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La idea de visitar la cárcel de San Pedro en mi paso por la ciudad de La Paz me generaba una inquietud y expectativa diferentes. He visitado muchas prisiones a lo largo de mi vida, pero las referencias y lecturas previas me decían que esta experiencia iba a ser diferente. Algo distinto de todo lo que había visto con anterioridad.

Jennifer Guachalla, coordinadora de APP Bolivia había conseguido que el director del penal autorizara nuestro ingreso al recinto, trámite que no suele ser tan sencillo de lograr.
Jenny pasó temprano por el hotel y en mi imaginario estaba la idea de que la prisión se encontraba en las afueras de la ciudad, como se emplazan la mayoría de los establecimientos en todas partes. Tomamos una combi, de las que pueblan las calles de La Paz, y grande fue mi sorpresa cuando descendimos a los diez minutos de viaje. Es decir, en pleno centro de la ciudad.

San Pedro tiene la imagen exterior de cualquier cárcel, altos muros con apariencia de antigüedad y notorio deterioro. Es que el edificio fue construido en 1895 bajo el diseño del panóptico, para albergar a 300 personas. Un proyecto evidentemente abandonado a la luz de las 2.740 personas que actualmente conviven en ese espacio de unos 8.500 metros cuadrados (poco menos de una manzana).

El ingreso es un clásico portón (uno imagina que era el espacio necesario para que entrara un carro tirado por caballos) y sorprende la aglomeración de personas que, a los gritos, pugnan por ser escuchadas en sus reclamos. En esa hora del día se veían mujeres y hombres (muchas mujeres ataviadas con la clásica indumentaria indígena) que acarreaban bultos de todo tipo y tamaño, sin ningún control. La primer idea que se me cruza por la cabeza (para nada ingeniosa) es que en esos paquetes debería ingresar la mercadería que se supone se encuentra en su interior (huevos, fideos, harina), pero también cualquier otro tipo de objeto (dejo librado a la imaginación de los lectores los objetos a que me refiero).

Jenny se planta a la entrada e invoca que tenemos autorización del director para ingresar, pero allí nadie sabe nada. Llama por teléfono al contacto y a los pocos momentos aparece una señora con un papel en la mano que, supuestamente, sería la orden del director para nuestro ingreso. Los guardias observan el folio y parecen no tener comentarios. Jenny llama un “taxi” de entre las decenas de individuos que están al otro lado de la reja mirando todo lo que ocurre (“taxi” es una persona privada de la libertad que se encarga de contactar al visitante con el visitado a cambio de un estipendio en dinero). Sin embargo se nos interpone un señor que luego sabríamos que era el presidente de la Comisión de Delegados, que no dice que no es posible entrar a la cárcel para conocer su funcionamiento. Nos menciona que han tenido experiencias muy negativas de personas que han entrado y luego han expuesto a la opinión pública una imagen distorsionada y amarillista de San Pedro, que los perjudica. Jenny insiste. Le dice que el visitante (yo) es argentino y que ha venido especialmente para hacer esta visita. Que por lo menos nos contacte con un representante deportivo o religioso. El Presidente reflexiona un momento y decide contactarnos con un delegado que vivió mucho tiempo en Argentina.

Llega el mentado delegado (un hombre robusto) y a sus órdenes los guardias abren el portón y permiten nuestro ingreso. En un mar de personas (insisto, 2.740 personas encerradas en un espacio para 300, de poco menos que la superficie de una manzana) seguimos a nuestro nuevo amigo que nos lleva por unos pasadizos y nos hace subir una escalera hasta su despacho. Nos recibe muy amablemente y se disculpa porque en ese momento no hay luz, ya que hay demasiados artefactos eléctricos conectados que no son resistidos por las líneas de alimentación. El recinto tiene un escritorio, armarios y varios sillones. Nos sentamos y pide unas gaseosas que nos ofrecemos pagar, pero se niega.

Nos presentamos, tratando de ofrecer nuestra mejor versión, que le inspire confianza y nos permita introducirnos en ese mundo. Creo que lo logramos, ya que comenzamos un diálogo fluido y amable. Nuestro “interrogatorio” es intenso y diverso, ya que son demasiadas las cosas que nos llaman la atención. El delegado nos cuenta que se crió en Argentina. Sus padres lo llevaron allí cuando tenía dos meses y estuvo muchos años en Tartagal. De hecho, también estuvo preso en nuestro país. Nos dice que ahora está en San Pedro desde 2009.

Sus primeras referencias son a la organización interna del penal, que se encuentra bajo el control y gobierno total de las personas privadas de la libertad. Me dice que los penitenciarios no ingresan al interior de la cárcel. Hace referencia a que hace pocos meses los agentes estatales entraron a Palmasola (la otra gran cárcel boliviana, ubicada en Santa Cruz de la Sierra y que también funciona con este sistema) con el propósito de “extraer” a un preso, aventura que terminó con 6 personas muertas.
San Pedro se encuentra dividida en nueve barrios o secciones (Los Pinos, La Cancha, Chonchocorito, El Palmar, Guanay, Los Álamos, San Martín, La Prefectura y La Posta). Cada barrio tiene entre 250 y 300 personas en su interior.

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Todos los años, por ley, se celebran elecciones dentro del penal para elegir los delegados de cada barrio o sección. Juan nos cuenta que los candidatos van haciendo sus campañas, diciendo qué es lo que se proponen hacer en sus respectivos barrios en caso de ser electos. En algún punto, para que se comprenda, vienen a ser una suerte de intendentes o alcaldes de sus respectivos barrios. No me atrevo a preguntar acerca de la pureza y transparencia del sistema electoral y las posibilidades de ser candidato, aunque razonablemente puedo presumir algunas cosas. También nos dice que en las cárceles bolivianas todos los presos votan en las elecciones generales.

El próximo tema es el pago de los presos por sus celdas o espacios para vivir. El delegado nos confirma que las cosas funcionan de esa manera, como en cualquier sociedad capitalista. Las personas pagan distintas sumas de dinero para tener un lugar para vivir. Los que tienen mayores recursos acceden a lugares más dignos, mientras que los que no tienen dinero deben trabajar para la comunidad (principalmente en tareas de limpieza) para ganarse un techo.

También nos comenta que con lo que se recauda se reinvierte para mejorar las condiciones de vida del penal y que, inclusive, los remanentes al cabo de cada año son distribuidos entre los internos. Nos dice que el año pasado cada preso de su sección recibió unos 150 ó 200 bolivianos (algo así como 30 dólares).

También se queja por el absoluto desinterés del Estado sobre lo que ocurre dentro de la cárcel, sobre las enormes dificultades para acceder a derechos mínimos y, principalmente, sobre la indiferencia del Poder Judicial sobre la suerte de las personas privadas de la libertad. Nos refiere distintas historias que nos dejan con la boca abierta.

Las de personas presas por años por la posesión de 8 gramos de marihuana, o de personas que cumplen completamente sus condenas y continúan presas. También nos refiere que la mayoría de sus compañeros se encuentran bajo prisión preventiva (efectivamente, en Bolivia aproximadamente el 70% de los presos son preventivos).

Le pregunto sobre el acceso de los presos a la telefonía celular y me responde que se encuentra prohibido, aunque la mayoría de ellos los tienen en su poder, como ocurre en la mayoría de las prisiones.

A nuestras preguntas nos confirma que en el interior de la prisión hay muchas familias viviendo en comunidad (los presos con sus parejas e hijos). Ocurre que en algún momento ingresaron para una visita y simplemente allí se quedaron.

Seguimos conversando y le pedimos recorrer el establecimiento, a lo que accede gustoso. Se levanta y pide a otros internos que le manden dos personas de seguridad de confianza, para que nos acompañen en el recorrido. Le pregunto si puedo sacar fotografías y me dice que lo haga en su sector, pero me hace una mueca respecto de las otras secciones.

Aparecen los dos “seguridad”, robustos y de aspecto intimidatorio y les dice que se coloquen los chalecos, que vendría a ser el distintivo de sus funciones. De todos modos nos dice que no tengamos temor, que ahora han logrado pacificar la cárcel, que hay muy pocos episodios de violencia. Que en otras épocas si hubiéramos pasado por alguno de los sectores por los que íbamos a ir, seguro que nos hubieran apuñalado. Pero ahora no, lo que nos da una cierta y relativa tranquilidad.

La comitiva (Jenny, el delegado, los dos seguridad y yo) comienza su recorrido como si se tratara de una comisión de Naciones Unidas, o algo parecido. Tanto el delegado como los seguridad se comportan como si fueran penitenciarios (“señores… ¿no saben saludar a los visitantes?”, a lo que todos responden con un estentóreo “buen día”). De todos modos, confirmando lo que nos había dicho antes, observamos un panorama tranquilo. Todo el mundo nos saluda con amabilidad y respeto. A nuestro paso, en otros sectores, también vemos a otras personas encargadas de seguridad que portan unas suertes de tonfas (palos) para asegurar su cometido, de ser necesario.

Lo primero que se observa es el mar de personas. No podría resumir el estado de sobrepoblación de otra manera: un mar de personas que se desplaza de un lugar para el otro o que, simplemente, está ahí, dejando transcurrir el tiempo.

La cárcel, como no podía ser de otra manera, ha tenido que crecer para arriba, en un fallido intento de amparar a ese mar de personas. La apariencia es la de cualquier villa urbana, con edificaciones que se elevan en cuatro o cinco plantas precarias. Escalerillas, pasadizos, amontonamiento de objetos de todo tipo, ropas colgadas en todas partes, como ocurre en todas las cárceles. Vemos todo tipo de barrios, algunos con un mejor aspecto, otros peores, como también pasa en nuestras ciudades. Algunos bien pintados, con evidente aseo, y otros en sus antípodas. Cuando pasamos por uno de los tantos pasadizos de esta megalópolis carcelaria nos invade un olor acre indescriptible. Lo miro al delegado y me dice que es el aroma que sube de las cloacas. Veo allí a decenas de personas que no parecen percibir ese olor, probablemente acostumbradas a estar en ese lugar.

Hay numerosos puestos y tiendas que ofrecen, básicamente, productos alimenticios de toda índole, como en cualquiera de los tenderetes que se encuentran fuera de la cárcel. Comidas, bebidas de aspecto dudoso, pero también ferreterías, donde se pueden adquirir otro tipo de productos.

Vamos a la cocina que, supuestamente, debe alimentar a las 2.740 almas que allí se encuentran. Cuesta entender lo que sucede adentro de ese espacio reducido. Muchas personas que ocupan completamente el lugar alrededor de las ollas, en cuyo interior bulle algo. Alcanzo a distinguir arroz y un olor que me resulta muy poco agradable. Me retiro agradeciendo la amabilidad por haber interrumpido sus labores.

Pasamos luego al único espacio de trabajo, que se trata de una carpintería, donde unas 50 personas se afanan por producir muebles y artesanías de todo tipo. Como en todas partes, nos reciben con gran amabilidad. El ambiente es muy denso por el polvillo en suspensión y la ausencia de aire. Las personas que allí están se encuentran cubiertas de polvo. Le pregunto si ese ambiente no perjudica su salud. Uno de los muchachos se sonríe y me siento francamente estúpido por la pregunta que hice. Nos comentan que cada persona trabaja por su propia cuenta, tratan de conseguir personas a las que poder venderle los productos. Les pregunto si no les convendría cooperativizarse para mejorar las posibilidades comerciales, y me mira con algo de duda.

La próxima parada es en la cancha de futbol que, para nuestra sorpresa, es triangular. Nos explican que ello es por la falta de espacio pero que, de todos modos, se las arreglan para jugar. De hecho, en ese momento están celebrando un partido bajo la atenta mirada de un numeroso público (en rigor, en todas partes el público es numeroso). También nos dicen que todo el tiempo se celebran torneos entre los barrios, tratando de determinar quiénes son los mejores en el más popular de los deportes.

También en todas partes vemos a niños y niñas que juegan y corretean. Otros miran televisión. Se los ve alegres y entretenidos, integrados al paisaje.
Terminando la visita nos entrevistamos con algunas personas que nos refieren uno de los principales problemas que tienen para acceder a la libertad: conseguir un domicilio.

Ocurre que muchas personas son extranjeras y no lo tienen en el país u otras que sencillamente han perdido su arraigo luego del encierro. “Conseguir” un domicilio (que alguien certifique que el fulano vive en ese sitio y que allí permanecerá) cuesta entre 1.200 y 1.500 bolivianos, suma que resulta inaccesible para la mayoría de las personas encarceladas. Un connacional me dice que ya debería estar en libertad pero que no consigue el dinero necesario para pagar ese domicilio. Meto la mano en el bolsillo y le doy el dinero que tengo en ese momento, con la esperanza que lo acerque un poco más a la libertad.

Preguntas, preguntas y más preguntas. La visita va terminando. Nos sacamos alguna foto, pese a la prohibición. Restricción que me parece un tanto ridícula, ya que lo cierto es que la web está poblada de imágenes del interior de San Pedro.

El delegado nos lleva a despedirnos del presidente del penal (el mismo que hacía un par de horas atrás nos había negado el ingreso). Su despacho es espacioso. Hay varias personas privadas de la libertad uniformadas, que no sé qué función cumplirán. Allí también hay un escritorio tapado de papeles, como el de cualquier otro funcionario o ejecutivo. Nos pide disculpas y nos reitera que tienen muy malas experiencias sobre la propaganda negativa que los visitantes hacen sobre la cárcel, y por eso su reticencia a compartir la experiencia.

Le digo que lo comprendo y que no es nuestro propósito desacreditar injustamente esa forma de vida y gobierno de la prisión, lo que pienso sinceramente.
Nos despedimos con un apretón de manos con el presidente y un abrazo con el delegado.
Salimos y respiramos hondo, ya que son múltiples las sensaciones que nos quedan.

***

Esta columna pretende ser una mera crónica, lo más realista y objetiva posible, de mi visita a la cárcel de San Pedro. No es este el sitio para teorizar sobre la cuestión. Sin embargo, haré algunas observaciones, tratando de cumplir el compromiso que asumí con el Presidente del Consejo de Delegados pero, principalmente, porque me resisto a pensar que en una visita de un par de horas puedo constituirme en el censor o diagnosticador de un sistema penitenciario por cierto muy peculiar, y que viene gobernando la vida de las cárceles bolivianas desde hace muchos años.

La primera nota está vinculada con el evidente retiro del estado boliviano del interior de las cárceles. Es incuestionable (y me lo confirman las personas que han trabajado en el sistema penitenciario) que el Estado ha resignado su función y abandonado el mandato constitucional, para delegar la misión de resocialización en las propias personas a resocializar. Y esta conclusión es francamente preocupante y permite que en torno a las prisiones se genere un estado generalizado de corrupción, que rige la vida carcelaria. En mi estadía en La Paz escuché muchas historias, algunas probablemente “infladas”, propias de los rumores, pero otras que tienen ribetes francamente realistas. No soy quien para juzgar ese estado de cosas, pero no es trabajoso imaginarse la desnaturalización total y completa de las funciones penitenciarias.

La segunda cuestión está relacionada con el gobierno carcelario por parte de las personas privadas de la libertad. Insisto con la idea inicial de la columna, que me tocó ver con mis propios ojos: el servicio penitenciario, los agentes estatales, no ingresan a los recintos carcelarios. Todo lo que entra o sale de la prisión debe ser autorizado por las personas privadas de la libertad. Siempre he defendido y sigo defendiendo los sistemas autogestionarios al interior de las cárceles, donde las personas privadas de la libertad asuman la configuración de su propio destino y participen de modo muy activo en la regulación de la vida en común. Pero me cuesta aceptar que todo ello pueda ocurrir sin la mínima intervención estatal. Presumo (no me encuentro en condiciones de asegurarlo) que un sistema como el que vi en San Pedro es propicio para que se generen relaciones de subordinación, donde los presos que se encuentran en mejores condiciones, asuman el liderazgo en beneficio de algunos pocos y en detrimento de las personas que se encuentran en situaciones desventajosas (como, en definitiva, ocurre también fuera de las cárceles). Pero, ante este panorama, también me interrogo acerca de lo que ocurre en aquellos establecimientos donde el Estado tiene el control y gobierno de los recintos, donde los resultados no parecen ser más satisfactorios de los que se observan en San Pedro.

El tercer ítem relacionado con la responsabilidad incuestionable de quienes disponen que las personas se encuentren privadas de la libertad en condiciones tan extremas. Jueces y juezas que actúan con absoluto desinterés respecto de las condiciones de vida a las que someten a cientos de personas, la mayoría de ellas por delitos no violentos y que, seguramente, podrían tener un tratamiento más positivo y edificante que el que reciben en San Pedro.

Concluyo diciendo que, por fuera de las primeras impresiones, muy fuertes, no me encuentro en condiciones de juzgar a San Pedro. Primero (como dije) porque no creo que una visita por un par de horas sea un título suficiente para emitir juicios de esta índole. Pero después, porque el sistema no deja de reflejar, en una buena medida y de modo descarnado, lo que ocurre en la mayoría de las cárceles latinoamericanas y, fundamentalmente, lo que ocurre fuera de las cárceles de nuestra región. ¿Cuál sería el motivo para suponer que en sociedades desiguales y ganadas por la informalidad, las cárceles tendrían que funcionar de otro modo?