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Por Gabriela Figueroa.-

Yuta, cobani, cana, pitufo, rati, botón, gorra, bigote, vigilante. Mirta se acostumbró a pensarlos vacíos, siempre con el bastón dispuesto al golpe, con el gas lacrimógeno a punto para desparramar sobre los cuerpos de otros, sobre las esperanzas y lucha de otros, un torrente de violencia disfrazado de seguridad. Se acostumbró a creerlos anónimos, sin historia. Hasta que Braian la miró a los ojos una tarde de septiembre.

Mirta Álvarez fue maestra durante 30 años. Se jubiló en 2016: ahora da clases de apoyo escolar gratuitas. Cuando se baja del colectivo y camina las cuatro cuadras que la separan de su casa, en la esquina de siempre los pibes la saludan, la reconocen, avisan a los otros e impiden que alguno le quiera afanar. Porque es la profesora y a la mayoría les enseñó en la primaria de niños pero también en la de adultos. Son sus estudiantes aunque ya no lo sean, son vecinos del barrio Arco Iris de Merlo y, de alguna manera, para Mirta muchos de ellos son –todavía- los niños de entonces.

No solo les enseñó lo que el plan de estudios indicaba. Mirta pensó en ellos como si fueran su familia. Quiso evitarle a Braian, a todos, que vivieran lo que le pasó a su hijo Cristian, que fue detenido a los 21 años por una causa armada por la policía. Lo acusaron con la ley antiterrorista en la mano, y solo salió libre después del juicio oral, gracias al apoyo de organizaciones de derechos humanos. Desde aquel momento no dejó de acompañar la lucha contra la corrupción policial y el gatillo fácil. Así la conocieron sus estudiantes. Nunca se calló ante un aula atestada de necesidades insatisfechas y esperanzas inciertas. Hay que decirles, tienen que saber que no es justo que algo así les pase a ellos, a sus amigos o a su familia. Tienen que saber.

La primera vez que vio a Brian de uniforme fue durante un escrache a la Comisaría 3° de Castelar, donde funcionó un centro clandestino de detención, tortura y exterminio de la última dictadura. La marcha terminaba con una concentración frente a la comisaría y la quema de un patrullero de cartón. El humo se iba al cielo, los cantitos de los HIJOS se hacían sentir y la valla estaba ahí, una valla de metal pero también una valla humana policial, vestida para una guerra de disciplinamiento.

Ahí, abajo del traje, del casco, detrás del escudo, unos ojos apenas la miraron, la reconocieron y, urgente, se desviaron. El humo se desvaneció, los gritos se acallaron, la valla de metal dejó de existir. Solo quedaron Braian -su estudiante de 5to grado- y ella, su maestra. Braian que no la miraba, el que había dejado la primaria inconclusa pero que volvió más tarde a terminarla porque soñaba con llegar al secundario. El que transitó junto a ella la angustia de la detención ilegal de su hijo, el que jamás vio que andara con el uniforme de la bonaerense en el barrio.

Cuando se dio cuenta de que uno de sus estudiantes estaba del otro lado, entendió que lo estaba en muchos sentidos.

La sensación de espanto todavía la acompaña. Unos días después del escrache, en la esquina de siempre Mirta lo cruzó y pasó sin decir nada. Braian volvió sobre sus pasos, la llamó profe, que no se vaya, que dejeme explicarle. Que no me animé a hablarle, se que no está muy de acuerdo pero no tenía trabajo y que ahí se gana bien, que tengo obra social. Que hay que pensar en el futuro. Mirta lo miró y solo pudo ver al pibe de 5to grado, de cachetes gorditos, el cuarto de seis hermanos que hoy cartonean y cortan el pasto, hijo de un albañil y una mamá enferma.

“Sabés lo que pienso, lo que he vivido”, le respondió. “Te querré siempre como mi alumno de 5to grado”.

Mirta hoy no llega a la marcha de la gorra: sus alumnos están en época de exámenes y no los puede dejar solos. Para el año que viene espera poder sumarse a la organización. Seguramente vaya a hacer lo que siempre: buscar esos ojos esquivos del otro lado de las vallas. Mirta sabe que cada uno de los policías que reprimen las protestas -que cada uno de los pibes que cruzó del otro lado de la valla- es Braian. Lo ratifica cada vez que lo cruza en el barrio y ambos hacen como que no se conocieran.

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