En el caso de México hay una guerra frontal contra el narco. ¿Ha funcionado? ¿Hay visiones a favor y visiones en contra? ¿Cuál es la tuya?

A finales de 2006 el gobierno Calderón lanzó una guerra contra el narco con el objetivo de desmembrar los “cárteles” y reducirlos a grupos más manejables por las fuerzas de seguridad. El presidente argumentó que la corrupción policial había alcanzado niveles tan graves que únicamente las Fuerzas Armadas pudieran llevar a cabo esta lucha. Pero por más profunda que sea la corrupción policial, el despliegue militar no resultó ser la mejor decisión. Calderón y sus partidarios han insistido que la elección era entre el ataque frontal o la inacción y que esta última opción era impensable.

La estrategia de Calderón se ha tropezado con numerosas críticas. Los resultados de la guerra contra el narco son ampliamente conocidos: más de 50 mil muertos, miles de desaparecidos, un tejido social destruido en muchas comunidades. Además, el flujo de armas y de drogas no se ha detenido, las organizaciones criminales han incursionado en más actividades criminales (como el secuestro y la piratería), se han extendido geográficamente, y siguen reclutando de manera imparable.

Nadie reclama que no se debió haber actuado contra los “cárteles,”  sino que era necesaria otra estrategia. Evidentemente estos grupos tratarán de defenderse de un ataque frontal para proteger su altamente lucrativo negocio. Sin embargo, Calderón había salido debilitado de las elecciones presidenciales y decidió desplegar las tropas para reafirmar su legitimidad como jefe de Estado.

El daño causado por la violencia ha traumatizado tanto a la población que algunas voces han sugerido un pacto con el narco, tal como ocurrió durante los 71 años de gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI). De esta manera la narcoviolencia se reduciría, pero las organizaciones criminales seguirían con sus actividades ilícitas, con consecuencias perniciosas para la democracia y el estado de derecho.

Otras voces han destacado la necesidad de legalizar las drogas para reducir las ganancias que produce el narcotráfico y así eliminar la razón fundamental de recurrir a esta actividad. El debate sobre la regulación de las drogas es necesario y en algunos países ya existen pautas para la creación de regímenes alternativos a la prohibición. Sin embargo, el camino de la “legalización” no resolvería el problema ya que las organizaciones criminales recurrirían mayormente a otras fuentes de ingreso. Por lo tanto, se requiere una estrategia integral para controlar el crimen organizado. Ello implica necesariamente medidas contra la corrupción y el lavado de dinero, el fortalecimiento institucional, y políticas dirigidas a reducir la exclusión social.

Desde tu punto de vista y por tus conocimientos sobre la violencia en Centroamérica, ¿cuáles serían los procesos a emprender para tratar de frenar la violencia en El Salvador y Centroamérica?

La disminución del crimen y la violencia requiere una estrategia integral y de largo plazo, una estrategia que no se enfoca solamente en una de las facetas que están en boga (como las pandillas lo han sido en su momento o como el crimen organizado lo es ahora), sino en todas las expresiones de la violencia que afectan a un país. En El Salvador, como en los países vecinos, abundan los diagnósticos, pero por lo general no han ido al fondo de la problemática ni han tenido un verdadero impacto en las políticas públicas. Los diagnósticos por si solos tienen pocas posibilidades de influenciar la política de seguridad de un gobierno, mucho menos si la incidencia política que los promueve no es efectiva. Más bien las propuestas deberían ser juntadas con las intervenciones contra la violencia. Estas, por su parte, necesitan ser monitoreadas y evaluadas de manera permanente para determinar los efectos de las intervenciones y poder reorientarlas si los efectos resultan ser nocivos.

Una estrategia efectiva requiere políticas públicas, no solo programas o proyectos y tiene que ser holística, es decir, tiene que combinar la prevención, la aplicación de la ley, y la rehabilitación, elementos que hay que desarrollar en todos los niveles: sociedad, comunidad, individuo, y en el caso de estructuras como las pandillas, también a nivel grupal. Requiere capacidad técnica, cooperación interinstitucional, y mucho más recursos de lo que el Estado ha dispuesto hasta la fecha.

La reducción significativa y sostenida de la violencia en Centroamérica puede parecer una meta inalcanzable, dados los niveles y la complejidad que ha alcanzado. El objetivo se volverá más factible cuando se deje de esperar grandes y rápidas transformaciones y la sociedad entera empiece por tomar pasos paulatinos pero persistentes hacia una cultura de la legalidad, del respeto y de la no violencia. Sobre todo hay que dejar atrás las medidas cortoplacistas y promover las de largo plazo. Lamentablemente los intereses políticos suelen interponerse en las buenas intenciones expresadas en ofertas electorales y planes de gobierno.

La administración Funes constituye un clásico ejemplo de esta tendencia. Realizó un buen diagnóstico de los problemas que afectan a El Salvador, y en el tema de la seguridad también propuso buenas iniciativas. Pero luego el presidente Funes empezó a preocuparse más por su imagen que por la implementación de las políticas que había ofrecido. Aunque no se había propuesto una política antipandillas, son encomiables la intención declarada de promover una política de seguridad integral así como los esfuerzos de mejorar la investigación policial y de promover el control de armas.

La falta de recursos ha obstaculizado muchas de las acciones del gobierno, pero mucho más importante ha sido la falta de voluntad política para avanzar de manera decisiva en la lucha contra el crimen y la violencia. Quizás la muestra más contundente es el retorno a la Mano Dura y la marginalización de enfoques alternativos, un giro que se dio cuando el presidente Funes respondió a la creciente tasa de homicidios y la presión de la opinión pública con la implementación de medidas drásticas y visibles, pero superficiales. Así se dio el aumento numérico y de poderes en el despliegue militar, una nueva -pero innecesaria- Ley Antipandillas, así como los cambios en el Ministerio de Justicia y Seguridad Pública y en la Policía Nacional Civil (PNC). Una vez más El Salvador privilegia el enfoque represivo sobre las medidas estructurales. La aplicación de la ley es necesaria, pero también lo son medidas cuyos resultados no coinciden con los ciclos electorales. Aparentemente el gobierno Funes ha optado por administrar los problemas de la nación, pero el crimen y la violencia no se frenarán mientras los intereses políticos y partidarios se antepongan a los intereses de la sociedad.

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