Laureano Barrera.- Cosecha Roja.-

Entre las 12 y las 12:30 del 19 de abril, tal vez como el ritual de iniciación de su cumpleaños, Diego Nicolás Núñez se fue con B. y G. en una de esas giras de las que su padre todavía reniega, aunque sea demasiado tarde. Tomaron un colectivo y se fueron a robar un edificio de Caballito, un barrio de clase media acomodada que habían fichado el día anterior. Pero algo salió mal: los chicos que lo acompañaban escaparon, Diego no. A Omar Francisco Núñez, su padre, una gendarme le dijo que estaba armado con un revólver Doberman calibre 22 de 10 tiros, que un vecino policía los sorprendió y hubo un tiroteo. Omar jura que llevaba dentro de un bolso un pistolón de adorno que –después supo- le faltó del ropero, con culata de palo y caño de metal. Hubo cinco detonaciones. Diego tiene cinco balazos, dos en la cabeza. Su presunto oponente, un policía Federal –o gendarme, aún no está claro- de 35 años, que estaba en su casa fuera de servicio, ni un rasguño.

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La casa de Omar, donde vivía Diego, es un sucucho descascarado en el corazón de La Boca, a tres cuadras de La Bombonera. Ahora la comparte sólo con su concubina Lucía, sus hijas menores, Camila (16) y Eliana (12) y dos perros marca perro. En la misma cuadra viven las mujeres mayores, Xoana (28) y Jéssica (27), y Francisco, el único varón que quedó. El lugar es muy chico: tanto que el tope de la puerta de calle es la cama matrimonial. Al pie, infaltable, está la televisión. Apoyada contra una pared, todavía está la cama que Diego bajaba al piso cada noche y levantaba cada mañana para no bloquear la salida a la calle. Encima, construido precariamente en madera, hay un entrepiso. A un costado, sin división alguna, la cocina. Y el baño es un pasillo oscuro separado apenas por un mantel.

De la pared ocre más visible, uno al lado del otro, cuelgan dos cuadros enormes: Evita y Juan Pablo Segundo. El mate de metal circula y la ronda es cada vez grande. Jéssica, Eliana, su esposa Lucía. También el hermano de Omar. El dueño de casa se apura a aclarar: “Hace un mes vendimos toda la esquina, era una casa grande, y compramos una camioneta utilitaria que iba a ser para Diego. Para que fuera fletero. Ahora estamos todos acá metidos”.

Omar quería que Diego trabajara de fletero, y que algún día, por qué no, fuera el dueño de su propia empresa.

 

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La vida de Omar y de su familia estuvo siempre cruzada por la violencia. Nacido en Misiones, se mudó a la provincia de Buenos Aires buscando algo más que su destino: bonanza económica. Su padre nunca estuvo. Su madre los crió a los ponchazos. A los doce se había enamorado de una chica más grande, del barrio, que lo había hecho debutar. “Yo fui un hijo de puta. Re verdugo. A los 17 ya era un viejo, las había pasado todas”. Entonces se cruzó con Lucía, su actual mujer. “Estaba en una crisis de calle, por lo que hacía, por la soledad”, recuerda. Le pidió a Lucía que fuera su novia; él necesitaba una mujer para toda la vida.

Lucía oye a su esposo y asiente con una sonrisa silenciosa mientras ceba el mate sentada en una silla.

El 14 de mayo de 1994, instalado en una localidad de la provincia de Buenos Aires que se llama San Miguel, se cruzó a cuatro tipos que querían asaltarlo. Diego tenía apenas un año. Omar se resistió y uno, que estaba armado, le pegó cinco balazos. La misma cantidad con la que hace diez días mataron a su hijo. Omar estuvo internado en el hospital Castex y se salvó de milagro. Pero los médicos no pudieron evitar que quedara parapléjico. Tuvo lesión lumbar uno y lumbar dos, le quitaron el riñón izquierdo y le extirparon parte del hígado. Fue un punto de inflexión en su vida.

– Cuando era chico, a Diego lo tiraba a la cama y jugábamos. Yo creo que esto de mi discapacidad lo afectó, hubo un montón de cosas que tiene que hacer un padre con su hijo, que yo no pude hacer. Me volví ausente- dice.

Después dice algo más, sin esconder la culpa.

– El último tiempo Diego estaba deprimido. Creo que pudo haberse sentido como me sentí yo: huérfano de padre.

Seis años después, el homicidio de un hombre que atacaba a su familia, del que la justicia lo absolvió, por emoción y porque consideró que fue en defensa propia, lo obligó a dejar San Miguel y buscar mejor suerte en La Boca.

– Lo único que quería era formar tipos de bien. Siempre le dije a Diego que nunca matara, porque al final, lo único que tiene la persona es lo limpio y lo sucio del alma. Y después de matar, ya no te podés limpiar el alma.

Ese es el consuelo que a Omar le queda: que a su hijo lo mataron, lo mataron como a un perro -subraya-, pero se fue sin llevarse a nadie.

– Y eso lo puede mantener inmaculado.

 

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Lo único que encontró Omar para meterse eran los hoteles para los sin techo del gobierno de la ciudad. “Eran pequeñas cárceles. Tenías horario para todo, ni siquiera podías salir y entrar cuando querías”. Esas jaulas, como él las llama, lo sublevaron. Empezó a protestar, se hizo delegado. Tanta representación dice haber tenido, que los hoteleros lo quisieron comprar.

– ¿Qué te hace falta?- le preguntaron una vez.

– ¿A mí? Una casa.

– Ya la tenés. Elegí una y te la pagamos.

– Si, pero ahora hay 14.000 personas atrás mío-, dice Omar haber dicho.

– No entres en ésa. Sé inteligente.

Después de las cordiales ofertas le siguieron los malos modales. El clima se fue poniendo denso. Omar dice que tuvo amenazas.

Pero la vez que decidió que se iban de ahí fue aquella en que una de sus hijas estaba friendo empanadas a las 11 de la noche. El encargado de fiscalizar los horarios apagó repentinamente la luz. La chica metió la mano en el aceite hirviendo. Omar dijo basta. O lo mataba, o se iban.

Y se fueron.

 

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B. golpea la puerta que ya está entornada, pero espera que Omar dé el permiso para entrar. Le da un beso a cada hermana, y saluda casi sin pensar su mano pequeña, transpirada y cruzada por una venda blanca en la palma, desde encima de donde nace el pulgar, pasando por los nudillos, hasta las primeras falanges de los dedos. Tiene seis puntos de sutura y el tendón tirante. B. calza unas zapatillas espaciales con resortes de amarillo fosforescente, que acompaña con un pantalón negro deportivo, y un buzo. Usa el pelo rapado, que le afina aún más sus rasgos finos, y tiene un tono de voz tenue y nasal. A veces relojea a Omar, como si buscara su aprobación, o su permiso.

– Esa noche estábamos comiendo un asado en la calle Olavarría porque jugaba Boca la Copa Libertadores- cuenta.

Ese miércoles 18 de abril, se preparaban para un asado con el que recibirían el cumpleaños 19 de Diego, pero antes, a las siete de la tarde, Boca enfrentaba en su casa al Zamora de Venezuela. B. es el único de los cinco o seis comensales de aquél asado que no es de Boca. Comieron pollo, patys y una rueda de morcilla. Habían tomado –no mucho, dice B.- y se habían fumado “un porrito”.

Después de la cena, como una prolongación inútil del festejo, B., G. y Diego tomaron un colectivo para Caballito. El día anterior habían visto un edificio fácil. Abrieron la puerta del hall y entraron al palier. Otearon. Después bajaron, Diego sacó la protección de la cámara de seguridad y la apuntó al techo. Salieron. Entre cinco y diez minutos después volvieron a entrar. Intentaron abrir la puerta de un departamento del cual –dice B.- no sabían si había gente o estaba vacío. Del departamento de al lado salió una señora. Preguntó qué pasaba. Después se abrió otra puerta. B. y G. bajaron corriendo. Diego estaba en el rellano de la escalera y por algún motivo se rezagó.

– ¿Había tomado?

– No, bah, un poco. Puede que estuviera un poco en pedo- contesta B.

– Andaba empastillado. A mí me dijeron los chicos que estaba empastillado- tercia Omar.

¿Estaba armado?

– Tenía un bolso negro con vivos verdes, con una escopeta de palo.

– ¿Y ustedes dos iban armados?

– No- dice B.

Ni él ni G. escucharon las detonaciones. “Tal vez –conjetura B.- porque fue en el momento en el que le pegué la piña al vidrio”. Tampoco vieron al matador. Cuando ganaron la calle, cada uno salió caminando por su lado. Se alejaron lo antes posible. No supo hasta el otro día que Diego, el Ñeri, el pibe de la esquina que conocía hacía más de un año, había muerto de cinco balazos.

 

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En todo el día siguiente, Diego no volvió a festejar su cumpleaños. Tampoco se había comunicado al nuevo Nextel que acababa de regalarle su padre. Omar fue a preguntarles a sus amigos. B. y G. fueron esa noche a su casa, pero no sabían –o no le dijeron- que estaba muerto. Al día siguiente ya tenía ese pálpito funesto. “A las 11 de la mañana le digo a mi esposa Lucia que iba a descansar hasta las 14 hs. y me levantaría para ir juntos a la morgue de la federal porque estaba convencido de que a nuestro hijo lo habían matado”. Omar encontró a su hijo en la morgue, como NN –a pesar de que se había hecho el nuevo DNI-, pero no le entregaron inmediatamente su cuerpo. El juez Rodolfo Carlos Cresseri, del juzgado de instrucción criminal Nº 40 de Capital Federal, retrasó la entrega del cuerpo para que pasara por Gendarmería y cotejaran sus huellas digitales en el registro de reincidentes. El sábado 21, después del mediodía, Omar llegó ala Unidad Especialde Investigaciones y Procedimientos Judiciales de Gendarmería. La subalferez Gabriela Eloisa Velásquez le dio entonces la versión oficial del hecho. Diego llevaba un Doberman calibre 22 de 10 tiros, y un policía federal de 35 años, en actividad, salió de su departamento del primer piso. Hubo un tiroteo, le dijo, en el que Diego murió.

– Mi hijo no estaba armado- le refutó Omar a la gendarme con toda la firmeza que le fue posible.

– Sí, estaba.

– Mi hijo no estaba armado- repitió el padre. Está convencido.

“Desde que perdí las piernas, me volví una persona mucho más perceptiva”, dice ahora, más tranquilo, Omar. “Vi cómo la mujer se puso colorada y puso una cara como de ‘y éste qué sabe’”.

Después lo hicieron pasar a hacer reconocer el cuerpo. Sí. Era Diego. Convencido, él más que nadie, de que la Justicia es un flan que se mueve de un lado para el otro y que puede tocar, por azar, el polo positivo o el negativo, Omar documentó su cadáver en una filmadora pequeña, cuya pequeña pantalla ahora gira y exhibe. La imagen impresiona: el cuadro muestra en un primerísimo primer plano la cara de Diego, un pibe morocho al que se le notan las imperfecciones de la piel. Cuando la toma se ladea temblorosa, deja ver el vendaje que comienza donde termina la frente y le envuelve toda la cabeza, igual que a los accidentados de los dibujitos. En todo el rostro tiene pequeñas cascaritas, como si le hubieran salpicado las chispas de una deflagración.

Esa es, para Omar, la prueba más cabal de que Diego fue ejecutado. Su cadáver tiene cinco balas y ningún orificio de salida. Una en la pierna, una en el abdomen, otra en el tórax y dos en la cabeza. La parábola de los disparos, asegura, fueron de arriba hacia abajo y de frente hacia atrás. “Me juego que los primeros le pegó, y con los tiros en la cabeza lo ejecutó”, repite.

El nombre del policía o Gendarme que disparó sobre Diego está consignado en la causa. La investigación está caratulada como homicidio simple.

Belén Beyrne, una de las abogadas dela Asociación Miguel Bru –que fundó la madre de un estudiante de periodismo desaparecido en 1993 por la policía bonaerense, y desde entonces acompaña a los deudos de los jóvenes muertos por la policía- patrocinará la causa judicial. La autopsia, de corroborar la versión de su padre, podría reducir bastante las probabilidades y encaminar el caso a una ejecución extrajudicial.

Unos días más tarde, cuando los chicos que lo acompañaban a Diego le contaron que andaba con una “recortada”, adentro de un bolso negro y verde, Omar se golpeó la frente con la palma de la mano: el trabucón corsario que le había regalado su hija. Omar se fijó en el armario y confirmó los peores presagios: se lo había llevado.

 

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“Yo quiero meterlo preso. Sacar de la calle un gatillo fácil, que se haga justicia. Lo de mi hijo fue homicidio agravado por alevosía y por ser policía. Y ojalá que les sirva a ellos”, dice Omar, y con un además del cuello lo señala a B. Que se den cuenta de una vez por todas, que el que anda procurando en la calle termina mal. Estuve 12 años, desde aquél asesinato por el que vinimos escapando, haciendo buena letra. Rompiéndome el culo para que ellos fueran hombres de bien”.

Omar, por primera vez desde que hace una hora y media comenzó la charla, llora. Durante un instante, como un nene. Después se seca las lágrimas con el puño, y se repone.

“Diego era otro cuando salía de esa puerta para afuera. Acá muchas veces ayudaba. A veces me decía ‘nunca te conforma nada de mí’, y yo le decía sí, quiero que sientas el sacrificio de tu trabajo. Además habíamos comprado una chacrita en Misiones, donde vive gran parte de la parentela, había plantado plantas de palta y había puesto unos panales de abeja. ¿No te gusta trabajar?, le decía al otro, a Francisco. Bueno, tomá, que las abejitas hagan el trabajo por vos. A veces pienso que si nos hubiéramos ido a Misiones, a esa bendita chacra, todo esto no hubiera pasado, que si lo hubiera alejado a tiempo de este lugar de mierda, donde los nenes de siete u ocho años están a las cuatro de la mañana jugando en la esquina, hubiera sido otra historia. Cuatro de la mañana, entendés. Yo le decía que se mantuviera alejado de todo, le suplicaba que aguantara unos meses que nos íbamos a un departamento a estrenar en Mataderos, que estábamos construyendo con las cooperativas, que no íbamos a estar más en este lugar”.

Omar casi no respira entre una palabra y otra. Como si necesitara hablar para no pensar.

“Yo tengo una ley acá en casa: yo me ocupo de ellos hasta los 21 años, después, cada quién tiene que solventarse. Él había trabajado en la cooperativa, pintando, haciendo changas de albañilería, bajo la mirada de los arquitectos. Pero no tenía demasiada constancia: a veces volvía acá para comer y al turno de la tarde ya no iba. Diego era impulsivo, medio burrito, pero no quería ser un gil. Ahora me queda cumplir la promesa de llorarlo todos los días, y de trabajar para sacar algo bueno de todo esto. Yo creo que tengo experiencia en trabajo social. Con la organización hábitat, con mi experiencia como delegado, con mi empuje para que los discapacitados tengamos los mismos derechos que cualquiera. Cuando Miguel Brú desapareció, en 1993, Diego nacía. Yo sé que hay muchas organizaciones, pero acá podemos poner alguna sede contra el gatillo fácil. Que su muerte pueda ser ejemplo para otros pibes.

Omar hace una pausa. Pequeña. Después lo mira a B., que ha estado sentado en la punta de la cama matrimonial, mirando un punto fijo, como en penitencia.

“Ustedes no dejaron tirado al Ñeri. Él por ahí los arrastraba, les aseguraba el consumo. Pero eso sí: vos tenés que comprometerte con vos mismo. A Diego ya le pasó. Que les sirva para dejar la gilada de una vez por todas. Vamos para adelante”.

B. asiente con un gesto leve el reproche de Omar. Como el de un hijo que acepta en silencio el reto de su padre.