Por David Díaz en El pacifista
Dilan Cruz duró tres días en cuidados intensivos antes de morir. Durante esos tres días el cúmulo de exigencias de los manifestantes del paro se condensó en una oración popular por su salud, y en una arenga ruidosa contra el uso desmedido de la fuerza del Estado. Antes de morir, de hecho, se convirtió en el nombre y el rostro del paro, en la fuerza personificada de la resistencia y la lucha popular. A falta de un líder cuyo rostro representase el clamor popular, el rostro de Dilan se ha convertido en una especie de faro que alienta la continuación de la protesta pacífica y aglutina las voces que reclaman dignidad.
El paro, en el que ha tenido cabida desde la protesta por la resolución que permite la pesca de tiburón para la comercialización de sus aletas hasta las exigencias por el respeto a los Acuerdos de Paz, no ha tenido un líder político que guíe el descontento colectivo. Cuando Petro quiso hacerlo, endilgándose cierto liderazgo que no tiene, la mayoría de las organizaciones civiles reconocieron su desfachatez y su impertinencia. El paro, en realidad, no le pertenece a ningún sector político en particular. Y ningún político podrá enarbolar las banderas de las marchas como si fuesen las suyas propias. Es como si saliendo a marchar no necesitásemos de nadie que nos represente. El pueblo en las calles se presenta, se hace presente, no se representa, precisamente porque aquellos que nos han representado no nos han hecho presentes. La cacerola es una muestra de esa presencia que se hace presente. La muerte de Dilan se ubica precisamente en esa inocuidad de nuestros representantes, y Dilan aglutina el clamor popular en la medida que con él sentimos con más fuerza nuestra propia presencia. Y sentimos, por supuesto, la incapacidad del Estado y su fuerza represiva para representarnos.
El cacerolazo, como símbolo estridente y armónico de la protesta pacífica, ha sido la manera más insistente del pueblo para alzar la voz hasta los oídos lelos del gobierno. Con la cacerola sonando, el mensaje básico y elemental ha sido que no se aboga por la violencia. Ni proveniente del Estado ni del pueblo. Es verdad que la Policía ha recibido varios ataques de vándalos, y que algunos de sus miembros han sido heridos. Pero nada de esto ha sido justificado por el grueso de los marchantes, cuya única arma ha sido la bulla metálica de las cacerolas.
Ojalá Dilan no se hubiera convertido en un símbolo de la protesta, en un símbolo de la capacidad destructiva del ESMAD, a pesar de empuñar armas supuestamente no letales; de la fuerza juvenil que se erige para construir un presente que garantice un futuro digno para el país; de la lucha popular por mejorar las condiciones de vida a través de la educación, la salud y el trabajo dignificante; de la injusticia del Estado y su incapacidad para escuchar a la sociedad civil; de las otras muertes causadas por la violencia y de la impotencia que genera no lograr detenerlas. Dilan es un símbolo no pedido. Pero, a pesar de esto, es un símbolo que da fuerza a las luchas populares y a la búsqueda de una verdadera justicia social. Ojalá el único símbolo poderoso hubiera sido el cacerolazo, que es símbolo, pero también materialidad concreta, ruidosa, estentórea. Una materialidad resonante y pacífica, poderosa y dignificante, explosiva pero revitalizante.
Paz en la tumba de Dilan Cruz. Paz para todos los policías, porque ellos, al igual que Dilan, son el pueblo. Paz para Colombia, y que la fuerza pacífica de las voces populares continúe.