La Bolivia: una antología de crónica feminista

Este libro reúne los textos ganadores del Primer Premio de Crónica Feminista, organizado por la revista Muy Waso. Están escritos por once jóvenes autoras que recorren temáticas como las maternidades, el acoso callejero y la violencia machista y patriarcal. A modo de adelanto compartimos la crónica de Emma Rada Villarroel, quien relata la rebelión popular y la represión feroz de 2019 en La Paz.

La Bolivia: una antología de crónica feminista

07/02/2022

Por Emma Rada Villarroel/ Muy Waso

Luna llena menguante

Crónica de marchas desde la disidencia

Es martes, creo, y van varias noches sin dormir bien.  Son las 2 de la tarde, creo, y la mitad de mis contactos ha condenado mi disidencia partidaria; no salí a marchar las dos semanas (o tres) anteriores, no comparto su política de odio sobre la defensa de la democracia, menos que me den el rol de pacifista solo por ser mujer, o de la clase media que ya se cansó de marchar consignando una “victoria” sin cuestionar a su oligarquía. Ha llovido hace dos días y también han sobrevolado aviones militares muy bajo, me asustan tanto como las barricadas que mis vecinos han creado en mi zona –fantasmas del saqueo–. Hace dos noches, en medio de aviones y unos cuantos gritos, escuchaba “los indios come wawas están bajando ya” y nuevamente el insomnio. Pero hoy salgo, publicaré un estado si salgo, por si alguien más se anima. “Vas a ir a marchar con esa gente de mierda”, “Avísame cuando decidan venir a saquear” fueron las respuestas.

Son las tres de la tarde, es impresionante ver el centro de La Paz tan vacío. Unas banderas  bolivianas con el escudo de la república y una Wiphala se disputan el cuello de una estatua subida en un caballo, mirando con ojos vacíos, como todas las estatuas. Media hora después, dos compañeras caminando conmigo, llegamos a la cola de la marcha; las piernas me temblaban, en ese momento supe que ellxs, lxs de la marcha no me necesitaban. Yo lxs necesitaba. “La Whipala se respeta, ¡carajo!”. Y les creo, estoy con la gente que admiro, la que tiene mujeres empoderadas con miradas dignas y polleras pesadas, la de caras quemadas y corazón en la tierra. La que no tenía ni una bandera política pero sí muchas ganas de ser escuchada, también como la otra marcha de dos o tres semanas atrás. Tenía sentido, estábamos en democracia.

Íbamos con dirección a la plaza Murillo, sentíamos la necesidad de escuchar a vecinxs autoconvocadxs que no aceptaron la dirigencia mafiosa ni la institucionalidad para su derecho a la protesta. Casi al llegar, escuchamos gente gritando y corriendo, del susto nos metimos a una tienda, algunas mujeres que entraron con nosotras decían: “han disparado”. Nos ubicamos a dos cuadras de la plaza Murillo, lxs vecinxs comenzaron a preguntarnos quiénes éramos, por qué filmábamos, ya que en verdad ni ellxs ni nosotras vimos a algún medio de comunicación. Nos mostraron sus carnets,  nosotras, sin preveerlo, tuvimos que mostrar nuestros perfiles de Facebook como identidad. Después de ello, conversamos. Gritaban a los policías apostados en la terraza de una casona en construcción, la misma que tenía francotiradores el 2003. Las personas se reunían con radios, esperaban los resultados de la entrega de acuerdos del cabildo de hacía unas horas, pedían respeto a la Wiphala, no querían que la diputada Añez ingresara como presidenta, esperaban que sus delegados, apostados en el Senado, lograran entrar a la plenaria que aún no iniciaba por falta de quorum. Mi corazón se inquietaba, no podía entender cómo podía entenderme con algún vecino alteño desconocido. Atardecía y de pronto tres sujetxs nos aislaron: “compañeras esta es una marcha de vecinos de El Alto, por lo que les pido que se retiren”; no entendía por qué decía eso, tampoco entendía cómo alguien que marchó desde esa ciudad podía tener tacones. Le mencioné que estábamos presentes por la libertad de autoconvocarse, en ese momento otro sujeto intervino, tenía el rostro cubierto con gafas y barbijo, le pedí que también se identificara, solo se descubrió el rostro. Le mostré un post de reflexión que compartí sobre la Wiphala, desde mi celular, me di cuenta que lo miraba pero no lo leía. Este sujeto volvió a aparecer en otra esquina, media hora después, con otra chaqueta, solo.

Son las 7 de la noche, ya veo la luna llena en pleno, la que carga de energía y renueva nuestra marea, llegan vagonetas blindadas al Obelisco de la ciudad, luego los militares se retiran, llegan ahora los policías. Decidimos retirarnos, nos dicen que Añez ya es Presidenta y queremos ver la transmisión en una televisión. Son las 8:30, creo, estoy sentada con un café, Añez tiene una banda presidencial, está al lado de Murillo (el que decía que nos suicidemos antes de abortar). No entiendo si el inmenso libro que ella sujeta con dificultad es una Constitución o una Biblia, inmediatamente un invitado en la transmisión televisiva dice “Felicito a la nueva Presidenta de la República”. Luego, Camacho habla en el Palacio, diciendo que su misión de devolver la Biblia al Palacio se ha cumplido. Lloro, la media luna derechista estaba llena y en el poder. Después, se reprimió con gas a una marcha que luchó contra infiltrados, a puertas del Palacio, esperando ser escuchada. Ya no importaba.

Es miércoles, creo, han pasado dos días desde que la luna es menguante, hace cuatro que me enteré que dos compañeros míos murieron en la masacre de Sacaba, vi el video de cómo trasladaban el cuerpo de uno de ellos. Ese viernes publiqué el video de mi amigo, en la desesperación y odio a la crónica roja; tal vez otros lo reconocían y ayudaban a la familia. “Qué importa, es pueblo de segunda” fue el primer comentario que recibió mi post. Al día siguiente, en medio del intento por dormir, supe que mi familia, la campesina que queda en Capinota, estaba sufriendo cortes de agua por no querer salir a marchar, es su derecho, estamos en democracia, no quieren morir. “La represión es distinta, no es lo mismo que te gasifiquen a que te metan bala”, pensaba en esa frase cada que tomaba aire en el sol que pica a la altura de Senkata. Nuevamente estaba camino al encuentro, ellxs no me necesitaban pero yo a ellxs sí. Quería llorar a mis muertos en Cochabamba, quería hacer algo, quería pedirles perdón por estar debatiendo en el “fue golpe/ no fue golpe”, quería decirles que me duelen, quería saber de sus mamitas. Quería que la mía no se preocupe, que no llore, que no crea que cada que salgo a marchar, desde mi intento de pertenecer a un  tercer bando, no me voy a morir como nuestros compañeros.

Cada vez que el grupo de jóvenes de La Paz apoyando a Senkata gritaba: “¡Gloria a los mártires de Sacaba, gloria a los de Senkata!” me dolía el pecho. Llegamos a una pasarela rota en medio del camino, no habían rastros de “dinamita terrorista” en el suelo, pero sí restos de cables en los bordes de la pasarela, a media hora de la llegada a la planta de YPFB. Hacer caer la pasarela fue un método de defensa ante la balacera militar. Llegar a divisar la planta de hidrocarburos fue extraño, los pelotones militares estaban por todos lados, nosotros gritábamos más fuerte: “Hermano alteño, La Paz está contigo”. El frontis principal y casi la mitad de la planta estaban intactos. Una señora que nos había visto desde lejos se acercó a darnos un hervido de caña, otra muchacha con bicicleta nos dio un galón de agua, las personas nos sonreían y aplaudían, yo bajaba la mirada, no comprendía que dentro de nuestro mismo dolor había espacio para tanta gentileza. Era la primera vez que me pasaba.

Llegar a la escena de la intervención militar de un día atrás fue doloroso; sentía estar en un campo de guerra, el cuerpo militar se había duplicado, asustaba su altura y el hecho de no poder ver ni un milímetro de su piel, no podía ver su humanidad. Comenzamos a ver los rastros de la balacera, vidrios rotos a la altura del segundo y tercer piso en edificios; los bloques de cemento que separan los carriles en el camino tenían huellas de balacera de un solo lado, vecinxs nos explicarían después que del lado sin balacera, ellxs se resguardaban, que si algunx se asustaba y salía corriendo a la carretera, le disparaban.

Finalmente, después de tres horas de caminata y al menos una de ver rastros de bala y militares, llegamos al lugar del cabildo, las personas abrieron un camino para que pasemos, nos aplaudían, nos daban fuerza gritando nuestros coros, llorábamos, nos reconocíamos, me sentí parte de un tercer lado, ni MAS, ni Añez,  ni derechas o ultraderechas, el pueblo mismo, mi pueblo mismo, éramos un conjunto, un latir. Llegamos a la puerta de la parroquia donde se velaban 7 cuerpos, afuera se mantenía una vigilia masiva esperando resultados fiscales y forenses.

“Me da pena la cara de mi hijo”, me dijo una señora de la vigilia.  No entendía por qué, me atreví a preguntar. “Mi hijo está adentro”, entendí que estaba muerto, comenzó su relato: “la mamita”, como muchas personas se refieren a las señoras de pollera adulta o madres, vio cómo dispararon a su hijo y cayó muerto. Ella, junto a otras señoras, corrió sin pensar a recoger el cadáver. Tres militares frente a ellas se oponían; ellas, de rodillas, imploraban que lass dejaran recuperar el cuerpo. La mamita me contó que estaba dispuesta a besar las botas de aquel encapuchado inhumano, que sintió en su cabeza el peso del arma militar. Cuando ella contaba los segundos para reunirse con su hijo, un grupo de hombres pudo arrastrar el cuerpo y burlar a los militares. Arrastraron el cuerpo al menos cinco minutos. “Cuando lo vi, su carita estaba marcada. Me da pena su carita”. Su hijo tenía una bala en el pecho, la mamita se sentía mal de haber provocado la marca en su cara. Sin poder llorar, contuve otros relatos, de rabia, pena y mucho dolor; les dolía la wiphala quemada, les dolía el cuerpo, sus muertos, sus desaparecidos y a algunos, también les dolía que Evo se haya ido y les haya dejado en esa miseria. “El caudillo se fue y el pueblo se perdió”, me dijo un amigo. Quise responder que el pueblo nunca se perdió, pero lo fracturaron y nuevamente no puede ser ni escuchado; como la mujer que se escapa de su agresor, nadie le cree, los pacos la violentan, huye desesperada a las calles, en riesgo de estar en trata y tráfico, y de hecho, en ser víctima de un feminicidio.

Llegamos al cabildo, que contenía un silencio de escucha y una atención inmensa. Las whipalas ondeaban –a mi parecer, como nunca–, las banderas bolivianas también. No hubo gritos a favor de nadie, hubo consignas para pedir la renuncia de Añez y un gobierno transitorio imparcial: “ni para ellos ni para nosotros, imparcial”, decía un vecino. Pedían también la renuncia de su alcaldesa, que no se pronunció ante las muertes del motín policial ni de Senkata. Vecinos gritaban que no estaban ni con la FEJUVE ni con ninguna institución, que estaban por el pueblo, la defensa del litio y la soberanía de las naciones originarias. También, al sonar de pututus, llegaron comunarixs del Norte de Potosí; la emoción nos desbordaba y con ella la esperanza de que la marcha que se dirigiría a La Paz fuera nuevamente una marca histórica de los pueblos y comunidades, un resurgimiento de la esperanza en El Alto, como el 2003. Sin mafias sindicales, defendiendo su dignidad; yo estaría con ellos, acuerpando su sentir. Llegaron los primeros cuerpos del examen forense, se celebraría una misa en el cabildo por ellos.

Antes de comenzar la caminata de tres horas de retorno, vimos el rastro de más balas que habían perforado las puertas corredizas del Banco Unión; era impresionante ver cuántas huellas de proyectiles se encontraban, y en el piso la acera teñida de rojo, con varios guantes clínicos. Supimos que varios de los cuerpos velados en la parroquia eran de los jóvenes que murieron exactamente ahí. Volvió el dolor de pecho, del que me había olvidado un segundo,  lloré con el corazón en la tierra, junto a unas mamitas que oraban en aymara.

Es jueves, ayer pese a todo pude dormir mejor… creo. Son las 11 de la mañana, estamos preparando sándwiches de mortadela porque nos avisaron que lxs de Norte Potosí no tienen nada, que llegaron como 40 buses; varixs estudiantes de la UMSA están también preparando una cadena de agua y alimentos para recibir la marcha. “¿Dicen que ayer decidieron que van a bajar con los muertos?” me pregunta una compañera, respondo que eso fue lo que decidieron, aún sin creerlo. Ya es más de medio día, estoy ansiosa, me dicen que la cabeza con féretros está cerca, que la cola aún está en Senkata. Pasan 45 minutos aproximadamente y veo cómo la pasarela de la Pérez Velasco se llena de gente, han llegado. Han llegado sabiendo que en La Paz muchos creen que son pagados por el MAS, que son saqueadores y terroristas, han llegado cargando sus cuerpos para pedir justicia. Recuerdo que ayer pregunté cuántos muertos había, una señora contó 23, otro 18 y otros vecinos no dudaban de que no podían ser menos de 20. ¿Dónde estarán? ¿Quién los tendrá? Estamos en democracia: los cuerpos desaparecidos, los vivos desaparecidos y presos arbitrarios solo están en historias de dictadura, dicen.

Llegaron con las bocas sedientas, veo a las mujeres, tanto soportan en su pollera, en su aguayo, en su corazón; y están ahí haciendo temblar la misma tierra. Vemos las pancartas del bloque que marchó ayer con nosotrxs, no espero más, corro a abrazarlos, a cantar con ellos, a acuerparlos. Marchamos, la gente aplaude. Está conmocionada, hay personas muy viejitas y otras con wawas. Están acá, han llegado. Llegamos a una esquina esperando ver si seguimos adelante, puedo ver que el bloque de vecinxs de las laderas, que igual es masivo y nuestra marcha sigue avanzando. Hay un féretro sobre un tanque al inicio de la avenida Camacho, veo otros dos ataúdes en hombros y uno en una parrilla de minibús. “Ni olvido, ni perdón ¡Justicia!” fueron los últimos gritos; avanzamos un poco más, sin embargo puedo ver cómo una nube blanca se eleva desde el Obelisco. “No puede ser gas, están con los muertos acá”, pensaba; luego, como en una película, veo la fila de militares disparando las bombas de gas a quemarropa. Sigo sin comprender, me niego a creer, miro los féretros y veo cómo dejan caer uno y corren. “Corré, hermana”, me doy la vuelta, abro mi mochila buscando la máscara de gas que compré por si acaso. Mi corazón lentamente me arrulla, no miento, escuchaba a mi abuela, como cuando me asustaba de niña y los “shhh, shh” quechuas. Avanzo en una masa, entre empujones. Grito que no corramos, que hay niños. De pronto, la balacera de gases sucede a cada segundo. Un señor grita: “nos están disparando de nuevo” y nadie corre, gritan, gritan desesperadxs. En eso, una bomba de gas roza mi cabeza, impacta con otra persona más adelante, asumo que nos disparaban de costado. Llego a la altura de la calle Cochabamba, logro alzar a un niño, su mamá se aferra llorando a mi mochila, giro, avanzo más. Una niña de 4 años vomita, la levanto también. Llegamos entre vómitos y malestares a la esquina de la calle Murillo, donde un pelotón policial está esperando. No nos hacen nada, pero tienen armas.

Descansamos un poco, los arrullos de mi abuela me dicen que ayude, logro ayudar a algunas personas, lloro con ellxs: “los cuerpos están ahí, tenemos que bajar a recogerlos, nos lo van a quitar de nuevo”. Les pido que por favor no bajen, tengo miedo de que mueran, tengo miedo de que nos hagan algo.  Vuelven los gases, corremos hacia arriba, subimos las gradas, intentamos levantar a las personas que se caen. Llegamos al final de la calle Tarija. Mientras algunas personas salen con baldes de agua para socorrer, veo a una señora llorando, su wawa envueltita en un aguayo estaba morada. Quise creer que no era su fin, cuando entraron a un restaurant para auxiliarla. Quiero creerlo aún.

Vuelven los gases en la caminata hacia la Sagárnaga, subimos más. De pronto, en la calle Santa Cruz, logramos ver dos féretros en un minibús; me sentí rendida, la gente lloraba y clamaba justicia, y sin poder recobrar el aliento, una bomba de gas aparece en medio de nosotros, subimos más. Estoy en la calle Isac Tamayo. Llorando de impotencia, estábamos con los cuerpos, estábamos en paz. De pronto escucho: “bien hecho, por maleantes les pasa esto”.

Caminé un par de horas más, reportándome y encontrando a mis compañeras. Antes de irme volví a escuchar: “terroristas, maleantes”; una mamita gritó con dolor, iba hacia el hombre que gritó, corrí a abrazarla con todas mis fuerzas: “mamita, no merece que sientas esto, no tiene consciencia, mamita, perdónalo, no llores, volvé a tu casa, mamita, te deben estar esperando”.

Es lunes, creo, ya no duermo, tengo miedo, me siento perseguida, me siento sola. Ya no creo tener amigos o al menos no tantos. Siento que no me dejan llorar y solo quiero llorar, siento que todos quieren avanzar pero no creo que sea fácil. Intento ser feliz por rebeldía, por no dar gusto. Pero creo que ya no puedo. Discuto todavía, por bocona y por tener el corazón de mi abuela. Porque en mí, todavía laten ella y mis ancestras. Cinco siglos igual. Me pregunto a quién beneficia realmente esta champa guerra. No va a ser fácil sanar. No va a ser fácil volver y está siendo muy difícil retroceder, nos están haciendo retroceder. Mi tercer lado tiene derecho de existir, estoy menguando. Estoy esperando la luna nueva.