#BlackLivesMatter: del feminismo carcelario a la justicia transformadora

En esta nueva entrega de “Otrxs dicen: traducciones”, Mimi E. Kim realiza una síntesis sobre feminismo, movimiento social y críticas jurídicas respecto al aumento sin precedentes del encarcelamiento de personas en Estados Unidos y su relación con las estrategias pro criminalización del feminismo.

#BlackLivesMatter: del feminismo carcelario a la justicia transformadora

Por Cosecha Roja
29/01/2021

Por Mimi E. Kim

Foto: Ian Kiragu

En Jacksonville, Florida, la ciudad donde un joven afroamericano llamado Trayvon Martin perdió la vida por la violencia armada perpetrada en nombre de la seguridad pública, Marissa Alexander, una joven afroamericana y sobreviviente de violencia doméstica, perdió su libertad debido a una interpretación igualmente distorsionada de “seguridad interior”.
La yuxtaposición de estas dos historias, ambas con reconocimiento público en 2012, sirve para ilustrar los múltiples niveles en los que prácticas y políticas contemporáneas de seguridad pública y justicia penal atrapa y destruye cuerpos negros y marrones.

Las injusticias raciales que sustentan la muerte de Trayvon Martin y la respuesta estatal posterior provocaron el movimiento #BlackLivesMatter, un evento social basado en generaciones de protestas afroamericanas contra la policía racializada y la violencia de la persecución penal (Garza, 2014).

El menos conocido caso de Marissa Alexander provocó, inspiró un conjunto de campañas de base, paralelas y entrecruzadas, que dejaron ver cómo las mujeres de color muy frecuentemente pueden verse sometidas a vigilancia como resultado de acciones que se ven más apropiadamente desde la lente de la defensa propia (Bierria, Shim, Kim y Kane, 2015; Gross, 2015). La Fiscal del Estado de Florida, Angela Corey, alcanzó prominencia como “la fiscal de George Zimmerman”, un hombre finalmente absuelto de todos los cargos que se le hicieron por haber disparado contra Travor Martin. La misma Angela Corey intentó imponer una sentencia de prisión de 60 años para Marissa Alexander, cuyo cargo más grave fue disparar un disparo de advertencia en el techo de su casa en un intento de defenderse de su violento esposo. Alexander fue finalmente puesta en libertad el 27 de enero de 2015 después de pasar tres años bajo arresto domiciliario ya que debió acordar una declaración de culpabilidad por tres delitos mayores. Fue su negativa inicial a declararse culpable de cargos que consideraba injustos lo que desencadenó una batalla legal que casi le costó 60 años de cárcel, e implicó además la separación de sus tres hijas, la más pequeña recién nacida al momento del hecho (Bierria et al., 2015)

Si bien los detalles completos de este caso y el de Trayvon Martin se extienden más allá del alcance de este artículo, los hechos detrás de los cargos penales de Marissa Alexander permiten resaltar la interseccionalidad de género y raza en el encarcelamiento masivo. Para actor*s y defensor*s de movimiento sociales que abordan la violencia de género, incluyendo la violencia doméstica, la agresión sexual y, más recientemente, el acoso y el tráfico sexual, aumenta el espectro de lo que algunes llaman las “consecuencias no intencionadas” de las demandas de criminalización defendidas en las últimas cuatro décadas por un sector dominante del movimiento feminista, en lo que respecta a la lucha contra la violencia.

El movimiento de mujeres maltratadas, el movimiento contra la violación y más recientemente, el movimiento contra el tráfico sexual tiene sus propias trayectorias históricas, dinámicas y estrategias. Juntos, forman lo que a veces es conocido como el movimiento contra la violencia, uno acreditado con monumentales cambios en la conciencia pública y las políticas estatales dirigidas a responder al género violencia, formas de violencia omnipresentes que apenas se reconocieron hace 40 años. Sin embargo, los críticos progresistas han argumentado que muchos de estos logros fueron posible a cuenta de un aumento en las inversiones en criminalización ocurridas en Estados Unidos.

“Feminismo carcelario” es el término desarrollado más recientemente para articular el activismo en torno al uso del sistema de justicia penal como respuesta al tráfico sexual, y actualmente usado en forma más amplia como una crítica dirigida a las formas de feminismo mainstream y sus agendas acerca de la violencia de género (Bernstein, 2005, 2012). Esta etiqueta apunta a décadas de colaboración feminista con el estado carcelario o esa parte del gobierno más asociado con las instituciones policiales, fiscalías, tribunales y el sistema de cárceles, así como los sistemas de libertad condicional. Mientras que el estado de bienestar tiene como objetivo proporcionar beneficios y la redistribución de recursos, especialmente a las partes más vulnerables de la población, el estado carcelario se centra en actividades de vigilancia, arresto y encarcelamiento, a menudo dirigidas a la misma sectores de la población marginada que reciben beneficios sociales (Gallo y Kim, 2016; Soss, Fording y Schram, 2011; Wacquant, 2009).

La desproporcionalidad basada en la raza y la clase que motivan las protestas encendidas en el pasado y el presente contra la violencia policial son duras. Hoy, uno de cada tres hombres afroamericanos será vinculado al sistema de justicia penal a lo largo de su vida (Bonczar, 2003). Más allá de una ligera reversión en una tendencia en continua alza del encarcelamiento durante 30 años, los hombres afroamericanos siguen siendo 9 veces más propensos a ser encarcelados que los hombres blancos (Carson, 2015). Y el número de mujeres que ingresan a las cárceles y prisiones actualmente está aumentando a un ritmo mayor que el de los hombres, aumentando en un alarmante 646% entre 1980 y 2010 (The Sentencing Project, 2012). Una vez más, las cifras muestran una desproporción en la representación de mujeres de color, aunque no en la medida revelada en las estadísticas para hombres. De acuerdo a cifras de 2014, las mujeres afroamericanas tienen el doble de probabilidades de ser encarceladas que las mujeres blancas (Carson, 2015).

Este artículo comienza con una explicación del papel del neoliberalismo y las políticas de encarcelamiento masivo en el contexto de los EEUU, en relación con las principales demandas feministas de criminalización de la violencia de género. Sigue con una visión histórica del liderazgo de mujeres y personas de color en la crítica a la criminalización como respuesta a la violencia de género. La siguiente sección describe experiencias alternativas a la criminalización incluyendo justicia restaurativa, justicia transformativa e intervenciones comunitarias a la violencia de género. El artículo concluye con un resumen y reflexiones sobre el contexto político emergente, incluido el papel crítico de los movimientos por los derechos transgénero en la formulación de futuras críticas e innovaciones.

Metodología

Este artículo es una síntesis sobre feminismo, movimiento social y críticas jurídicas respecto al aumento sin precedentes del encarcelamiento de personas en Estados Unidos y su relación con las estrategias pro criminalización del feminismo. El marco histórico y conceptual es apoyado por datos empíricos extraídos de entrevistas y fuentes de diverses autor*s que se han ocupado con perspectiva histórica de los años formativos del feminismo contra la violencia y la construcción temprana del feminismo carcelario. Referencias a la experiencia histórica y su relevancia para los feminismos contemporáneos, los movimientos sociales y la investigación desde la teoría crítica legal, son reforzadas con las experiencias personales de les autor*s en el ámbito de movimientos anti-violencia y la participación actual en actividades destinadas a pensar formas alternativas a la criminalización.

Neoliberalismo y el advenimiento del feminismo carcelario

La crítica que da origen al término “feminismo carcelario” se dirige principalmente a la despolitización de un movimiento con profundas raíces políticas de base. Mientras que los movimientos anti-violencia y los movimientos por los derechos civiles surgieron de la izquierda más radical que fueron vanguardia en la década los ‘60, el crecimiento del movimiento de mujeres coincidió con un retraimiento de los movimientos centrados en las luchas raciales (Giddings, 1984; Schechter, 1982). En la década del ‘70, la marea neoconservadora comenzó a filtrarse en la agenda política de Estados Unidos y en el sentido común. La ideología neoliberal y sus sistema de gobernanza está apoyado en una confianza fundamental en las fuerzas del libre mercado, la creencia en pequeñas, cuando no inexistentes, regulaciones estatales y en el valor de la responsabilidad individual (Garland, 2001; Soss et al., 2011). Por lo tanto, el neoliberalismo propició un clima de creciente descreimiento en la inversión pública orientada a aliviar la pobreza y la redistribución, justificando una reducción en las políticas de bienestar, concretadas en la aprobación de la Ley de Responsabilidad Personal y Oportunidades de Trabajo del año 1993 (PRWORA; Soss et al., 2011). Con los crecientes ataques al Estado de bienestar y la estigmatización de les destinatarios de aquellas políticas se produjo una instalación creciente de la idea de que el crimen debía ser el foco de las cuestiones públicas y por lo tanto, de los esfuerzos de gobierno (Garland,2001; Simon, 2007). El retraimiento del Estado de Bienestar fue de la mano con el crecimiento de la inversión en el sistema de justicia criminal, no tanto en términos de gestualidad pública, pero más relevante aún, produjo dramáticos cambios en el gobierno de los recursos (Wacquant, 2009).


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De hecho, el crimen se convirtió en una pieza central de los discursos públicos y una forma codificada de lenguaje para hablar sobre raza (Weaver, 2007). Mientras el movimiento feminista anti-violencia frecuentemente se expresaba explícitamente como antiracista, también se dio cuenta de que la violencia de género en la forma de violaciones y violencia doméstica podía ganar apoyo público y recursos si era mirada a través del lente del “control del crimen” (Bumiller, 2008). La violencia de género como crimen constituía un punto de apoyo para las feministas que peleaban por cambios institucionales y ganar apoyo popular, del que giraba en torno a la creciente preocupación respecto del delito (Goodmark, 2011; Gottschalk, 2006; Kim, 2012; Richie, 2012).

Como movimiento desarrollado con la emergencia del neoliberalismo en los ‘70, una vez politizado el movimiento eventualmente sucumbió a las presiones de profesionalización y adoptó un servicio directo especializado, caso modelo de gestión de servicios (Bumiller, 2008). Al mismo tiempo, las demandas públicas de lo que se conoció y expandió como “el problema generalizado de la violencia de género” se concentraron en medidas para expandir el sistema penal para responder ante las violencias domésticas y sexuales. El camino hacia el fortalecimiento de legislación penal e inversiones institucionales en policías, fiscales y cortes contribuyó con el cambio de la violencia de género percibida como un problema social y político hacia uno más estrictamente definido como delito (Goodmark, 2011).

Como se ilustra en la Figura 1 el movimiento feminista anti-violencia que contemporáneamente comenzó en los inicios de la década de los ‘70 coincide con el crecimiento del estado carcelario (Pleck, 1987). Comenzando en 1973, la tasa de encarcelamiento creció considerablemente cambiando los niveles previamente estables durante décadas. A lo largo de los siguientes 40 años, la tasa de encarcelamiento creció un 500%, con un ligero descenso a partir de 2009 (Bonczar, 2003; Carson, 2015). Esta expansión sin precedentes de la criminalización condujo a la situación que muchos ahora definen como encarcelamiento masivo (Alexander, 2010; Garland, 2001) o hiper encarcelamiento, el último término utilizado para resaltar el estrecho enfoque racista y clasista del foco en lo que respecta a la atención carcelaria (Wacquant, 2009).

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Figura 1. Tasas de encarcelamiento y linea del tiempo del movimiento feminista anti-violencia, en base a Sourcebook of Criminal Justice Statistics (Table 6.28, p. 500) by by K. Maguire, (Ed.), 2003, Albany, NY: University at Albany, Hindelang Criminal Justice Research Center and Prisoners in 2014 (Tabla 5, p. 7), by. E. A. Carson, Washington, DC: Bureau of Justice Statistics.

Aunque los debates sobre el rol del sistema de justicia penal estuvieron activos durante todo el periodo de conformación del movimiento anti-violencia, la tendencia a perseguir la estrategia dominante de criminalización, prevaleció (Goodmark, 2011; Richie, 2012; Schechter, 1982). A lo largo de los años 1980 y 1990, esas políticas de control del delito ahora asociadas a la extraordinaria expansión del estado carcelario en Estados Unidos contaban con acuerdo del movimiento feminista anti-violencia. Por ejemplo, la inclusión de la violencia doméstica en el Código Penal, el aumento de pena con motivos de violencia de género y la aprobación de la legislación estatal sobre arrestos obligatorios, se encuentran entre las políticas exigidas por el sector dominante del movimiento feminista anti-violencia (Goodmark, 2011; Mills, 1999; Schechter, 1982). Para 1994, el movimiento anti-violencia impulsó la aprobación de la ley VAWA (Violence Against Women Act o Ley de Violencia contra las Mujeres) como parte de la Ley de Control y Persecución de Delitos Violentos (Violent Crime Control and Law Enforcement Act). Esa unión explícita de la violencia de género bajo la noción de crimen marcó la concreción y aceleración de la colaboración entre el movimiento feminista anti-violencia y la agenda punitivista (Bumiller, 2008; Kim, 2012).

Liderazgo de las mujeres de color en la crítica contra la criminalización

La académica de la teoría crítica de la raza, Kimberlé Crenshaw (1989, 1991) acuñó por primera vez el término interseccionalidad, refiriéndose al diferencial de experiencias, contextos sociales e impactos políticos en individuos y grupos basada en la intersección de raza, género, clase y otras categorías sociales. Fue específicamente la vasta experiencia de abuso sexual y doméstico respecto de mujeres afroamericanas y otras mujeres de color, incluyendo migrantes, lo que inspiró su detallada documentación de la desproporcionada vulnerabilidad a la violencia respecto de mujeres marginalizadas y sus ilustraciones iniciales sobre análisis interseccional. La conceptualización de Crenshaw sobre la interseccionalidad también planteó críticas estridentes al feminismo mainstream, predominantemente en manos de mujeres blancas, por estudios y políticas ignoraban y frecuentemente exacerbaron la opresiva condición de violencia sobre las mujeres de color en Estados Unidos. Su análisis articuló preocupaciones entre muchas mujeres de color que se identificaban con las luchas feministas anti-violencia, pero para quienes las políticas y programas contra la violencia sexual y doméstica impulsadas por los sectores hegemónicos del movimiento, eran a menudo irrelevantes o antiéticas respecto de los intereses de sus comunidades (Kim, 2012).

Más allá de la, aun significativa, participación de mujeres de color en los años de formación del movimiento anti-violencia entre los ‘70 y ‘80, la crítica respecto de la criminalización, incluso entre ellas hacia el interior del mismo movimiento, quedó relegada y silenciada durante la década siguiente (Richie, 2012; Schechter, 1982). A mediado de los ‘70, el protagonismo el caso de Joan Little, una joven afroamericana que enfrentó un juicio con amenaza de pena de muerte por haber asesinado en defensa propia a un guardiacárcel que la violó en su celda, desató amplias manifestaciones que incluyeron mujeres que participaban del movimiento anti- violencia. El caso proveyó un vívido ejemplo de cómo ataca a las mujeres de color por el sistema de justicia penal, vinculado directamente por la sujeción a una violencia estatal sexualizada (Bierria, Kim & Rojas, 2011; Thuma, 2015). Varios casos de mujeres de color, víctimas de violencia interpersonal y violencia estatal, incluidos los casos de Inez García e Yvonne Wanrow, eran ampliamente publicitados a mediados y fines de la década del ‘70 (Thuma, 2015), pero eso no condujo a un análisis integral de raza, género y violencia estatal con vigor suficiente como para revertir las tendencias que efectivamente fortalecieron la vigilancia (Richie, 2012).

El activismo de las mujeres de color dentro del más amplio movimiento feminista anti-violencia se consolidó en tono al Caucus de “mujeres de color” como parte de la Coalición Nacional contra la Violencia Doméstica en los inicios de la década del ‘80 y en la Primera Conferencia Nacional de Mujeres del Tercer Mundo y Violencia en 1981, organizada por líderes afroamericanas del Centro de Crisis de Violación de Washington – DC- Rape Crisis Center- (Schechter, 1982; Thuma, 2015). Sin embargo, el predominio político y numérico de las mujeres blancas en el movimiento anti-violencia suprimió el potencial de una plataforma alternativa más unificada, así como de estrategias lideradas por las mujeres de color (Richie, 2012). Más bien el activismo anti-violencia de mujeres de color que tuvo lugar a fines de los ‘70 y principios de los ‘80 se tradujo en una demanda más focalizada en aumentar la representación en términos de números entre los cuerpos de representación, comisiones de trabajo, caucus y en un obtener una mayor influencia en términos de ocupar posiciones de poder.


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Hacia la mitad de los ‘90, la influyente voz de críticas como Crenshaw y la creciente ola de más políticas alarmistas del tipo “ley y orden”, ejemplificadas en los arrestos obligatorios en situaciones de violencia doméstica, eventualmente impulsaron mayor preocupación, particularmente entre las voces progresistas del movimiento anti-violencia (Maguigan, 2002; Mills, 1999). No sería entonces hasta el cambio de milenio, que un coro creciente de críticas y una creciente evidencia del daño que el sistema de justicia penal venía provocando, que se produjeron nuevas movilizaciones sociales para responder tanto a la violencia de género como a la violencia policial (Bierria et al., 2011).

En marzo del 2000, con la aparición de INCITE! Women of Color Against Violence (Mujeres de Color Contra la Violencia), ahora llamada “INCITE! Women and trans People of Color Against Violence” (Mujeres y Personas Trans de Color, Contra la Violencia), con su conferencia inaugural “el color de la violencia”, una organización de mujeres racializadas adquirió fuerza (INCITE! Women of Color Against Violence, 2006). A diferencia de los primeros grupos de mujeres racializadas dentro del movimiento anti-violencia, la crítica al sistema de justicia penal y del apoyo de los sectores dominantes del movimiento a ese sistema, quedó en el centro de este renovado movimiento. La articulación de una posición explicita feminista contra la violencia de género y al mismo tiempo anti-criminalización abrió la puerta a una amplia crítica hacia los sectores feministas dominantes entre un grupo de base racial y anti- violencia, integrado por diseñadores de políticas públicas, estudiantes, investigadores y activistas feministas y por la justicia racial (Bierria et al., 2011; Sokoloff, 2005). Desde entonces las críticas a la criminalización se han alineado en un continuum de preocupaciones expresadas en torno a la “excesiva dependencia del sistema de justicia penal” (DasGupta, 2003), la identificación de feminismos carcelarios y pro-criminalización (Bernstein, 2005, 2012), y a un llamado al análisis de las respuestas a la violencia de género con una visión más radicalizada de la abolición de la prisión (Bierria et al., 2011; INCITE! Women of Color Against Violence, 2006). Juntas, esas posiciones dan cuenta de varias y múltiples formas en las que cierto feminismo anti-violencia y sus demandas hegemónicas de criminalización, van perdiendo terreno.

Visiones alternativas y prácticas: justicia restaurativa, justicia transformativa y responsabilidad comunitaria

La crítica al feminismo pro-criminalización y sus estrategias frente a la violencia doméstica y sexual ha inspirado visiones alternativas para la prevención e intervención ante la violencia. También ha generado un nuevo vocabulario que representa sus principios y prácticas subyacentes. Más comúnmente, los términos justicia restaurativa y justicia transformativa han sido usados para describir respuestas a la violencia de género que desafía a las respuestas punitivas, respuestas retributivas.

“Justicia restaurativa” es un concepto más extendido y familiar, referido a las respuestas alternativas. En sus formas contemporáneas, las prácticas de justicia restaurativa comenzaron a ser utilizadas en Nueva Zelanda en los ‘80 con jóvenes maoríes, continua y significativamente sobrerrepresentados en el sistema de justicia penal (Blagg, 2002). Mientras que los procesos identificados como justicia restaurativa varían ampliamente, quitan el foco de la concepción adversarial y binaria del conflicto centrado en víctima- victimario, por un enfoque que reconoce el impacto del daño como un asunto más amplio, en la comunidad, no sólo quienes están individualmente implicades. Los procesos de justicia restaurativa ofrecen un foro colectivo que eleva la voz de la víctima o sobreviviente, reconociendo el impacto en los miembros de la comunidad.

Al mismo tiempo, permite a le agresore comprender las implicancias de su acción. A diferencia del objetivo retributivo del sistema penal, aquí el foco está puesto en la reparación, rehabilitación y reintegración de todos en la comunidad (Braithwaite & Strang, 2001).

Si bien se utiliza principalmente como una herramienta en el ámbito de la justicia juvenil, se ha comenzado a considerar, tentativamente, su uso en respuesta a la violencia doméstica o sexual (Ptacek, 2010, 2014; Strang & Braithwaite, 2002).

Eso se ha circunscripto mayormente a Nueva Zelanda, en el ámbito de comunidades indígenas en Australia, algunas comunidades de nativos en Canadá y Estados Unidos (Blagg, 2002; Burford, 1999; Coker, 1999, 2006; Ptacek, 2010). De la mano de un renovado interés, se ha aplicado en programas sobre violencia doméstica incluido “The Resolve to Stop the Violence Project” (RSVP o el Proyecto “Resolución para Detener la Violencia”, impulsado por el Departamento de Policía de San Francisco (Gilligan & Lee, 2005) y Circles of Peace (Círculos de Paz) una iniciativa de la justicia penal en Nogales, Arizona (Mills, Barocas, & Ariel, 2013). Como estos ejemplos muestran, mientras la justicia restaurativa se desarrolla como una alternativa al castigo penal, aún se practican podría desarrollarse como una alternativa dentro del mismo sistema penal (Smith, 2010). Establecida como un mecanismo diversificado, los procedimientos de justicia restaurativa, su implementación depende de la participación de al menos un representante estatal, como policías o jueces. El monitoreo en cuanto a la participación y el control mismo también están alcanzados por los sistemas estatales.

Debido a la dependencia de los programas de justicia restaurativa de los mecanismos legales formales, se identificaron otro tipo de iniciativas denominadas bajo el criterio de “justicia transformativa”. A diferencia de la justicia restaurativa, se trata de herramientas difundidas en espacios de movimientos sociales alineados con políticas abolicionistas de la prisión, oponiéndose no sólo al sistema penal sino a reformas que puedan servir para relegitimar el sistema existente de control del delito (Generation FIVE, 2007; Herzing & Ontiveros, 2011). Al rechazar el sistema de justicia penal, dado que es el principal responsable de la violenta opresión que sufren las comunidades más marginalizadas, la justicia transformativa frente a la violencia de género y otras formas de violencia interpersonal que existen en las comunidades, se propone buscar respuestas que apelen a mecanismos de la propia comunidad o de la sociedad civil en forma más general (Bierria et al., 2011; Coker, 2002). Siguiendo tradiciones políticas más radicales, la justicia transformativa se basa en los liderazgos e intereses de esas comunidades. Ya sean actos individuales o comunitarios de violencia, les más impactades por esa violencia comprenden mejor y de manera más rápida las condiciones en las que esos actos de violencia se enmarcan (Generation FIVE, 2007). Finalmente, como miembros de la comunidad impactada por la violencia pero también compartiendo espacio con víctimas y perpetradores de la violencia, poseen potencial para ser más receptivos de las experiencias de todas las partes involucradas, incluyendo mayor potencial para prevenir daños futuros, incluidos los que podrían provenir de la misma intervención del Estado (Bierria et al., 2011).

La transformación, a diferencia de la reparación, explícitamente reconoce que las formas interpersonales de violencia ocurren en contextos estructurales que incluyen pobreza, racismo, sexismo, homofobia, capacitismo y otras formas sistémicas de violencia (Bierria et al., 2011; Coker, 2002; Generation FIVE, 2007). Uniendo el análisis crítico de las condiciones neoliberales de retracción del Estado de Bienestar y encarcelamiento masivo se tiene una visión que comprende el sistema de justicia penal como una de las condiciones de mantenimiento de la violencia estructural. No se puede confiar en el sistema penal para intervenir ante el daño (Smith, 2010), mientras que la restauración implica el deseo de volver a las condiciones anteriores, la transformación requiere ir más allá.

Debido a que las soluciones de justicia transformativa tienden a ligar comunidades marginalizadas con espacios de movimientos sociales radicales por fuera de las instituciones, esos procesos han sido informales, descentralizados y mayormente indocumentados (Bierria et al., 2011). De hecho, se han basado en prácticas y principios de la justicia restaurativa pero llevados a ámbitos informales, contextos desinstitucionalizados, en los cuales redes sociales informales y líderes comunitarios funcionan como facilitadores y apoyo (Kelly, 2011; Kim,2011). Las organizaciones que han adoptado este tipo de prácticas propias de la justicia transformativa han tendido a ubicarse por fuera de organizaciones no gubernamentales o de provisión de servicios (Chen, Dulani, & Piepzna-Samarasinha, 2011).

Ese énfasis en las respuestas comunitarias o colectivas ha llevado a la afiliación con el establecimiento de responsabilidades comunitarias, respuestas que resaltan ese nivel como prioritario (Bierria et al., 2011; Kim, 2010). Esas intervenciones cambian el foco de la violencia desde actores individuales a comunitarios, que toma colectivamente el papel tanto de víctimas como de perpetradores así como las causalidades de la violencia. Las comunidades también dan espacio a la prevención, desarrollan instancias de intervención y transformación donde distintas intervenciones pueden ser imaginadas, iniciadas e implementadas. El énfasis en el nivel comunitario se plantea como una alternativa y un desafío para la autoridad del sistema de justicia penal, del sistema de cuidado de niños e incluso de organizaciones no gubernamentales (Bierria et al., 2011; Chen et al., 2011).

Por ejemplo, Philly’s Pissed (Enojades de Filadelfia) y Philly Stands Up (Filadelfia Se Planta) emergieron como respuestas organizacionales ante abusos sexuales en el marco de la comunidad anarco-punk en Filadelfia (Kelly, 2011). Con un foco inicial en las consecuencias para las comunidades, fueron envolviéndose en respuestas y prácticas basadas en principios propios de las prácticas de operadores de justicia restaurativa y algunas más explícitamente radicales propias de la justicia transformativa. Con el tiempo “Philly Stands” desarrolló proceso de largo plazo, para involucrar a los perpetradores de violencia o “personas que causaron daño” y conjuntamente proporcionar críticas anti opresivas, en un contexto comunitario de acompañamiento y sanación, para la rendición de cuentas.

En el 2004 en el área de San Francisco surgieron iniciativas piloto creativas para intervenir en casos de violencia doméstica y abuso sexual. En colaboración con organizaciones anti-violencia de migrantes, Creative Interventions (Intervenciones Creativas) se alineaba con objetivos de justicia restaurativa para responder pragmáticamente a la necesidad de intervenciones concretas, viables y replicables frente a esa violencia (Kim, 2010, 2011). En contraste con los servicios tradicionales para responder a la violencia, el enfoque prioriza el involucramiento y la coordinación de redes sociales (eso es, amigos, familia y miembros de la comunidad relacionados con situaciones específicas de violencia). Durante el período piloto,Creative Interventions ofreció un espacio físico para encuentros individuales o grupales con información de recursos de apoyo disponible para pensar estrategias frente a la violencia. Su personal servía como facilitador, haciendo preguntas y promoviendo diálogos que permitieran clarificar lo que frecuentemente eran complejas dinámicas de violencia, identificando aliados comunitarios y mapeando las opciones posibles. El diseño actual y la implementación de las intervenciones fue creada e implementadas por víctimas o sobrevivientes y un grupo de seguidores seleccionado por ellas. Además, la organización inició el StoryTelling & Organization Project (STOP o Proyecto Narración y Organización)”, reuniendo historias de todo el mundo, de personas que hubieran implementado intervenciones comunitarias ante formas íntimas o comunitarias de violencia que no se hubieran basado en la intervención de organismos encargados de hacer cumplir la ley u otras organizaciones de provisión de servicios (Herzing & Ontiveros, 2011). A partir de las lecciones aprendidas en el marco de la experiencia piloto, Creative Intervenciones desarrolló un modelo de intervención comunitario frente a la violencia que consiste en marcos conceptuales, historias, hojas de ruta y consejos para miembros de comunidades caracterizadas por la diversidad racial y/o étnica, diversidad de niveles de educación y orientaciones políticas, que se recomiendan como de conocimiento previo a la intervención ante la violencia (Kim, 2011).

Si bien estas experiencias de justicia transformativa siguen estando en formación, sus impulsores han continuado trabajando cerca unos de otros. Iniciativas desarrolladas con organizaciones específicas a nivel regional y comunitario, cuyos ajustes difieren ampliamente. Sin embargo, una comunicación informal frecuente con respecto a puntos de progreso y para compartir estrategias de implementación y recursos materiales ha servido para articular principios comunes, desarrollar prácticas de intervención y expandir la accesibilidad en comunidades marginalizadas. Esos modelos de justicia transformativa han servido para cambiar, a nivel social, el paisaje de la justicia y sus valores, el lenguaje y prácticas descentralizadas que reflejan desarrollo en gran parte dirigidos por feministas de color (Bierria et al., 2011).

Conclusión

Las tasas de encarcelamiento se han multiplicado por cinco en las últimas cuatro décadas. En función de esto, la alarma pública en torno al costo social y económico de la criminalización y su impacto desproporcionado sobre comunidades de color, han comenzado a desmantelar el sentido común que legitima la criminalización como respuesta primaria ante la violencia de género. Asimismo, reconociendo el rol de la ideología neoliberal y sus políticas en cuanto a la criminalización de problemas sociales y su priorización de la responsabilidad individual en los modelos de intervención y servicios sociales ha llevado a una revisión de los abordajes más humana, comunitaria y liberadora(Bierria et al., 2011).

La justicia restaurativa y la justicia transformativa proporcionan marcos prometedores para guiar hacia nuevas prácticas y políticas. Mientras activistas desde los márgenes o desde organizaciones marginales han hecho grandes esfuerzos en implementar estos marcos y prácticas, aún existe una brecha demasiado amplia entre esos esfuerzos informales, esfuerzos comunitarios y el establecimiento de servicios más generales (Liebenberg, Ungar, & Ikeda, 2013).

Un grupo de investigadores comprometidos con el trabajo social tomaron liderazgo en la articulación de necesidades para opciones alternativas de justicia restaurativa y transformativa (Burford & Adams, 2004; Kim, 2010, 2011; Levenson & Ackerman, 2016; Mills, Barocas, & Ariel, 2013; Pennell, 2006; Umbreit & Armour, 2011; van Wormer, 2006). Trabajando junto con profesionales del derecho con perspectiva crítica (Coker, 1999, 2002, 2006; Goodmark, 2011; Coker & Macquoid, 2015), han instalado el lenguaje de la justicia restaurativa y la justicia transformativa al campo académico y político. Muchos de esos impulsores también han sido pioneros en la implementación concreta de prácticas restaurativas y transformativas (Burford, 1999; Kim, 2010, 2011; Mills et al., 2013; Pennell & Burford, 2002).

Si bien se ha avanzado en prácticas restaurativas en el ámbito escolar, de la justicia juvenil y de bienestar infantil (Burford & Adams, 2004; Pennell, 2006; Umbreit & Armour, 2011), activistas y decisores mantiene mayor cautela sobre la aplicación de prácticas de justicia restaurativa y transformativa en situaciones de violencia de género.

En los últimos años, sectores del movimiento anti-violencia comenzaron un período de reflexión, investigación de las consecuencias de todo este largo tiempo invertido en la criminalización y sus impactos negativos, particularmente en las comunidades más atravesadas por la violencia estatal. Conversaciones entre impulsores de la justicia restaurativa y transformativa y referentes del establishment del movimiento anti violencia está contribuyendo en la identificación de ámbitos para la adopción de prácticas restaurativas y transformativas que permitan abordar más ampliamente la violencia doméstica y sexual en distintos lugares de Estados Unidos. Espacios recientes como la INCITE!’s fourth Color of Violence Conference (cuarta Conferencia sobre Violencia Racial) organizada en Chicago en 2015 y la Converge Conference (Conferencia “Converger”) que tuvo lugar en Miami en 2014 han amplificado el trabajo de las feministas de color en torno a avanzar prácticas de justicia transformativa y restaurativa como respuesta a la violencia de género. Ellas también aumentaron la visibilización de los daños que los remedios recurrentes para la violencia de género han causado en comunidades de color, migrantes, pobres, lesbianas, gays, bisexuales, transgéneros, queers/disident*s (LGBTQ) y en personas con discapacidades.

Las demandas de los movimientos sociales contemporáneos para transformar las respuestas habituales ante la violencia institucional son un llamado urgente para la creación de respuestas restaurativas y transformativas. Personas transgénero y personas no binaries marginalizadas no sólo por sectores del feminismo hegemónico sino también por feministas radicales de color, demandan crecientemente por el reconocimiento de su extrema vulnerabilidad a la violencia interpersonal, violencia comunitaria y específicamente la violencia estatal (Mogul, Ritchie, & Whitlock, 2011; Smith & Stanley, 2011; Spade, 2011).

Los frecuentes asesinatos de personas negras transgénero en todo Estados Unidos funcionan como una mórbida evidencia contemporánea de la vulneración de las vidas transgénero, y han motorizado campañas y plataformas en redes sociales tales como #LasVidasNegrasTransgéneroImportan (#TransgenderBlackLivesMatter), lo que visibilizó tanto la violencia de género contra las comunidades afro-americanas como la diversidad de aquelles que son objeto de dicha violencia dentro de las comunidades afroamericanas (BlackLivesMatter, s/f). Las personas transgénero negras, en particular, han asumido un liderazgo en el desarrollo de análisis innovadores sobre las formas interseccionales de violencia y exigido a los movimientos sociales nuevas estrategias que no sean complacientes con la violencia cultural de la “policía de género” y la violencia estatal de los arrestos, procesamientos y encarcelamientos (Smith & Stanley, 2011; Spade, 2011).

Todas las comunidades toleran y sostienen la violencia de género y en todas las comunidades hay oportunidades para resistirse frente a ella. Sin embargo, las nociones de sanación, reintegración y reparación son una promesa específica para comunidades devastadas por la intersección entre violencias íntimas, comunitarias y estructurales y, más recientemente, el impacto de cuatro décadas de políticas de encarcelamiento masivo. El apoyo colectivo y la responsabilidad comunitaria puede proveer nociones de autodeterminación, prácticas culturalmente significativas y la construcción o reconstrucción de la salud comunitaria. Abordajes que apoyan la narración de historias y la creación de narrativas reparatorias pueden incluir diversas formas y maneras en que las personas pueden comunicarse y aprender. En el movimiento desde el feminismo carcelario hacia la justicia transformativa, han sido las comunidades más marginalizadas y vulnerables quienes proveyeron liderazgos orientados a reimaginar metas anti-violencia y prácticas liberadoras arraigadas en las comunidades en conflicto.

En las mejores tradiciones de trabajo social y compromiso con la sociedad hacia la justicia social, esas comunidades sirven como fuentes de evidencia, inspiración y futuras trayectorias.

Reconocimientos

Me gustaría reconocer los espíritus creativos y colectivos que nos han precedido, únete a con nosotros, aún estamos por liderar el camino hacia la liberación, con especialmente agradecimiento a INCITE! Women, Transgender and Gender Non-Conforming People of Color Against Violence (Mujeres, Personas Transgéneros y No Binarias de Color Contra la Violencia).

Declaración de divulgación

La autora no informó sobre posibles conflictos de intereses.

Financiamiento

Este trabajo fue apoyado por el Center for Research on Social Change, University of California, Berkeley and the University of California Center for New Racial Studies.

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Originalmente titulado “From carceral feminism to transformative justice: Women-of-color feminism and alternatives to incarceration” y publicado en Transform Harm. Traducido por Ileana Arduino.

Quienes traducimos no compartimos necesariamente todas las ideas formuladas por l*s autor*s de los artículos.

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