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El procesado aceptó ser responsable de los delitos de homicidio agravado, acceso carnal violento agravado y tortura. La juez relató como sucedió el abominable crimen.

La Justicia tomó su decisión final en el caso por la muerte de Rosa Elvira Cely. En la tarde de este jueves, la juez del caso por el atroz homicidio condenó a 48 años de prisión a Javier Velasco, el asesino confeso, quien, además, deberá pagar más de 800 salarios mínimos legales vigentes.
“Quiero aprovechar para pedir perdón a la sociedad, a los familiares de la víctima. Siento mucho dolor. Le pido a Dios y a todos que me perdonen”, dijo Velasco en su intervención tras afirmar que acepta la condena.
Antes de dar a conocer la condena, la juez relató como sucedió el abominable crimen, ocurrido el pasado 24 de mayo.
La juez declaró legales todos los actos adelantados contra el procesado, quien aceptó ser responsable de los delitos de homicidio agravado, acceso carnal violento agravado y tortura, contra Cely, hechos ocurridos en el Parque Nacional de Bogotá que causaron conmoción y repudio en el país. Declararse culpable le permitió a Velasco obtener una rebaja en la pena.
Aunque la defensa del acusado avaló la solicitud de la Fiscalía, que pidió 60 años de prisión, manifestó que la pena debería ser de 40 años si se tiene en cuenta que Velasco aceptó los cargos.
La muerte de Rosa Elvira Cely, un atroz crimen
Escalofriante fue el crimen de Rosa Elvira Cely, una mujer de 35 años cuya escena de agonía parece extraída de un episodio de la Edad Media. Pero todo ocurrió en el Parque Nacional, en pleno corazón de Bogotá y el perpetrador es un amigo del colegio de la víctima.
Los bomberos y la Policía encontraron allí a Cely, malherida, luego de que ella misma hizo angustiosas llamadas de auxilio desde su celular. Fue el pasado jueves 24 de mayo. Según explicó William Cardona, coordinador de la Línea de Emergencias 123, la primera llamada se registró a las 4:47 de la mañana y en ella se escuchó la voz angustiada de una mujer que decía haber sido violada en el Parque Nacional y pedía socorro. La llamada se cayó. A las 4:50 timbró de nuevo y entregó indicaciones más precisas. Tras cerca de una hora de búsqueda, las autoridades la encontraron. Fue una imagen estremecedora.
Estaba tendida sobre un charco de sangre, con las extremidades inferiores desnudas y laceraciones en los brazos y en torno al cuello que sugerían un intento de estrangulamiento. En la cabeza tenía un golpe fuerte. Pero además padecía graves heridas en las zonas íntimas, donde sangraba. De inmediato se solicitó una ambulancia. El vehículo acudió y Rosa Elvira fue internada en el Hospital Santa Clara, pasadas las 7 de la mañana.
“Los galenos de urgencias nunca habían visto algo tan brutal y tan horrible como lo que encontramos con esta persona”, explicó el subdirector del centro médico José Páramo. No era para menos. Rosa Elvira sufrió un paro cardiaco, perdió la conciencia y al ser intervenida en el quirófano le encontraron la pelvis y el útero rotos como consecuencia de un palo que le habían introducido por el ano. Dentro del cuerpo se hallaron rastros de yerba y astillas. Fueron cinco días de lucha en cuidados intensivos. Los médicos probaron, infructuosamente, distintas maniobras para controlar la infección interna que sobrevino, así como el traumatismo craneoencefálico.
Rosa -madre de una niña de 12 años- falleció y desde entonces el país se estremeció con este salvaje crimen. La indignación provocó una inmediata convocatoria ciudadana para hacer una concentración en el Parque Nacional en solidaridad con su familia y como expresión de rechazo a la barbarie.
Gracias a múltiples entrevistas y a lo que la misma Rosa alcanzó a decir al ser hallada moribunda se estableció una secuencia de hechos y quiénes son los responsables: “Javier Velasco y Mauricio Ariza”, alcanzó a decir la víctima al ser auxiliada. Tras varias pesquisas de las autoridades, los responsables fueron identificados: ambos estudiaban en el colegio Manuela Beltrán, en horario nocturno, aunque en un curso distinto al de Rosa. El día de los hechos, tras la jornada de clase que concluye a las 10 de la noche, los tres fueron a departir un rato en un establecimiento de Chapinero, cerca del colegio, y tras esto Rosa se fue con Velasco en la moto de este. No sabía el peligro al que se exponía.
Javier Velasco Velásquez es un anónimo pero temido delincuente: en su prontuario figura una condena por homicidio, y un par de investigaciones, una de estas por acceso carnal en una menor de edad. Al día siguiente del brutal ataque, Velasco se presentó como si nada al colegio, suponiendo que su víctima había muerto. Sin embargo, poco después que una profesora contó en clase que Rosa había sufrido un accidente y estaba en cuidados intensivos, Velasco salió discretamente de la institución y empezó a huir. La Sijín logró detenerlo el viernes por la noche y la captura fue aplaudida por el propio presidente Juan Manuel Santos.
Rosa Elvira, la vendedora de dulces que quería ser sicóloga
El día en que Rosa Elvira Cely fue violada y golpeada en el Parque Nacional no iba a ir al colegio. Un cólico la atormentó todo el día. Pero una pastilla y una agua aromática que le dio doña Fanny, propietaria de una cafetería cercana al lugar de su trabajo, la hicieron cambiar de opinión. Además, ella tenía otros planes.
A pesar de su dolencia, Rosa tuvo tiempo de bromear con su jefe Guillermo Aguilar, ‘Memo’, un estudiante de Comunicación Social a quien le dijo, en medio de risas, que la hinchazón de su vientre podría ser “por un embarazo”. El hombre, de acento costeño, recuerda que ese miércoles ella le señaló con el dedo que también le dolía la garganta. “Me dijo que no tenía ganas de ir a estudiar”, recuerda mientras atiende el pequeño carro de comestibles en el cual trabajaba Rosa frente al Hospital Militar.
En realidad, ‘Memo’ no conocía muy bien a su empleada pues no departían mucho. A las 7 de la mañana él le entregaba el carro inventariado con los dulces, galletas, cigarrillos y gaseosas y lo recogía a las 5:30 p. m. Sin embargo, no tiene otra calificación que recordarla como “una gran mujer. Con todo el mundo se reía y se saludaba”. Él recuerda que en los dos meses que trabajaron juntos solo supo que ella salió a rumbear en tres ocasiones con amigos del colegio. “Todo normal”, resalta.
A las 5:40 de la tarde de ese trágico día, la ‘mona’ como le decían cariñosamente sus conocidos, fue a recoger a su hija Juliana al colegio Palermo para llevarla a la casa de la abuela. Luego Rosa se fue a su clase de química del Manuela Beltrán, donde validaba el bachillerato, pero no entró. Se quedó en la puerta, a la espera de sus compañeros, para salir de fiesta.
Quienes la conocieron recuerdan que Rosa era muy conversadora. Argeris Vargas, una domiciliaria de un restaurante cercano al hospital, tiene en mente el pequeño cuerpo de la ‘mona’ (1,57 metros) frente al carro cuando le llevaba el almuerzo. En una ocasión y ya con la confianza de varias semanas de cortas charlas, ella le preguntó por qué una persona a los 35 años estaba estudiando en el colegio. “Nunca es tarde para hacer lo que se quiere hacer”, le respondió con una mirada con la que le dejó claro a Argelis que ella podría seguir sus pasos.
En el boletín de calificaciones del primer periodo y de grado décimo 3 se destaca que Rosa era una estudiante promedio. En química sacó 4,3. “Demuestra comprensión acerca de los temas desarrollados durante el periodo. Felicitaciones, continúa con tu excelente trabajo”, se lee en sus calificaciones. Eso sí, las matemáticas no parecían ser su fuerte.
Lo que sí no quería aplazar era la validación del bachillerato, prevista para finales del año. El 15 de mayo, ocho días entes del ataque, pagó 31.000 pesos en el Banco Popular para poder presentar el examen de validación. Los asesinos frustraron ese y otros sueños, como el de llegar a la universidad para estudiar Sicología.
La idea de estudiar tuvo que ver mucho con su amiga Lesbia Córdoba, quien es sicóloga y a quien conocía hace 20 años.
“Esa carrera es bien bonita de estudiar”, le dijo en una ocasión Rosa a Lesbia mientras le veía trabajar, revisando casos clínicos en su apartamento de Teusaquillo, ubicado cerca a la pequeña habitación donde vivía la ‘mona’ sola.
Rosa, nacida en Santa Bárbara (Antioquia), pero quien en el colegio sostenía que era bogotana, no le gustaba el trabajo de servicios generales, y por eso entró a estudiar, con el fin de conseguir algo mejor. Mientras tanto, escogió las ventas ambulantes, allí se ganaba 25.000 pesos diarios y trabajaba de lunes a viernes.
Rosa Elvira es hoy el símbolo de millares de mujeres colombianas cansadas de ser titulares en los medios de comunicación por su condición de víctimas.