“Material descartable: relatos de identidades trans”, es un compendio de historias a partir del diálogo y el intercambio que la periodista Ana Carrozo tuvo al zambullirse en la comunidad trans. Estas páginas recorren temas como el sistema de salud, la prostitución, la discriminación, los travesticidios, la violencia policial e institucional y la violación de derechos y la identidad de género; saltando de la primera a la tercera persona para llevar al lector por un viaje que privilegia la jerga de las voces protagonistas. A continuación, Cosecha Roja comparte un capítulo.

Junio de 2015. Era muy chica cuando decidí que quería inyectarme silicona.
“¿Cómo hacés para tener ese cuerpo?”, le pregunté a una amiga. Yo quiero tener un cuerpo como el tuyo. En ese entonces era un pibito.

—Bueno, vos querés tener mi cuerpo, vas a tener mi cuerpo —me respondió. Contactó a una amiga tucumana y cuando la conocí me dijo que me veía al día siguiente en mi casa.

¿En mi casa? Me sonó un poco extraño, aunque no tanto como para cancelar.

tapa-libroNo tuve en cuenta cómo, dónde, quién me lo iba a hacer: si era doctora, si era travesti, si era un mono que me iba a poner culo y tetas. Estaba empecinada con cambiar mi apariencia sin importar los medios.

Esa fue la primera vez, tenía 19 años. Venía hormonizándome desde los 15 años, como todas hacemos, como para que el cuerpo tolere la silicona. Lo había adiestrado, digamos, o eso creía.

De todos los riesgos que implica colocarse silicona, el primero que corrí fue una mancha rosada que me apareció en el glúteo y alrededor de la zona. Cuando lo noté, fui a un cirujano y le pregunté qué me había pasado. Me explicó que lo que me pusieron, además de ser clandestino, no era estéril.

Para inyectar la basura que me pusieron —que, calculamos, era silicona líquida, aunque también ponen otros aceites o la combinación de dos o tres aceites diferentes— se utiliza una troca que, si se coloca superficialmente, hace que el cuerpo tienda a expulsar todo. Pero le resulta imposible. Las partículas que componen esa mugre, que me dijeron que era algo así como Copolímero, necesita salir pordonde sea y lo intenta a través de los poros.

Un tiempo después, averiguando, me enteré de que en la farmacia la venden como silicona medicinal.

Silicona al fin.

En mi caso, la silicona estaba muy cerca de la piel, todas esas partículas se adosaron e hicieron que la piel de mis glúteos y piernas se oscurezca, como le ha pasado a muchas de las chicas que han pasado por lo mismo, además de la rotura de los vasos capilares, para lo que puede haber un tratamiento, pero nunca una solución definitiva.

Esas son todas las porquerías que tiene la porquería que me dejé inyectar.

 

Septiembre. Estaba enloquecida porque quería más cuerpo, no contenta con el que tenía, con el agregado. Otra mujer me ofreció colocarme más.

—Vos quedate tranquila que con esta segunda aplicación la mancha va a disminuir —me convenció, quedamos en hacerlo el fin de semana.

No tenía idea del dolor que iba a padecer esa segunda vez.

 

sil001Domingo. Ya sabía cómo iba a ser el procedimiento. Le pagué y me acosté en la mesa del comedor de mi casa. Esta es una de esas chicas malas que todas conocemos, no voy a dar el nombre.

Ni bien me clavó la troca, mandó a una de mis amigas a comprar cerveza, y yo me quedé con la aguja clavada. Mi mamá, junto con dos amigas y mi hermano, me miraba. No entendía.

—Se tomará una cerveza y empezará —pensé. No sé por qué dejé que siguiera. Habrá sido por el miedo que le tenía.

Me puso un litro de silicona borracha. Se tomó un cajón de cerveza mientras me inyectaba. Yo no dije ni “a”. Fue terriblemente doloroso, tardaron muchas horas. Imaginate que el acrílico es espeso: me sostenían entre varias personas porque el dolor hace que el cuerpo se mueva involuntariamente.

No sé por qué nos dejamos hacer esas cosas, por qué permitimos pasar por ese dolor.

Recuerdo que ella me decía:

—Ah no, puto, vos me pagaste para que te ponga silicona, no para que lo disfrutes. —Y ¡pa! me pegaba para que me doliera todavía más. Me hacía bromas como si yo estuviera gritando de placer.

Esa noche me quedé acostada, me sentía agotada.

 

Lunes. Me desperté con algunas molestias, pero nada intolerable, seguí durmiendo. Al mediodía fue cuando empecé a tener algunos síntomas: un pequeño bulto el primer día que se transformó en una pelota al segundo y para cuando llegó el tercero, era una dureza todavía más grande. Al cuarto día no podía caminar.

Lo primero que hice fue ir al Hospital de Clínicas, donde me dijeron que debía hacerme una ecografía. Ahí fue cuando descubrí que la silicona no se ve a través de una ecografía. Querían ver qué tenía debajo de la pelota y no podían. Me derivaron directamente al Hospital Fernández.

Según el diagnóstico, podía ser un absceso: me dieron antibióticos y me mandaron a mi casa.

—Pasate limón caliente, te va a calmar —fue lo último que escuché, y la doctora me abrió la puerta, invitándome a salir.

 

Martes. Insoportable el dolor, los glúteos estaban más hinchados —en ese momento estaba en pareja—. Mi mamá vino a hablar conmigo, yo estaba muy dolorida y le conté que había ido ya a dos hospitales. Les rogué que me ayudaran porque no podía caminar.

Me llevaron a la guardia del Fernández, ya con fiebre y dolor constante. Me mandaron de vuelta a mi casa.

—Probá con antiinflamatorio y hielo —sentí que estaban experimentando conmigo.

Tenía mal color, cuando caminaba sentía que me latía y que el hueso de la cadera hacía ruido, como si hubiera arena, como si el cartílago tuviera algo y raspara. Además, no paraba de hincharse.

—Cada uno conoce su cuerpo —le repetía a mi mamá.

Mi cuerpo no está bien, yo tengo algo.

—Hernán, siento cómo me late constantemente —le suplicaba a mi marido que hiciéramos algo.

 

Jueves. Me era imposible soportar el dolor. Me acerqué al Muñiz. Mirá los hospitales que iba recorriendo. Ahí me dicen que tengo siliconoma.

—Es el principio y va a ser cada vez peor, eso que te salió en la cola va a trasladarse a todo el cuerpo. —Las palabras del doctor no eran muy alentadoras, pero por lo menos me estaba hablando de un diagnóstico.

Lloraba, me quería morir, sentía que me iba a explotar el cuerpo en cualquier momento.

Regresé a mi casa desilusionada, creyendo que me moría, que no tenía solución. No me dijeron si había otra opción, si tenía arreglo, si lo iban a estudiar. Sólo sabía que iba a empeorar pero no de qué manera ni hacia qué zona del cuerpo.

Tenía que sacar turno para que me viera un especialista, ni siquiera me derivaron en el acto. Me dolía tanto que no me podía vestir, no me podía parar, mucho menos caminar. Andaba con una pollera de bambula blanca —se usaban en ese momento—.

 

sil002Viernes. Mi marido fue a ver a un cirujano que conocíamos, con el que teníamos buena relación, a la clínica privada donde atendía ese día. Le pedí que le contara cómo estaba, y me mandó a decir que me quedara tranquila y que fuera en la semana al Hospital Eva Perón, para no tener que cobrarme.

 

Lunes. Me acerqué a primera hora, desesperada y me acostó sobre la camilla. Mientras me tranquilizaba, buscaba —me decía— un lugar blando.

—Ya lo encontré. ¿Empezamos? —Y, sabiendo que no tenía que esperar respuesta, sacó un maletín de acero inoxidable de un mueble y le pidió a mi marido que llamara a tres enfermeros más así intervenía ya mismo.

—A vos te pido que te quedes quieta —y me señaló que me quitara la pollera y la remera.

Pasé por la misma situación que cuando me inyectaron la silicona: un enfermero me sostuvo de un brazo, otra de otro brazo, los demás de las piernas y él, sin anestesia, me perforó con una especie de aguja.

Sentí que el cuerpo se me aflojaba. Y mucho calor. Un calor que chorreaba.

—Por favor, no te muevas —el doctor me miraba y me repetía que él me iba a curar. Después del pinchazo, ya no me sostenían. —No sabés todo lo que estoy sacando. —Podía ver que estaba espantado.

Empezó a apretar arriba de la zona, en el costado de la espalda, y yo sentía que chorreaba. Presionaba en la ingle, en la entrepierna, y chorreaba. Pasaba por la cadera y podía sentir cómo escurría. Me abría las piernas, y podía notar cómo salía el pus por el orificio.

Me estaba invadiendo, la silicona no dejaba que se viera, ningún médico me hizo una resonancia magnética. Me estaba pudriendo por dentro.

La sensación que tenía era la de un forúnculo, pero al por mayor, y no me molestaba una zona en particular, sino todo el cuerpo, que en ese momento entendí que se debía a que estaba entrando en estado de putrefacción.
Hizo todo lo que pudo para resolverlo rápido y para que no tuviera que pagar ni un centavo.

Me quedó un pozo en la cola.

—La infección va comiendo no solo los tejidos sino, a su vez, la silicona —me explicó, me dio las instrucciones para que lo dejara drenando y me mandó a mi casa.

Me solucionó el problema, me salvó la vida. Me dejó cuatro días drenando. Me ponía apósitos muy grandes, los doblaba en cuatro capas, los envolvía en gasa, los apoyaba sobre la cola y los forraba con cinta.

Ese procedimiento, decena de veces.

Pasaron los años, no tuve mayores problemas con la silicona ni con las hormonas. Me seguí inyectando Perlutal.

Uno de mis errores —por eso digo que no me tomen como ejemplo— es haber consultado a los médicos después de hacer las cosas. Esas cosas que sabía que estaban mal.

No uno, sino varios, me dijeron: la Perlutal es lo peor que hay.

 

Diciembre de 2016. Se me hinchó una pierna y tomó un color rojizo. Pensé que me había golpeado porque apareció un tumulto. Con mirarme, te das cuenta de que la silicona ha bajado hasta los tobillos. Me ha pasado de golpearme en alguna zona y que se me haga un bulto por el acrílico. Me quedé con esa idea hasta que pasaron unos días y desapareció. No le presté atención, pero a la semana el tumulto volvió.

—Algo anda mal —pensé. Desde esta segunda vez, nunca paró de hincharse y ponerse duro.

Tenía los poros abiertos y la pierna de color morado. Consulté a una infectóloga, tengo confianza con ella, trata con la población trans. Me atendió sin turno y su respuesta fue que me tenía que hacer una radiografía. Otra vez la misma historia: la doctora no sabía que lo que se encuentra debajo de la silicona puede verse únicamente a través de una resonancia.

—Doctora, tengo silicona en mi cuerpo —le dije, sospechando, sabiendo que migró hacia los tobillos.

Me respondió que como en las piernas no me había inyectado, no sería problema, a lo que contesté que tengo en la cola y que si me mira los tobillos, se va a dar cuenta de que tengo también ahí.

No estaba convencida. Optó por consultarlo con unos colegas. Estaba sentada junto a la asistente social cuando llamó por teléfono. Colgó, me miró y me reconoció que tenía razón.

—Te voy a dar dos noticias, una buena y una mala. —Se paró y buscó el talonario. “Primero, te voy a dar un tratamiento antibiótico de diez días porque, posiblemente, tengas una infección y no la estemos viendo”. Y anotó.

Lo malo era que me tenía que hacer una resonancia magnética, cosa que ya sabía. El estudio en sí no era un problema, sino los tiempos hospitalarios. Mientras, hacía la receta y cada vez que paraba, mordía la punta de la lapicera. Me ponía más nerviosa.

—De acá a que vos tengas los resultados del estudio, podés no tener la pierna —me dijo. La otra posibilidad era que se produjera una trombosis y me diera un paro cardíaco.

—O que la infección vaya a la sangre y produzca una. —Terminó de escribir y se levantó para buscar el sello.

Tuve que estar con la pierna para arriba, porque si ese coágulo se movía podía tener un infarto cerebrovascular o un infarto al corazón. Estuve mucho tiempo así.

Por otro lado, existía la posibilidad de que fuera flebitis, pero no teníamos diagnóstico, entonces no podían tratarme. Juntamos dinero para hacerme una resonancia magnética, me ayudaron muchos amigos. Mis ahorros se habían ido con el pago a la chica mala de la silicona.

Con los resultados, la doctora pudo aclararme que no tenía trombosis, por suerte, que no se trataba de una infección.

—Puedo deducir que tenés la sangre espesa —me dijo y pudo ver en los resultados de la bendita resonancia que tenía una várice comprimida por la silicona, porque esta había formado una especie de traje de neopreno.

—La sangre, al ser espesa, no circula. La várice quedó atrapada y con el calor tiende a expandirse —me explicó.

Desde fines de octubre hasta principios de diciembre estuve en cama, con la pierna para arriba, muy asustada porque pensaba que la perdía.

Cada vez que veía a la doctora le pedía que me abriera la pierna.

—No me importa la cicatriz que me puede llegar a quedar. Si hay algo, que salga —le repetía. No le tenía miedo a nada que no fuera perder la pierna.

En adelante, seguimos un tratamiento con un anticoagulante, que de por vida lo tengo que tomar, sumado a seguir los consejos de la doctora.

—Siempre que puedas, ubicá las piernas hacia arriba.— Cuanto más tiempo lo hago, es mejor. Con el paso del tiempo, puedo ver algunas las mejoras.

* * *

sil003No era cuestión de competir con la otra, sino de mirarte al espejo y no reconocerte. También tiene que ver con las clases sociales de las cuales venimos, porque aún sabiendo lo perjudicial que podía ser, de todas formas, lo hacíamos.

—Yo quiero, puedo y lo hago —me acuerdo de haber dicho.

La Ley de Género ha cambiado un poco las cosas, hay una adecuación de los cuerpos que antes no existía —aunque en muchísimos lugares no se llegue a aplicar—. Venía una de estas chicas malas y, si no estaba borracha, había que darle un premio. Te clavaba una aguja tremenda que implicaba un gran sufrimiento y te ofrecía agregarte en otra zona por unos pesitos. Ya estabas en esa situación y accedías.

No me tendría que haber inyectado esta porquería. Lo hice en parte a consciencia y en parte inconscientemente. Ahora que el problema ya existe, me pregunto, ¿tomamos consciencia las que ya tenemos silicona en nuestros cuerpos? Debemos hacerlo por las que no se han inyectado. No estamos a tiempo de revertir lo que les hicimos a nuestros cuerpos, pero sí podemos solidarizarnos con las más jóvenes, para que sus generaciones no tengan que pagar el derecho de piso que pagó la nuestra.

* * *

A su alrededor, unas veinte o veinticinco personas escuchan atentamente. Mujeres cisgénero y transgénero, una que otra travesti y el chico que administra el teatro, sede de la reunión. Por un momento, comenzaba a respirarse cierto fastidio a partir de que el hombre trans interrumpiera, con aires de superioridad, reiteradamente, a más de unx compañerx, antes de abandonar la reunión.

Unx de lxs chicxs, que por lo visto es quien intenta mantener el orden pide que, por favor, “si vamos a hablar, antes levantemos la mano”. Marcela, militante, futura enfermerx, no tarda en imponerse y apura a Gabriela.

—¿Y quién fue la que te puso la silicona?, ¿la Lorena tucumana o la Débora Karina? —le pregunta, acomoda una pierna sobre la otra y apoya el codo sobre la rodilla. Al inclinarse, logra intimidar.

—No importa quién fue, estoy corriendo riesgo contando esto —da la sensación de que, si insisten, Gabriela podría llegar a hablar.

—No podemos seguir protegiendo a estas delincuentes. ¿Quién fue? —Por un momento, los mates dejan de circular. Marcela cambia de pierna con evidente ansiedad.

Un termo de plástico cae seco y empieza a desparramar agua. Es el fin de su vida útil. Gabriela se distrae pero responde, sin dudar, que si esta gente se aparece en mi casa, nadie va a ir a defenderme.

A su alrededor, algunas de lxs chicxs asienten con la cabeza.

—Hablar es la única forma que tenemos de denunciar estas atrocidades. No estás sola —le dice Marcela, y conquista a una parte del público, incluso a algunxs de lxs que recién aprobaban a Gabriela.

La otra insiste con que lo mejor que tiene para decir es que no lo hagan. No interesa si fue la Débora Rito, la Chavo, la Lorena, la Negra Miguel. Y dice: “lo importante es que tengamos la valentía de decir que no”.

La tensión es evidente. Hay quien se acomoda en su asiento. Gabriela entrega el mate que tenía en su mano y continúa.

Lo importante es que generemos conciencia, porque si el colectivo trans deja de acceder a estas intervenciones, parte de la justicia ya estará hecha. En el interior se está usando silicona con vaselina y con aceite Johnson. Los nombres no son relevantes cuando los cuerpos siguen transformándose en una bomba de tiempo.

El silencio envuelve sus palabras y hace que retumben en la sala. Nadie responderá nada.