Con motivo del sexto aniversario de la masacre de Carcova, publicamos un adelanto del libro Carcova, historias marcadas por la violencia institucional de Matías Ortega.

Prólogo

“Ese día, cuando pasó la desgracia, nosotros estábamos lavando nylon” dice la madre de Franco en este libro. Habla del nylon que la familia junta, lava y vende para sobrevivir en la Carcóva, con acento en la ó, como sólo lo pronuncian los que viven ahí. La madre de Franco no ha hablado con periodistas, más bien ha escapado de ellos con la fe que infunde haberlos visto por televisión, dando a conocer ante millones de personas versiones inexactas, engañosas, criminalizantes, construcciones basadas en relatos policiales que hablan de enfrentamientos, de trenes atacados y de cosas que nunca sucedieron.

Pero a este cronista, Matías Ortega, la madre de Franco le cuenta: ya casi no puede lavar el nylon sola. Le hace acordar a su hijo. “Desde que él era chiquito trabajaba mucho con el nylon”. Se pregunta: ¿por qué cambió tanto su vida? Ya no tiene paciencia. Se responde: “Debe ser porque a la hora de comer, a la hora de salir, lo busco a mi hijo y no lo encuentro”.

Cuando la madre de Franco dice “ese día, cuando pasó la desgracia, nosotros estábamos lavando nylon”, está resumiendo mucho más que las historias y los conflictos que se cuentan en este libro. La naturalización de la violencia policial contra los pibes por portación de cara en los barrios a los que, al decir del cronista, “nadie llega por error”. Los modos de supervivencia y resistencia cotidiana de los sectores populares más excluidos, esos que necesitan reforzar un empleo en el sector de limpieza con el cartoneo en Quemaikén, parque temático de la pobreza, como lo define un “ciruja de tercera generación”.

Este libro habla de la violencia policial, de un Estado que reprime con más saña a los más vulnerables. De otras violencias. Pero también de las historias vitales detrás de la “desgracia” y el reciclado. Aunque su origen esté en la muerte de Franco y Mauricio, las cicatrices indelebles de Joaquín, la estigmatización de un barrio y un colectivo, el libro habla también de la vida y la lucha. De los modos de organización y participación, de la política, de los lazos que se tejen entre las mujeres -Raquel Witis, madre de Mariano, Alicia, hermana de Diego Duarte- familiares de las víctimas de la violencia institucional. De una clase de violencia que no termina con la muerte del hermano o del hijo sino que se perpetúa con otras formas, como aquí se narra, en la falta del acceso a la Justicia.

Entusiasma que Matías Ortega haya investigado y escrito este libro desde la Facultad de Periodismo y Comunicación de la Universidad Nacional de La Plata, una casa de estudios que es también un puente al territorio, y acá, además, un ojo en la cerradura de los compartimentos que separan algunos mundos.

El libro sitúa las historias de Franco, Mauricio y Joaquín, de sus familias y del barrio desde un espacio más amplio y ancho que los hechos. Sus historias hablan por las de tantos otros pibes que no tendrán un libro que rescate su memoria. No los cuenta desde el atril de las víctimas impolutas. Los cuenta desde las observaciones que sólo puede hacer un cronista que va al territorio y pasa tiempo escuchando a las personas que lo habitan, compartiendo con ellas muchos mates, tiempo.

Matías Ortega es un cronista con tiempo en un mundo que cada vez tiene menos tiempo y periodistas. Él va, escucha, conversa, mira, investiga, historiza, contextualiza la trama y narra sin artificios. Dimensiona: “Lo que no cambia es el enorme circuito naturalizado que se repite con la fuerza de una trompada en la cara. Como si José León Suárez no pudiera despegar de su historia maldita; una historia de inocentes liquidados por la espalda, policías asesinos y basurales de comida que crecen al mismo ritmo que el hambre”.

Un cronista con tiempo, sensibilidad y economía de palabras nunca falla. Los resultados están en las páginas que siguen, para leer de un tirón, sin que nada interrumpa este mirar a través de la cerradura, pero también vibrar, porque lo que él propone es ser testigxs de cómo se vive y cómo se muere y cómo se sobrevive y se lucha en un territorio icónico: el de los fusilados que viven para contar.
María Eugenia Ludueña

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Primera parte

El día de los fusilamientos

El barrio amanece silencioso, con esa extraña calma que antecede a las horas trágicas. Es el primer jueves de febrero de 2011 en Villa La Cárcova -o simplemente Carcova, según la apropiación de sus habitantes-. El sol abrasa la basura en las orillas del río Reconquista; el esqueleto de un auto se oxida en el agua podrida. Sobre la joroba de tierra que bordea las vías, botellas vacías, cubiertas y chapas enmohecidas tapan el verde seco de los yuyos.

No hay viento que sople sobre la calle Central, esa arteria que comienza en la Plaza de los Trabajadores de Suárez y conduce al corazón de la villa, un territorio laberíntico en el que conviven más de 20 mil personas, donde sobra la basura pero falta el agua, el gas y las cloacas.

De los tejidos de los cables cuelgan pares de zapatillas deportivas, viejo código transa que se repite en cada cuadra. Un monolito de ladrillos contiene imágenes de santos paganos, velas consumidas y cigarrillos intactos en señal de ofrenda. Una cumbia santafecina sobrevuela el barrio. Los bajos se escuchan desde lo de Mauricio, “el Pela”.

Después de ponerse unas bermudas blancas con rayas de colores, el Pela -flaco, ojos color café y pelo corto oscuro- se calza unas zapatillas negras y rojas, las mismas que utiliza para ensayar en la murga, las mismas con las que desparrama gambetas jugando de nueve. Sobre la mesa sobrevive un mate que María Elena dejó antes de ir a trabajar. El Pela sale en cuero. La calle lo cruzará con Pepe: aún sin buscarlo, siempre se encuentra con su primo.

En frente, detrás del portón celeste y sentado en el piso, Franco -grandote y de pocas palabras- limpia nylon con movimientos rápidos. Tiene las manos llenas de detergente cuando Belquis le avisa que irá hasta el cajero del centro, que no tardará. Él le promete que estará allí cuando regrese, para ir juntos a la quema. Rara vez “el Gordo” dice una cosa y hace otra. Hoy será la excepción.

Cerca del puente que cruza el brazo del río, Joaquín -la cara marcada, los labios finos- observa en silencio a Karen; su panza todavía no muestra indicios del embarazo. Él espera dos cosas de su futuro hijo: que sea de Chacarita y que no tenga que cirujear ni cartonear para sobrevivir.

Las horas continúan apacibles en este lugar del Conurbano, al que nadie llega por error. Después del mediodía, algunos pibes arman un picado en la canchita del comedor Los Alegres Pichoncitos. Otros preparan sus bicis para el largo camino a la quema; un trayecto agotador que une al Pela, al Gordo y Joaquín.

A la vera del llamado, casi burlonamente, Camino del Buen Ayre, se expande el enorme basural del CEAMSE. Un territorio tóxico donde llegan todos los días miles de personas del partido de San Martín para buscar comida o algo de valor: desde hamburguesas y salchichas al borde del vencimiento hasta cobre o electrodomésticos, los hallazgos más preciados.

Después de las dos de la tarde, una formación del Nuevo Central Argentino encara por las vías que atraviesan la villa y terminan en Zárate. Las vías tienen casas precarias de un lado y un desarmadero de la Policía bonaerense del otro. El tren tiene vagones de carga color amarillo y naranja, algunos con la sigla de MSC, Mediterranean Shipping Company.

Cuando la locomotora supera el puente, sucede lo inesperado. Un ruido ensordecedor, acompañado de un temblor inunda la villa. Nadie imagina que ese estremecimiento vendrá acompañado de otros peores.

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*

Al principio parece el sonido metálico de las máquinas del CEAMSE. Después la brusca frenada produce una tormenta de tierra que se levanta sobre las vías y, cuando el polvo permite la vista, alguien grita:

¡Descarriló un tren!

El motorman mira el GPS: son las 14.26 y el mapa le indica que está, prácticamente, en el medio de la nada. Cualquier sistema de radar indicaría que esta es una “zona peligrosa”. Rápidamente, los vecinos se acercan a ver la situación. Los pibes dejan la pelota y salen con los carros y las bicis a cuestas. En minutos hay más de cien personas rodeando la formación. Algunos vagones quedan colgando del puente que cruza el zanjón. El gusano de hierro está detenido en el tiempo: es un tren de carga que lleva autopartes y alimentos varado en medio de una de las zonas más pobres de la provincia.

Al observar la multitud, el conductor desengancha la máquina y se retira, perdiéndose por las vías. De los 32 vagones, hay siete descarrilados. Algunas personas intentan abrirlos con barretas, palos o lo que la imaginación les conceda.

Las cerraduras de un vagón ceden, dejando a la vista autopartes de vehículos marca Volkswagen y Renault. Los más rápidos agarran lo que pueden y salen por la calle Aguado. En su mayoría, es material plástico de escaso valor. Una mujer de remera blanca y shorts negros carga un paragolpes entre sus brazos y apura el paso entre las calles de tierra.

Buscan abrir otros dos vagones. Uno lleva productos de Arcor y otro de Bagley. Hay vecinos que se acercan a mirar la situación. “Yo pienso que va a venir la policía”, anticipa una mujer flaca con musculosa roja.

Media hora después llegan al lugar tres móviles de la Bonaerense, pertenecientes a la Seccional 4º de San Martín, advertidos por un delegado de la empresa TBA.

Los uniformados se parapetan del otro lado de las vías férreas, en el lateral del depósito de vehículos secuestrados de José León Suárez. Están acompañados de personal de la empresa ferroviaria. Con su llegada, el clima se pone tenso y la policía comienza a disparar balas de goma a modo de “dispersión”. Desde la villa, llueven piedras, arrojadas con la mano y con gomeras. Hay niños, mujeres y viejos entre los que conforman la escena.

Los policías labrarán más tarde un acta con descripciones temerarias. Allí dirán que hay “grupos de personas con sus torsos desnudos, con sus rostros cubiertos y todo tipo de elementos de peligrosidad en sus manos y otros que no se pueden divisar pero posiblemente podrían resultar armas del tipo casero”. Posiblemente podrían.

Tiempo después, aparecerá un video de un testigo anónimo donde se ve a un hombre de remera celeste y jean disparando un arma de fuego desde la calle lateral hasta donde está la formación, mientras otro de remera blanca recoge las vainas. Por esos disparos desde adentro de la villa, se señalará a “Andresito”, uno de los transas del barrio.

Según la versión policial, el escaso poder de fuego de la banda de “Andresito” amerita la llegada al barrio de refuerzos de las comisarías 2º, 8º y 9º de San Martín, y de la Policía Bonaerense 2 (PB2). Estos últimos arriban en motos de alta cilindrada.

Entretanto, el comisario Víctor Uhalde, máximo responsable de la seccional de José León Suárez, se dirige a su dependencia junto a otros efectivos a buscar pistolas lanzagases. Cuando se suben a los patrulleros, la tensión ha disminuido, aunque el impacto de los piedrazos continúa repicando en el casco de hierro del tren.

*

A las 16 los quemeros inician el trayecto hacia el CEAMSE. El basural abre sus puertas a las 17 y sólo tienen una hora para hurgar entre los desechos y encontrar su próxima cuota de supervivencia.

El camino hacia el “Complejo Ambiental Norte III” comienza al borde de las vías del ferrocarril Mitre. Antes de encarar por el sendero de toscas y barro seco, los quemeros se detienen a mirar el tren descarrilado. Algunos sueñan encontrar allí algo que les permita “salvar el día”. Van en pequeños grupos. Y ninguno dimensiona la peligrosidad de estar en el ojo de la tormenta.

El comisario Uhalde regresa de la seccional y los efectivos se reagrupan. Al ver la situación, los pibes se resguardan tras un montículo de chatarra ubicada a un metro del puente de chapa que da al barrio.

Ahora los uniformados ponen en práctica las “tácticas de combate” aprendidas en las academias: disparan con la pistola lanzagases y los pibes se ven obligados a correr, quedando al descubierto. Ahí se produce un quiebre.

*

El Pela observa que detrás de los vagones un policía se acomoda y le apunta con una escopeta. El sonido del plomo lo aturde y siente, en un parpadeo, cómo una bala le penetra el cuerpo.

–¡Me dieron! –alcanza a gritar, mientras la sangre le brota del lado izquierdo del pecho.

Herido, conteniéndose el dolor, logra huir del lugar y recibir ayuda. Al borde del desmayo, lo llevan a su casa y lo acuestan en el patio. Segundos después, un vecino lo carga en su moto para llevarlo a la salita Dr. Luis Agote, en las cercanías del barrio.

Suda una fiebre imparable cuando encaran a toda velocidad por la calle Central.

*

Joaquín también nota que está en la mira. Rápido, cruza el puente de chapa, mientras le rozan los perdigones de las balas perdidas. Entonces se da vuelta y recibe un disparo al lado de la columna. Entre dientes, lanza un laconchadetumadre, antes de meterse por una calle del barrio y empezar a sentirse mal.

Logra caminar media cuadra pero el dolor lo paraliza. Ahora observa el agujero rojo que le perfora la panza de lado a lado. Como la vez que casi se quema vivo, siente el ardor de una hoguera en el cuerpo. Y pronto se le complica la respiración. Apenas entiende cómo se encuentra al Pepe, a Chacha y al Chino, que también habían logrado escapar de los disparos, y lo suben al primer auto que se cruzan para llevarlo a la salita.

*

El Gordo no tiene tiempo para reaccionar.

Aún no se ha esfumado la nube de gases, cuando una ráfaga de plomo lo acribilla por la espalda. Su cuerpo se desploma al suelo. En vano, intenta un último rasguño en la tierra.

Lo cargan entre varios hasta la esquina de la Central y 2 de Abril. A regañadientes, puteando, un vecino lo traslada en auto hasta la salita.

Cuando su madre llega, el cuerpo del Gordo yace sin vida en una camilla ensangrentada.

*

El resonar de los disparos deja al barrio en un absoluto silencio, un estado de trance mudo. Más allá de los patrulleros, el horizonte es un enorme descampado de verde grisáceo.

Apenas se disipa el olor a pólvora, los vecinos vuelven a tomar las calles. Esa tarde nadie de Carcova va a la quema. Los familiares y amigos de los pibes fusilados salen en masa del barrio y toman la diagonal Joaquín V. González para llegar al Centro de Atención Primaria Nº 4, “Dr. Luis Agote”. El centro de salud queda justo enfrente de la Comisaría 4º. Todo sucede en la misma cuadra.

La salita -de fachada blanca, ventanas enrejadas y una virgen María que custodia la entrada- contagia un panorama sombrío. Los médicos se ven sobrepasados. En pocos minutos reciben a dos heridos de bala y un muerto.

Los vecinos siguen llegando cuando las ambulancias del SEM trasladan al Pela al Hospital Belgrano y a Joaquín al Thompson. El cuerpo del Gordo es llevado a la morgue judicial de Lomas de Zamora. Entre lágrimas, su hermano Javier, de 14, ve cómo la combi blanca se pierde en la Avenida Márquez.

Los minutos pasan y los nervios crecen. Las dotaciones que habían estado en la represión vuelven a la Comisaría 4º. En señal de reclamo, los vecinos cortan la calle. De a poco van llegando medios y periodistas con versiones alimentadas por el relato policial.

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*

17.15

Afuera, el sol no da tregua. Adentro, unos pasos rompen el silencio absoluto del pasillo del hospital Belgrano. Frenan en la puerta del quirófano, lejos del bullicio y las corridas de la guardia. Un policía se acerca al banco donde María Elena y Carlos aguardan.

–¿Al pibe lo trajeron de la Buen Ayre, no? –pregunta.

–No, ¡qué Buen Ayre! A mi hijo lo sacaron del barrio, ¿qué me viene a hablar de eso? ¡Él no tiene nada que ver con lo que pasó ahí! –le responde María Elena, ahora parada, a los gritos.

El uniformado no sabe qué responder. Se da vuelta y se retira con pasos rápidos. Al rato, vuelve, pide disculpas y desaparece.

El pasillo vuelve a su silencio original.

Horas antes de la represión, en el kilómetro 172 del Camino del Buen Ayre, cerca del lugar del descarrilamiento, fue asesinado el subteniente Marcelo Houriec. Murió ese mismo día de un disparo en el estómago cuando forcejeó con cuatro personas que quisieron robarle el arma mientras patrullaba el Buen Ayre. Los sospechosos fueron detenidos poco más tarde en la zona; uno de ellos se encontraba herido de bala.

El titular de la 4° y su subcomisario, Carlos Silva, se encontraban en el kilómetro 172 cuando comenzó el episodio en Carcova. Los familiares de las víctimas de la represión aseguran que los policías “vinieron con bronca” por el asesinato de Houriec, por eso la cacería.

Después de las 19.30 suena el teléfono de Ivana, la hermana mayor del Pela. Es María Elena, su madre, comunicándole entre palabras cortadas la peor noticia. Ivana se desmaya al segundo y todos comprenden lo que eso significa: el Pela también está muerto. Esa noticia desencadena la furia.

Los pibes tiran piedras a la Comisaría, a los comercios linderos, a todo. Sus rostros tienen una mezcla de ira y agobio cuando empiezan a armar bombas molotov. “Hay que quemar a todos los ratis”, gritan algunos. Hay también saqueos a comercios de la zona. Una casa de computación queda devastada.

Sobre la Avenida, la policía detiene al menos a quince personas; ninguno supera los 18 años. Son parte del estallido de bronca colectiva. Entretanto, camionetas de Gendarmería y efectivos de Infantería llegan a “custodiar” la zona.

*

Unas pocas luces iluminan la calle. Sobre las paredes de los comercios, se reflejan los destellos azules de un patrullero.

20:24. 32º 8.

C5N transmite en vivo con una cronista que habla en un castellano neutro, estilo CNN. El zócalo titula: “Descarrilaron un tren para saquearlo”. Las imágenes muestran a la policía deteniendo a los pibes que fueron a manifestarse a la Comisaría 4°.

“Los habitantes de la villa se dirigieron al vagón para saquearlo, allí se presentó la policía y comenzó un tiroteo entre los habitantes de la villa y la fuerza de seguridad”, relata la cronista, fiel al guión de la Bonaerense.

La policía intenta dar explicaciones sobre los hechos a los medios. Un señor, desesperado, interrumpe: “Mandé a mi nene a comprar, de 12 años, y lo metieron adentro”.

–¡Dame el nene, dame el nene! –le repite visiblemente alterado el hombre a los oficiales –¡Ustedes se la agarran con cualquiera!

Horas después comienza a circular la versión del ministerio de Seguridad provincial. Consultado por los medios, el ministro Ricardo Casal afirma que todo fue un hecho “planificado”. “Descarrilaron un tren con piedras y troncos, un grupo de personas abordó el tren, y otro grupo amedrentaba con armas al personal del mismo. Luego, cuando se presentó la policía, los atacaron a tiros”, fabula.

*

La noche oscurece el edificio tosco de la Comisaría, mientras unas cubiertas se carbonizan en la esquina como pupilas rojas y brillantes. En las vías, los vagones continúan derrapados. Y a nadie en el barrio le importa esa mole de hierro que hace equilibrio para no caer.

–Mi negro buenito, mi negrito lindo. Yo no me explico, no sé por qué se ensañaron así –se dice Juana, abuela del Pela, en una pregunta compartida por todos.

En pasos lentos, los familiares y amigos de los pibes fusilados emprenden la vuelta al barrio. Derrotados, cansados. Es un regreso con sabor a despedida. Inician, sin saberlo, el mismo recorrido que harán cada 3 de febrero, cuando vuelvan a las vías para dejar flores en donde antes crecía chatarra.

 

Fotos: Facundo Nívolo