parricidiopilarJulia Muriel Dominzain – Cosecha Roja.-

El policía subió a la terraza de la casa en Sarratea al 2700 y vio unos unos baldes. Cuando se asomó para ver el contenido gritó:

-¡Esposalos! ¡Esposalos!

Era domingo a la madrugada y los oficiales estaban allanando la vivienda en Manuel Alberti, Pilar, tras la denuncia por la desaparición de Miriam Kowalzuck y Ricardo Klein. Lo que hizo desesperar al policía fue que acababa de ver restos humanos calcinados. Los investigadores creen que la pelvis, el trozo de columna y el pelo son de la mujer de 52 años. El hombre, dos años mayor, continúa desaparecido. Leandro (hijo de Miriam) y Karen (hija de Ricardo) salieron con las manos atadas y quedaron detenidos por el parricidio. Ayer la policía encontró 16 bolsas de basura con huesos que parecen humanos en un descampado a ocho cuadras de la casa del crimen e intentan establecer si son del padre de familia.

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Leandro Yamil Acosta y Karen Klein son novios, igual que sus papás. Tienen en común hermanos mellizos de once años. Los seis convivían desde 2011. Ahora los jóvenes están detenidos, los padres muertos y los niños bajo custodia judicial. Tras las rejas negras de la casa sólo quedan dos perros que ladran si alguien se acerca, escombros en el piso, ropa colgada de una soga, un limonero florecido, una zapatilla roja y la camioneta Chevrolet Custom que usaba Ricardo para comprar y vender cartones.

Miriam se mudó al barrio hace 16 años, cuando Leandro tenía 9. En aquel entonces el terreno que compraron venía con un pequeño rancho al fondo y ahí se instalaron. Poco tiempo después, ella conoció a Ricardo en un boliche, se pusieron de novios y él se mudó a la casa de Sarratea. En 2004 tuvieron a los mellizos y Karen recién se sumó hace cuatro años, cuando su mamá murió por un problema de salud.

– En ese momento Leandro cambió. Cada vez se lo veía salir menos de la casa – contó a Cosecha Roja Julián, el vecino de enfrente. Todavía intenta entender qué pasó y salir del susto.

Los vecinos tejen hipótesis, repasan los últimos días, tratan de armar el rompecabezas. Ricardo y Miriam eran inseparables, iban juntos a todos lados. Cuando se conocieron él era maestro mayor de obra y ella limpiaba en un country pero dejó de hacerlo para trabajar con él. Construyeron la casa de algunos de los vecinos, hacían arreglos, laburaban a la par. “Ella parecía un hombre, lo acompañaba, levantaba cosas, mezclaba el cemento”, contó una vecina. Eran simpáticos, toscos, “campechanos”.

– ¿Qué hacés negrosucio? – le gritaba Ricardo al vecino cuando se lo cruzaba.

– ¿Cómo andás, bañado en leche? – lo cargaba el otro.

A ella le decían “la gringa” porque la chaqueña era muy pero muy rubia. A Ricardo lo describieron como un tipo “enorme” y a Leandro “alto pero flaquito”.

– Para mí que lo durmieron para matarlo. Si no, no hay forma…

– Sí, algo le deben haber dado.

Con el paso de los años construyeron adelante del rancho dos pisos de ladrillo y cemento: el de abajo lo alquilaban y el de arriba lo habían construido para que vivieran Leandro y Karen. Hace poco más de un año el joven tuvo un problema en el intestino y tuvieron que operarlo. Los vecinos dicen que la familia hizo un esfuerzo, que lo trataron en el Hospital Austral y gastaron “seis mil trescientos dólares” en la internación. Miriam lo protegía y acompañaba a Leandro, siempre.

– Eran gente de trabajo. Eso que ves ahí lo hicieron todo ellos. ¡Ellos! ¿¡Sabés lo que es construir eso?! A veces los hijos lo ayudaban, pero normal, como un hijo a un padre. Yo al mío lo hago cortar el pasto – dijo Julián.

En la cuadra les indigna que en los medios digan que Miriam y Ricardo maltrataban a sus hijos. Todavía no se sabe si eso es una hipótesis de investigación o tan sólo una coartada de Leandro y Karen para justificar la ausencia del matrimonio después del 1° de septiembre, el último día que los vieron con vida. A los vecinos les dijeron que sus padres se habían ido de viaje a un casino en Uruguay, al tío le daban respuestas confusas de por qué no aparecían y el 8 de septiembre -cuando sus padres ya estaban muertos- los denunciaron en la Justicia por violencia familiar y dijeron que obligaban a cartonear a los hermanos.

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Aunque siempre mechando con changas de albañilería, Ricardo se armó un pequeño emprendimiento: compró la camioneta, le puso un agregado para cargar más cantidad y se dedicó a recoger cartones, plásticos y vidrios. Después -y con ayuda de Miriam- los separaba, limpiaba, y seleccionaba. A fin de mes se lo vendían a un galpón.

Por eso era normal que saliera humo de la casa. Quemaban la basura que no les servía y también los cables para eliminar el plástico y dejar el cobre limpio. Lo que a los vecinos les llamó la atención fueron los horarios. La semana pasada el olor lo sintieron a las 2 de la mañana.

– Che, está quemando a esta hora – le dijo la mujer a Julián.

– Y bueno, debe necesitar plata – respondió él.

Sobre la Ruta 26 hay tres gomerías por cuadra, pasan colectivos que van hacia la Panamericana y circulan camiones. En la esquina está el “bachi todo” que vende -valga la redundancia- de todo y, en diagonal, el supermercado chino a donde iba Ricardo a buscar cajas.

– ¡Mi amigo! ¡Amigo! – dijo a Cosecha Roja uno de los dueños en referencia al hombre.

También contó que Ricardo iba todos los días y que le bajaban los cartones que guardan en el depósito. El verdulero jujeño agregó que no podía creer cuando un cliente le dijo: “¿Viste que mataron al cartonero?”. Mientras, en la puerta del súper tres hombres soldaban un tacho de basura verde de hierro. El verdulero fantaseó que era para sacar el cartón que Ricardo no volverá a buscar.

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Pocos días antes del allanamiento, en el barrio ya se rumoreaba que algo raro pasaba. Al Grandote no lo veían salir a trabajar. A ella no la cruzaban cuando llevaba o traía de la escuela a los hijos.

– Gordo, tengo miedo, ¿dónde estará Miriam?- le decía la esposa a Julián, el vecino.

Cuando a Raúl -hermano de Ricardo- le comentaron que Leandro andaba diciendo por el barrio que sus padres se habían ido a un casino en Uruguay y que no pensaban volver, tomó la decisión: fue a la comisaría e hizo una denuncia por averiguación de paradero. Durante el allanamiento los policías secuestraron una 9 milímetros, una escopeta, un hacha, dos palas y 8 mil dólares. Al día siguiente, peritos de la Policía Científica encontraron rastros de sangre en la cabecera de la cama del dormitorio. Según los investigadores, al hombre lo asesinaron de un tiro en la cabeza mientras dormía.

Desde el domingo, la calle de asfalto pero sin veredas sobre la que vivía la familia se llenó de periodistas y cámaras de televisión. Un “botellero” -así lo conocen en el barrio- vio el movimiento, escuchó las noticias y se acercó a la comisaría a contar que pocos días atrás, Leandro lo había contratado para retirar unas bolsas y descartarlas en un descampado ubicado en el cruce de Padre Roqueta y Batalla de San Nicolás. Le había pagado con los cartones, plásticos y vidrios que Ricardo no llegó a vender.

El fiscal general adjunto de San Isidro, Marcelo Vaiani, que subroga la Unidad Funcional de Instrucción de Delitos Conexos a la Trata de Personas y la Violencia de Género ordenó a un grupo interdisciplinario de médicos forenses y antropólogos hacer pericias sobre los restos que encontraron en las 16 bolsas de residuos.

Karen declaró ante la fiscalía y dijo que el crimen fue el 2 de septiembre. Acusó a su novio y se cubrió: ella sólo ayudó a limpiar la escena pero “bajo amenaza”. Contó que Leandro le disparó a Miriam en el tórax cuando se acercó al cuarto para ver qué había pasado y que después le dio dos balazos en la cabeza cuando intentaba escapar por el pasillo. El relato coincide con las pericias, que demostraron que había sangre en la entrada del cuarto y el pasillo. La hipótesis del fiscal es que los jóvenes asesinaron a los padres para quedarse con la propiedad.

Fotos: Cosecha Roja