Sergio Urrego, el nombre que Alba Reyes limpió. El joven se suicidó el 4 de agosto de 2014, al ser discriminado en su colegio por su orientación sexual. Esta es la lucha que libró su mamá para que su caso no se repita en el país.

Ya no retumban canciones de los Beatles, Celia Cruz y Emma Shapplin. Hay silencio en la casa donde Sergio Urrego vivió hasta los 16 años, en el barrio Cortijo de Bogotá. Su mamá, Alba Reyes, aprende a vivir con ese dolor indescriptible que se aloja en el cuerpo de una madre tras perder a un hijo. Su abuela, María Rosario Arenas, está enferma, pero a sus 93 años tararea desde la cama las letras que entonaba junto a su nieto antes del 4 de agosto de 2014, cuando él se quitó la vida en el centro comercial Titán Plaza. (Lea aquí: Gobernación de Cundinamarca culpa a papás de Sergio Urrego por su muerte)

El cuarto y la biblioteca del estudiante están intactos. La colección de Mafalda, los cuadernos que no alcanzó a estrenar y el cuadro de los Simpsons siguen ahí. Entre sus pertenencias merodea Oreo, la gata que, después de su muerte, se plantaba a las 5 p.m. al frente de la puerta esperando su regreso. Lo hizo todo un mes. (En video: El mural que le dice a Sergio Urrego que su legado está vivo)

Así transcurre la ausencia en la casa de Urrego cuando se cumplen tres años de su suicidio. El caso desnudó las fallas del sistema escolar y sentó un precedente judicial para impedir que una historia así se repita.

En mayo de 2014, una de las compañeras de Sergio les tomó una foto a él y a su novio besándose. La imagen llegó a las manos de un docente y escandalizó a las directivas del colegio Gimnasio Castillo Campestre. La muestra de amor entre dos hombres fue calificada, de acuerdo con su manual de convivencia, como una falta grave por ser “obscena, grotesca y vulgar”. A los jóvenes los obligaron a ir a psicología, los separaron, les abrieron un proceso disciplinario y les exigieron que les contaran a sus padres que eran gais. (Lea aquí: Las pruebas de Sergio)

Así se enteró Reyes de que su hijo era homosexual. Una mañana fue a Carulla y compró la ensalada de frutas que tanto le gustaba a Sergio. Estaba asustada, creía que le revelaría que iba a ser papá. Sentados en la mesa, los ojos se le llenaron de lágrimas. “Mami, tengo problemas en el colegio, porque me di un beso con un niño y ahora es mi pareja”, dijo él. “Tú no tienes que tener problemas por eso, porque yo no los tengo”, respondió su mamá. Se abrazaron y empezó la pelea para que la institución no lo discriminara y lo graduara de bachiller.

La reacción de los padres de la pareja de Urrego no fue la misma. Interpusieron una denuncia de acoso sexual en contra de Sergio, que después se desvirtuó porque antes de morir él dejó pruebas de que esa relación era consensuada. “¿Por esa denuncia ya no puedo viajar a Australia, mamá?”, preguntó el joven días antes de quitarse la vida. Planeaba estudiar inglés, para luego inscribirse en ingeniería ambiental o ciencias políticas.

La justicia en el caso de Sergio

El duelo ha sido fracturado para Alba Reyes. Un mes después de la muerte de su hijo inició el proceso judicial para limpiar su nombre. Con citaciones de por medio, fue hospitalizada en tres ocasiones por choques emocionales. Pero su hijo le había pedido en una carta que su nombre no quedara “manchado” de mentiras.

María Rosario Arenas, madre de Alba y abuela de Sergio, la apoyó en su lucha hasta que las isquemias transitorias fueron más fuertes. Ella se enteró, rodeada de paramédicos listos para atenderla, de que Sergio había muerto por un golpe en la cabeza tras ser hospitalizado en la clínica Shaio. A los tres meses supo que se trató de un suicidio, y desde entonces ha pedido justicia y ha estado en cada evento para honrar la memoria de su nieto. Eran inseparables.

El 3 de agosto de 2015 la Corte Constitucional escuchó a estas dos mujeres: despejó las dudas y aseguró que Sergio sí fue discriminado por el colegio debido a su orientación sexual. Y que sabiendo que la relación entre los dos alumnos era consentida, la institución acogió la denuncia por acoso sexual y actuó como si fuera cierta. La investigación disciplinaria sólo fue excusa para reprimir su homosexualidad.

El alto tribunal le asignó la tarea más compleja al Ministerio de Educación: revisar en un año los manuales de convivencia de las instituciones educativas del país para asegurar que se respete la orientación sexual e identidad de género. El plazo se venció el 15 de septiembre del año pasado y aún hoy no se ha completado ese examen. La cartera le dijo a este diario que de los 19.600 manuales se han revisado 5.610, es decir, el 28 %. No hay certeza de que el 72 % de los colegios no discriminen a sus alumnos.

Por otra parte, hace ocho meses se dictó la primera condena penal por este caso. Rosalía Ramírez, veedora del Gimnasio Castillo Campestre, firmó un preacuerdo con la Fiscalía y aceptó su responsabilidad. Fue sentenciada a 27 meses de prisión (que paga en su domicilio) y reconoció que se alteraron archivos donde se evidenciaba la persecución de la que fue víctima Sergio. El fallo fue histórico: el primero que castigó como delito la discriminación por razón de la orientación sexual.

Para el 25 de agosto está programada la audiencia preparatoria, previa al juicio contra la rectora del colegio, Amanda Azucena Castillo, a quien se le concedió la libertad por vencimiento de términos, y la psicóloga Ivonne Cheque. Son procesadas por discriminación agravada, falsa denuncia contra persona determinada y ocultamiento, alteración o destrucción de elemento material probatorio.

Que no se repita

Tres años después de la muerte de Sergio Urrego, su nombre está limpio. Pero la discriminación sigue. Una encuesta de Colombia Diversa y Sentiido reveló que el 67 % de los encuestados se sintieron inseguros en su colegio por su orientación sexual y el 23 % faltó a clase por lo menos una vez por sentirse desprotegido. Reyes creó la Fundación Sergio Urrego para que esto cambie y evitar que el caso de su hijo se repita. Con ayuda de la Universidad del Rosario, presta asesoría jurídica y psicológica a los menores que han sido discriminados por cualquier motivo en las escuelas. El día transcurre entre su trabajo, las llamadas de la organización y las súplicas para que la EPS atienda oportunamente a su madre.

Algunas noches anima a María Rosario para que cante El toro y la luna, la canción con la que recuerda a Sergio. Él se la imprimió con letras grandes, porque su visión estaba deteriorada. No sale de su casa sin guardar en el monedero ese papel. “Abuelita, ¿será que hay futuro?”, cuestionaba el joven. “¡Quién sabe! El futuro llegará cuando menos lo esperemos”, decía la anciana. Era su único nieto.

Alba Reyes se convirtió en mamá a los 27 años, cuando le faltaban dos semestres de publicidad en la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Cree que el asistir a clase desde la barriga contribuyó a que Sergio fuera un devorador de libros. Su biblioteca la consideró su mayor herencia y por eso dejó instrucciones de cómo repartir los libros entre sus amigos. Su inteligencia asombraba siempre a sus más cercanos. Obtuvo el primer puesto de las pruebas Icfes en el colegio.

Si pudiera cambiar algo, Alba dice que hubiera preferido haber viajado más con su hijo. El último viaje fue a Cuba y planeaban visitar Argentina, la tierra que conoció gracias a Quino. Esa es una promesa que su mamá tiene pendiente por cumplirle. Los órganos de Sergio no fueron donados, como lo pidió, porque así lo requería la investigación. Y aunque era ateo y no le gustaban los sacerdotes, su madre y su abuela oran por él a diario.

La conexión que sintió Alba con su hijo desde el vientre no se rompe, y cuando un médico le sugirió que por motivos de salud debía practicarle una histerectomía dijo un no rotundo. “Mi útero fue su cuna y es mi más grande recuerdo”, asegura ella. Es una conexión desde las entrañas.

Fotos: Cristian Garavito y Mauricio Alvarado / El Espectador

* Este artículo fue escrito en el marco de la Beca Cosecha Roja y fue publicado también en El Espectador (Colombia).