ante las maras.
El facilitador Raúl Mijango, sin embargo, está convencido de que para garantizar la paz en El Salvador es preciso que todas las partes hagan buenos gestos. En su particular lectura son el Estado y la sociedad civil los que tienen que mover ficha. El empresario Bolaños también cree que, si el arrepentimiento es sincero –hecho que él sí pone en duda–, “de parte de la sociedad se tiene que entender por qué empezó todo esto, y tiene que haber una capacidad para perdonar”.
“Mientras no se les dé la oportunidad de ganarse su dinero honradamente, esto va a seguir”, augura el pastor Valdez. El pastor Vega cree que, si bien toda la sociedad está llamada a participar en este proceso, “se necesita un liderazgo, y ese papel por default le cae al presidente”. Y es que el discurso gubernamental en efecto ha cambiado, pero seguramente eso no sea suficiente para sostener una tregua-negociación cuyo único pegamento parecen ser las concesiones hechas por el gobierno y la disminución de la actividad criminal de los pandilleros. “El tiempo pasa y, más allá de las buenas voluntades y deseos, no se ve nada concreto; a los pandilleros que están en las calles solo les han ofrecido el batallón antipandillas”, observa Vega.
Este 8 de junio se cumpliero tres meses desde que el traslado de los líderes activó la tregua. Tres meses. En el gobierno del presidente Funes hay un discurso más tolerante hacia la reinserción, y hasta se menciona ya un proyecto bautizado como Parques Especiales de Inserción Laboral y Cultura de Paz, cuyo plan piloto se ubicaría en alguna colonia del Área Metropolitana de San Salvador, y emplearía a no menos de 500 pandilleros y familiares. Pero incluso este gesto mínimo continúa aún en el ámbito de las buenas intenciones y no en el de las realidades.
En cuanto al Gran Acuerdo Nacional por la Paz y la Justicia anunciado con bombo y platillo por el presidente Funes, donde se espera que la prevención y la reinserción se conviertan en dos pilares, los tres meses ni siquiera han resultado suficientes para conformar las mesas de trabajo de las que deberían salir propuestas concretas. Aún no ha terminado las reuniones explicativas con los diferentes actores sociales.
“Yo sí siento que está yendo demasiado lento, quizá por la misma inercia de lo gubernamental, que siempre va a paso lento”, dice el pastor Vega. Quizá tenga razón. O quizá no, y estemos -para bien del país- en un punto de no retorno en los indicadores de homicidios que hasta hace un trimestre hacían de El Salvador uno de los lugares más violentos del mundo. Lo positivo de esta situación es que, independientemente de quién resultara ser el responsable directo de una hipotética ruptura de la tregua –los pandilleros, la desidia gubernamental, algún grupo desestabilizador o una conjunción de estos elementos–, esta sería imposible de ocultar por mucho tiempo.
Y quién sabe lo que sucedería después…
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