unidas

Por Ariana Budasoff

Dicen que era hermosa. Que era alta. Que tenía la boca muy grande, como de “chupar naranjas”. Así la muestran las pocas fotos que Raquel Camps saca de un folio arrugado. Se parecen mucho.

–Estos son mis tesoros, cuenta, mientras despliega cartas, poesías, recortes de diario y algunos retratos de sus padres. Pocos.

Una única foto familiar. Un libro con poemas escritos por su madre, Rosa María Pargas, que supo conseguir y publicó. Un casete con su voz leyendo algunas poesías. Y un video grabado de su padre, Alberto Camps, en el que habla ante la prensa, completan toda la colección de recuerdos familiares. Recuerdos que son de otros. Prestados, contados, inducidos.

Las hojas amarillentas, con olor a libro viejo, muestran la letra de Pargas, la escritura en los diferentes momentos de su cautiverio.

– Yo soy una afortunada.

La belleza de Raquel es imponente. Es alta de un modo elegante. Tiene el pelo negro, largo y lacio, como de propaganda de champú, y una boca ancha, igual a la de su madre, que atraviesa su cara de lado a lado cuando se estira al sonreír (lo que hace con frecuencia).

Vive en un PH sencillo, en el barrio porteño de Caballito, decorado de modo armonioso, con muebles modernos en los lugares adecuados. Antes de hacerle la primera pregunta, comienza a contar su historia. La de sus padres. La de su familia. La de cómo construyó su identidad.

II

Hubiera querido traspasarte

hasta diluirme en tu sangre somnolienta,

y conocerte al revés,

y salirme,

y verme al verte…”

III

Cuando tenía ocho o nueve años, Raquel encaró a su abuelo para que le contara quiénes eran Alberto y Rosa María.

—Me miró y me dijo: ‘Nunca me vuelvas a preguntar sobre eso’, cuenta apurando una pitada de cigarrillo.

No le volvió a preguntar. Nunca más.

Raquel no sabe qué día ni en qué mes nació. Tampoco sabe dónde su madre la parió, ni por qué su abuelo le anotó como fecha de nacimiento el 5 de septiembre. Cree que fue porque ese día la recuperaron, junto a su hermano Mariano, del hogar de niños “El Alba” de Longchamps, donde fueron abandonados por los militares después de que los secuestraran junto a su madre. Cree que nació con otro nombre en algún hospital de Buenos Aires, que sus padres se registraron con otros nombres para no correr riesgos, que tenía 11 meses cuando los secuestraron. Cree.

Tiene 40 años, sabe quién es desde hace 20. Ella y su hermano tres años mayor fueron criados por sus abuelos paternos en un silencio impenetrable respecto a sus padres y a lo que había sucedido con ellos. Crecieron, sin cuestionarlo demasiado, aceptando que habían muerto en un accidente de tránsito. Nombrarlos era un tabú. En la casa donde vivieron no había una sola foto de Camps y de Pargas. Mariano y Raquel no sabían si se parecían a alguno de los dos. ¿Cómo eran los ojos de su madre? ¿El carácter de su padre? Todo lo que tenía que ver con ellos era un enorme vacío negro, rodeado por un halo de prohibición.

La decisión de ocultar la historia y los destinos de Pargas y Camps regía en ambas familias, como si hubieran hecho un pacto para callar. Quizás pensaban que así protegían a sus nietos. Pero hace dos décadas, en la casa de sus abuelos maternos en Entre Ríos Raquel decidió buscar. No sabía exactamente qué: un indicio, una huella, algo que le permitiera saber quién era en realidad. Aprovechando que su abuela había salido, comenzó a hurgar entre sus cosas. Así, descubrió una caja con poemas y cartas de su madre escondida en el armario: las primeras piezas del rompecabezas. Un rompecabezas que tiene huecos y lagunas, partes que no encajan, que se fueron con Alberto y Rosa María. Por eso debió inventarse esos retazos invisibles. Fabricó “momentos de plazas y colegio”. Imaginó, también, cómo fue su nacimiento, del cual no hay registro alguno. Pudo haber sucedido como ella cree. O de cualquier otra manera.

IV

Gris. O acaso es blanco sucio, descascarado, el color del paso del tiempo, de la historia echada encima. Es difícil definir el tono exacto del paredón de cuatro metros de altura que rodea la prisión de máxima seguridad en la capital de Chubut. Las cárceles siempre se ven grises. Allí, encerrados entre las angostas paredes de cemento de sus celdas, tres hombres decidieron agujerear su cielo. Corría 1972.

Los recuerdos no revelan quién tomó la iniciativa, lo que se sabe con certeza es que Alberto Camps y Celedonio Carrizo estaban ahí. Con un palo de escoba comenzaron a romper los tragaluces que había en el techo de sus jaulas. Querían tener contacto con las mujeres que estaban presas en los pabellones de arriba y esa parecía ser la mejor opción, o al menos la que les posibilitaría una vía de comunicación directa.

Abrieron un pequeño hueco, luego otro, y otro más. Las rajaduras se fueron multiplicando hasta que terminaron por convertirse en un solo agujero, lo suficientemente grande para que se produjeran encuentros y conversaciones entre los reclusos de ambos pisos. Junto con los vidrios de los ladrillos, estalló el aislamiento entre hombres y mujeres.

Así, a través de una grieta arrancada a la maciza estructura carcelaria, se conocieron Alberto y Rosa María.  

V

Dicen que él era “el más lindo del Penal”, “el galán de la cárcel”. La primera vez que lo vio, al mirar para abajo por el agujero, Rosa María dijo: “¿Quién es ese churro?”.

Castaño, de mirada penetrante y aire rebelde, provocador. Con anteojos de marcos gruesos y bohemios, bien setentosos, o con una boina de lunares anaranjados en la playa, lleva la expresión dura y el seño fruncido, como si estuviese alerta en todo momento. Así lo muestran las pocas fotografías que lo sobrevivieron. Insurgente, intelectual y seductor.   

Alberto Camps era un porteño de ley. Estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires cuando se gestó la escuela de Olmedo, uno de los grupos que dio origen a las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), del cual participó con fanática vehemencia. En 1970 esa agrupación tomó la ciudad de Garín, en la provincia de Buenos Aires. Así se presentó oficialmente en sociedad. Después del operativo, Camps se fue a Córdoba con su novia y compañera de ese momento, Raquel Gelin.

Ese 29 de diciembre, varios miembros de las FAR, entre quienes se encontraba la pareja de militantes, intentaron asaltar la sucursal Fuerza Aérea del Banco de Córdoba. Pero una vez adentro del edificio, no lograron abrir la caja de seguridad y decidieron escapar. Salieron pero no pudieron arrancar el auto porque la llave se les quedó trabada. Alcanzaron a subir a una camioneta que tenían de refuerzo. Ya estaban rodeados por la policía. Abrieron fuego y comenzó el enfrentamiento con un patrullero. Consiguieron escapar. A pocas cuadras, apareció otro. Raquel intentó disparar pero una bala se atascó en la ametralladora. Antes de que pudiera sacar el revólver que tenía en la cintura, le pegaron un tiro en la cabeza. No llegó al hospital. A los 21 años se convirtió en la primera mujer argentina, militante, asesinada en un ataque.

Muchos se fueron corriendo. Camps se quedó. Aunque lo metieran preso, aunque pudieran matarlo, no iba a dejarla sola.

Con la muerte de Raquel a cuestas, llegó al Penal de Rawson.

VI

En la cárcel del sur, Alberto y Rosa María empezaron a charlar cada vez más seguido por el agujero que transformaba ese punto preciso del suelo de las presas y el techo de los presos en una ventana hacia otras dimensiones. Y, poco a poco, fueron construyendo una relación que se fortalecía con el paso de los días.    

—Nosotros lo veíamos, pero todos teníamos contacto con compañeras de arriba. Nos parábamos en los banquitos para acercarnos al hueco y ellas se tiraban al piso para poder conversar. Hasta que, con el tiempo, cuando ya cruzaban los deditos y se empezaban a hacer caricias, nos dimos cuenta de que ahí había algo más.

Celedonio Carrizo expone recuerdos secos, arrancados a la memoria. Su voz, aunque grave, se escucha difícilmente en la mesa de un café del barrio de Almagro. No sólo porque el lugar es pequeño y está lleno de gente, sino porque, además, habla bajo, como queriendo evitar que los otros escuchen lo que tiene para contar. El ex militante de las FAR estuvo preso en el sur con Camps y con Pargas y participó de la fuga del Penal de Rawson en 1972.   

Las cejas tupidas y oscuras permiten adivinar su antiguo color de pelo. Ya no existen los rulos que, vaporosos y bien torneados, le enmarcaban la cara en la juventud. Las líneas de expresión que le surcan la frente, son más pronunciadas que cuando empuñaba las armas de la guerrilla. Pero a la historia, aunque le cueste evocarla, la conserva nítida.

Carrizo recuerda que cuando Alberto llegó a Rawson estaba muy vapuleado por la muerte de Raquel; pero eso cambió cuando conoció a Rosa María.

—Se lo veía bárbaro, la pareja con Rosa María lo volvió a la vida, por lo menos a querer tener algo más allá de la militancia. Y ella también. Me acuerdo que la cargábamos porque tenía una boca grande, le habíamos puesto “boquita”.

Entrerriana de Gualeguaychú, Pargas vivía en Buenos Aires. Había ido a parar a la cárcel del sur después de que el impulso de sus 20 años y las ganas de ayudar a quienes más lo necesitaran y cambiar el orden de las cosas la llevaran a acercarse a diferentes agrupaciones políticas. Descubrió esta manera de activar y comprometerse en La Plata, donde, al mudarse, empezó a estudiar Sociología. De ahí, se fue a la capital porteña para continuar con su carrera y su participación en las organizaciones que consideraban a la guerrilla como el único camino hacia la patria socialista. Rosa María se involucró poco a poco en esa lucha, hasta convertirse en una militante de tiempo completo. Las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) la vieron empuñar las armas.

Empezaba la década del ‘70 cuando Pargas fue detenida mientras realizaba un operativo y trasladada a la cárcel de Devoto, primero, y al Penal de Rawson, después.

VII

Al principio, se veían solo las caras enmarcadas por las irregularidades de los ladrillos quebrados. A través del agujero conversaban, se acariciaban con la punta de los dedos, intercambiaban notas y confesiones, se enamoraban, entre el techo y el suelo.

Para todos nosotros era “el romance de la cárcel”. Yo me acuerdo que le decía “Ay gorda, ¡qué suerte que tenés vos!”. “Sí, me decía ella, de estar presa”, recuerda la fotógrafa Alicia Sanguinetti.

Muchos de los detenidos participaban y vivían la historia de amor como telenovela de la tarde. En una oportunidad, los varones hicieron una pirámide humana para que Alberto, en la cima, intentara tomar la mano de Rosa María entre los huecos del techo.

Como tenían prohibido el contacto físico, Eduardo Luis Duhalde, abogado de los presos políticos, comenzó a pedir reuniones con los dos a la vez para que pudieran abrazarse y estar juntos. El tiempo que compartían se reducía a esas visitas aisladas o a la de algún familiar que llegaba con una excusa recóndita para verlos a ambos simultáneamente. Malogradas caricias clandestinas y escurridizas, lo eran todo.

Y cuando coincidían en los recreos, quedaban para encontrarse en el agujero.

Era una imagen muy linda porque Rosa María estaba tirada en el suelo, panza abajo, mirando por el agujero, y Alberto subido a un banquito, mirando para arriba. Tenían una relación muy especial. No te das una idea de lo que eso implicaba en ese lugar, dice Sanguinetti.

Encontrarse les cambió la perspectiva de la realidad que tenían desde sus celdas, de las angostas paredes, de los gruesos y pesados barrotes, de la vomitiva rutina del encierro. En vez de eso, sus días transcurrían buscando estrategias para verse, inventando nuevos códigos y modos de comunicarse, alimentando las ilusiones de esa luz que había parido, sin querer, la oscuridad.

VIII

El 15 de agosto de 1972, 25 presos se fugaron de la cárcel de Rawson. El Penal estaba tomado por integrantes de las FAR, Montoneros y el ERP. Todo iba según lo planeado: el primer grupo de dirigentes guerrilleros escapó y llegó al aeropuerto de Trelew para subirse al avión de Austral que había sido secuestrado por militantes y los esperaba para llevarlos a Chile.

Pero, en el Penal, los camiones que tenían que estar en la puerta para llevar al resto de los fugados, no aparecieron. Fue un problema de comunicación. Un malentendido en la interpretación de las señales acordadas. El error fue de Jorge Lewinger, un militante de las FAR que cargaría con la culpa y el rencor de los familiares de los presos el resto de su vida.

Cuando vieron que los camiones no estaban, el segundo grupo de 19 militantes que se iba a escapar, en el que estaba Camps, pidió tres taxis y llegó al aeropuerto. Pero el avión que los llevaría al país vecino, gobernado en esos días por el socialista Salvador Allende, acababa de despegar. Sin ninguna posibilidad, después de intentar tomar la terminal y ofrecer una conferencia de prensa, se rindieron. Ante periodistas y autoridades judiciales, los militares de la Armada garantizaron que los llevarían de vuelta a la cárcel de Rawson.

Ocho meses nos llevó preparar la fuga. Y el agujero sirvió para todo: para organizarnos; decidir cómo trabajar; para pasar hacia arriba las piedras y los escombros de la excavación del túnel y que las chicas pudieran embolsarlos y sacarlos cuando salían al patio. Todos participamos. Nos juntamos las tres organizaciones y mezclamos los compañeros. Porque, más allá de las diferencias, el objetivo era común: salir, luchar por la liberación de nuestro pueblo y ser mejores, recuerda Carrizo.

IX

El 22 de agosto, a las 3:30 de la madrugada, los 19 presos fueron fusilados.

Después de recapturarlos en el aeropuerto, el comando militar, bajo las órdenes del capitán de la Marina Luis Emilio Sosa, llevó a los prisioneros a la Base Aeronaval Almirante Zar con la excusa de que en el Penal continuaba el motín y no era seguro que regresaran.

Después de una semana de cautiverio y sometimientos, la madrugada del 22, los militares despertaron a los presos dando patadas en las puertas de las celdas. Les ordenaron salir y pararse de espaldas a sus recintos, mirar al piso y pegar el mentón al pecho. Dos ráfagas de ametralladoras los embistieron, inmediatamente, bajo la orden de Sosa y del teniente Guillermo Bravo. La mayoría murió en el acto. Otros, recibieron el tiro de gracia.  

X

Hubiera querido masticar la noche

y tragarla muy despacio

hasta vomitarla y detenerla.

Hubiera querido que tus pies helados

se quedaran atracados a la cama

y yo atracarme en tu cuerpo cálido

y hacernos esclavos infinitos de las ganas.

XI
“Vi caer a Polti que estaba de pie sobre la celda N° 9, a mi lado; y de modo casi instintivo me lancé dentro de mi propia celda. Otro tanto hizo Delfino.

–‘¿Qué hacemos?’, me preguntó.

–‘No nos movamos’, le contesté.

Ese fue nuestro único diálogo. Después entró en la celda, pistola en mano, el oficial de marina, Bravo. Nos hizo poner de pie con las manos en la nuca. Dirigiéndose a mí me preguntó si iba a declarar. Respondí negativamente y sin nuevo diálogo me tiró un tiro en el estómago. Acto seguido le disparó a Delfino. La distancia no alcanzaba al metro o metro y medio. Quedamos allí entre diez y treinta minutos. No perdí totalmente el conocimiento. Entraron algunas personas. Les oí decir que yo estaba herido. Al cabo de ese lapso, llegaron enfermeros navales. Usaban chaquetas azules y un gorro blanco. Nos colocaron sobre camillas y me transportaron esquivando cuerpos caídos, pasando de hecho sobre ellos. Me depositaron en una ambulancia. Era aún de noche. Me llevaron a una sala médica. No me sometieron a ninguna curación. Apenas si me limpiaron la herida y creo que me dieron un calmante porque me dormí. Allí pude ver a María Antonia Berger, Alfredo Kohon, Carlos Astudillo y Haidar. Luego, en avión, ya de día, me trasladaron a Puerto Belgrano. Allí fui operado. También me entrevistó el juez naval ante quien declaré sobre estos hechos”.   

Alberto Camps, María Antonia Berger y Ricardo René Haidar, fueron los únicos sobrevivientes de la Masacre de Trelew.

Habían sobrevivido por primera vez.

XII

El 25 de mayo de 1973, Héctor Cámpora asumió la Presidencia de la Nación y le puso punto final a la dictadura autodenominada “Revolución Argentina”, que encabezaron, sucesivamente, Onganía, Levingston y Lanusse.

El mismo día, liberó a todos los presos políticos mediante la Ley de Amnistía.

48 días después, renunciaría.

A los tres meses de salir de la cárcel, Pargas y Camps se casaron. Sus testigos fueron María Antonia Berger y René Haidar.

La pareja siguió militando en las FAR hasta octubre; en ese momento la organización se fusionó con Montoneros y pasaron a ser miembros de ese movimiento.

Se asomaba 1974 cuando volvieron a caer presos. De nuevo la cárcel de Devoto. Pero esta vez algo había cambiado: Rosa María estaba embarazada y feliz.

El matrimonio estuvo separado prácticamente durante los nueve meses. Por eso Alberto, con la misma habilidad manual con la que había hecho réplicas de armas en madera y fusiles FAL en miniatura para entrenar a los presos, inventó un “embarazómetro”. Era un sistema hecho con una tela y varillas, que corría mes a mes para que se inflara una especia de panza. Un objeto que había creado para darse una idea de cómo iba creciendo su hijo en el vientre de su mujer.

Un poco antes de la fecha estimada, internaron a Rosa María. La llegada de Mariano Camps fue noticia: además de ser uno de los primeros bebés nacidos en la cárcel de Devoto, era el hijo de un sobreviviente de Trelew.

El día del parto, los guardias le permitieron a Alberto ir a ver a su familia, pero para trasladarlo hicieron un enorme despliegue. A ese movimiento, y a los periodistas que se amontonaban para obtener la primicia, se le sumó una manifestación de la agrupación Evita en la puerta de la maternidad, que quería entregarle cosas a la nueva madre y se abría paso a los empujones entre la gente.

En medio de la confusión y el desorden, de los policías, la prensa y las feministas apiñadas, el 3 de junio de 1974 nació el primogénito de la pareja. “Se llama Mariano y está bien” tituló un cronista la nota en la que contaba que había sido tan conmovedor el reencuentro familiar que hasta los guardias habían llorado de emoción.

XIII
Un año después, Alberto, Rosa María y Mariano salieron de la cárcel con la opción de irse del país, al exilio. Se fueron al Perú, después a México y, por último, se instalaron en Italia.

Pero la pareja no aguantó demasiado tiempo fuera de su patria. Sabiendo que la Argentina era un hervidero, decidieron volver. Sus ideales jugaban una cinchada contra la vida tranquila en el destierro, y tiraban fuerte. Sentían que sus compañeros los necesitaban ahí, peleando por ese sueño que perseguían desde hacía algunos años, el mismo que los encontró mirándose a través del agujero en la cárcel de Rawson.

Dejaron a Mariano en Italia, al cuidado de Juan Gelman, y regresaron clandestinamente para seguir militando, en febrero del 76.

En el medio de ese torbellino, Rosa María quedó embarazada por segunda vez.

Un tiempo después viajó a Italia a buscar a su hijo, pero cuando quiso volver tuvo problemas porque no la dejaban volar con tantos meses de gestación. Lili Massaferro, que era en ese momento la mujer de Gelman, intentó convencerla para que se quedara, pero no hubo caso. Su argumento era inquebrantable: “No puedo estar sin Alberto”, sentenció. Cruzó el océano de vuelta, clandestina, con una panza enorme y Mariano a cuestas.

De nuevo en la tierra del tango, la carne y la desaparición forzada de personas, la familia, camino a agrandarse, se mudó a una casa en Lomas de Zamora –provincia de Buenos Aires–, donde Alberto era secretario de la Columna sur de Montoneros.

Siguieron con su militancia en la más absoluta clandestinidad. Clandestinidad en la que, sin partida de nacimiento, sin registros, ni documento de identidad, nació María Raquel. Su nombre fue un homenaje a Raquel Gelin.

XIV

En Lomas, la familia Camps-Pargas vivió sola poco tiempo. Algunos meses después de mudarse alojaron a Jorge Lewinger con su mujer y su hija pequeña.  

Luego de la fuga del Penal, Lewinger, que no había estado preso hasta ese momento, fue detenido. Por esos días, cuando Alberto estaba malherido, recuperándose del fusilamiento que no había podido con él, se conocieron. Aunque habían militado en la misma organización, apenas se habían cruzado alguna vez, por el ’70. Pero su relación se inició después, cuando salieron, con la amnistía, de la cárcel de Devoto.

–Siempre me sentí muy culpable por el olvido de las señales que hizo que no pudiesen salir todos de la cárcel. Cuando estaba preso, soñaba que hacía de nuevo la operación y que salía bien. La pesadilla empezaba cuando me despertaba, porque me daba cuenta de que todo había sido distinto. Y los que más me apoyaron fueron María Antonia Berguer y Alberto Camps. Me impresionó mucho que aquellos que vaya si sufrieron las consecuencias de eso me ayudasen a sobrellevar semejante culpa, cuenta Lewinger, con la expresión resignada de quien se juzgó durante muchos años pero ya se perdonó.

Militaba en la misma zona que Camps, los dos eran dirigentes de la regional sur de Montoneros. Por eso, cuando tuvo que abandonar su casa porque corría peligro, en vez de señalarlo con el dedo acusador y dejarlo librado a su suerte, Alberto lo recibió en la suya.

Durante varios meses, las dos parejas y los tres niños compartieron el techo.  

La rutina de una casa de militantes no era exactamente igual a la del vecino de a pie, pero tenía algunos puntos de convergencia: por lo general comían todos juntos, las madres se encargaban de los hijos, se hablaba de política y de lo que pasaba en el país. Fuera de eso, tenían que disimular y fingir, a tiempo completo.

Una tarde de verano, Camps y Lewinger sacaron las sillas a la vereda, como hacía la gente en el barrio. Al lado de ellos, un viejo vecino comenzó a darles charla: “Acá harían falta muchos más montoneros”, resolvió, después de despotricar durante un rato contra la dictadura. Los militantes apretaron las mandíbulas y ahogaron la risa, los gestos y comentarios. Era peligroso que se corriera la voz.

Se acercaba el invierno cuando Lewinger y su mujer decidieron buscar un lugar para mudarse. Pero al salir a ver una posible vivienda, atacaron a su esposa. Ella se tomó la pastilla de cianuro que tenía encima y cumplió con el objetivo de no caer viva.

Lewinger se quedó un mes más en lo de los Camps hasta que, en julio, le tocó salir a una reunión en México. Como él conocía la casa de Rosa María y Alberto, necesitaba mantener un contacto telefónico diario para que ellos supieran que estaba bien y que la vivienda no corría peligro. Pero un día se tomó un micro para Río de Janeiro y se olvidó de llamar. Cuando llegó a Brasil, le pidió a un compañero que les avisara que todo estaba en orden.  La familia Camps- Pargas, que había desalojado su casa hacía una semana, regresó, sin saber que ya habían sido marcados.

XV

Existen dos versiones parecidas sobre cómo las Fuerzas Armadas lograron dar con la casa de calle Beltrán 451. La más curiosa, e inédita por su metodología, cuenta que una persona que había estado ahí fue secuestrada y torturada por Douglas Patrick Dowling, un oficial de Inteligencia del Ejército al que llamaban “El Inglés”. Picana mediante, el represor supo que en la casa de Camps se habían hecho algunas reuniones, pero nadie podía ubicarla. Exigiendo más detalles, se enteró de que en los encuentros, con el mate, comían facturas y bizcochos artesanales de una panadería famosa de la zona. Así fue que, sabiendo que la casa que buscaba estaba en Lomas de Zamora, mandó a comprar pan, galletitas y facturas de todas las panaderías del barrio y se las dio de probar al secuestrado, hasta que reconoció las que había comido allí. Luego de eso, se supone que montaron una guardia disimulada cerca del negocio y por fotos o delación, reconocieron a Rosa María.

La otra versión, menos original pero con puntos en común con la primera, dice que aquella persona que había estado en lo de los Camps y luego había caído, confesó en la tortura que recordaba las particulares galletas y bizcochos que había comido ahí. Con ese dato, los servicios de inteligencia ubicaron el negocio y subieron al militante a un helicóptero para que identificara la vivienda desde arriba.

Lo cierto es que la casa fue descubierta a partir de la panadería que estaba a unas cuatro cuadras, en la calle Colombres.

XVI

Hubiera querido muchas cosas…

Alargar la distancia de mi cuerpo.

Abarcarme y abarcarte más…

Entrar, ser vos.

Salir, dejar de serlo…

Apretarte, apretarme.

Estar siempre mojada de tus hijos,

llenarme las manos con tu pelo,

recorrer con mi lengua las raíces de tus cosas,

todo muy rápido , ¡todo al mismo tiempo…!

XVII

Raquel revolvía entre sus tesoros, buscando las cartas de Rosa María para leerlas en voz alta, cuando irrumpió en la sala Mateo, que por esos días de 2013, con ocho años, era el más pequeño de sus hijos.

Mami, ¿dónde están las galletitas?, preguntó.

Ahí mi amor, mirá, llevate el frasco.  

A veces yo leía esto y decía: “¿Cómo puede estar tan contenta?, ¡está presa!”.

“Hoy, precisamente hoy que se acaba el año, que tengo el estómago vacío desde hace 13 días, que estoy en esta celda aparentemente sola, y sin embargo está tan llena de mi ‘socio’, de los compañeros muertos que hoy han estado más claros en mí que cualquier otro día, tan llena de recuerdos, de horas hermosas de aprender, de crecer, de vivir este amor que se siente por todo lo que uno necesita amar para sentirse vivir. En fin, tantas cosas, y sin embargo una sola: la infinita esperanza de llegar a ese alguna vez de todo lo que nos espera, y que va a ser, sabemos que podemos afirmarlo: ¡va a ser!

Esta noche vamos a cantar todos juntos, como lo hicimos en navidad, como lo hacemos siempre. Mientras cante voy a pensar mucho en ustedes. Ojalá que cuando levanten esa copa de sidra, que seguro levantarán, y piensen en mí, lo hagan con una sonrisa terriblemente grande sin nostalgia y sin tristezas, porque yo no estoy triste, no soy triste, no tengo motivos para eso. Yo desde aquí voy a levantar mi jarro de mate cocido y voy a sentir que me he hecho un rinconcito entre ustedes para esperar este ‘73 que indudablemente va a ser distinto”. (Devoto, 31 de diciembre de 1972).   

– ¿Hola? Sí, ya va.

–¡Chicos, vamos, llegó papá!, llamó Raquel a sus hijos desde la escalera que separa la dos plantas del PH.

– ¡Dale, Mate!, arenga al menor de los dos hermanos, a la vez que revisa y despide al mayor, todo a la vez:

¿Llevás la mochi? Chau mi amor, ¿le das un besito a tu mamá? Te amo.

XVIII

Yo estaba fascinada con las cosas de mi vieja, pero no entendía la relación que tenían conmigo porque no la tenía incorporada. Para mí solo era una buena poeta. Decir “mamá” y “papá”, me costó muchísimo.

El hallazgo de la caja con los poemas y las cartas de su madre, le permitió a Raquel reconstruir la historia de sus padres. Y la suya.

Sin demasiada conciencia de lo que significaban, decidió tipear las poesías con la intención de salvar ese legado, de papel amarillo y escuálido, del paso del tiempo. En eso estaba cuando conoció a Juan Aiub y Julián Axat. Hijo de un poeta desaparecido, uno; también poeta, el otro; estaban embarcados en una nave que no retrocedía: la de rastrear la poesía inédita, perdida y escondida por efecto de esa máquina de terror y muerte que fabricó la dictadura.

Axat y Aiub habían inaugurado en 2007 la colección “Los Detectives Salvajes”. En 2011, el libro titulado Hubiera querido, que recopila los poemas de Rosa María, la ensanchó.  

Pero no era solo texto. Además de cargar las tintas contra los asesinos y represores, de drenar la tristeza en cada letra que imprimía sobre el papel derramando versos combativos y palabras de amor, en algún momento entre 1974 y 1977, Pargas grabó un casete con varias de sus poesías.

Cuando delineaban la arquitectura del libro, Raquel recordó esa cinta, recordó que tenía con ella, su voz.

El CD que acompañó la publicación de Hubiera querido, cristaliza una voz de 27 años que jamás envejecerá. De fondo, se escucha un fusil FAL. Raquel tuvo que explicar muchas veces que no es un efecto agregado. Las vibrantes ráfagas de plomo fueron grabadas por la poeta. Quizás buscando que el sonido reflejara las circunstancias en las que registró sus versos. Quizás mostrando que empuñar un arma para construir un país más justo –como afirma en uno de sus textos:  “es una forma (tal vez la mejor) de hacer poesía”.

–Costó tres años hacer el libro. Ahí es donde realmente empecé a tener una relación con mi vieja, donde la empecé a conocer sin intermediarios. Porque cuando uno no tiene recuerdos, los vivís a través de otro, reconstruís a esa persona con las características que le pone el otro. Pero cuandoponía las poesías sobre la cama, se generaba un momento de intimidad tan fuerte que a veces las guardaba a todas porque no podía seguir. Creo que en ese momento la parí a mi vieja.

XIX

El 16 de agosto de 1977, cerca del mediodía, Rosa María había salido en su bicicleta, con Mariano, a comprar pan. En la calle fue atacada por un grupo de hombres del Ejército, armado hasta los dientes. Se tragó la pastilla de cianuro que traía, pero los militares hicieron que la vomitara. La metieron en el baúl, y arrojaron a Mariano adentro del auto.

En la casa estaba Alberto con Raquel. Cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, Camps puso a su hija en el baño para resguardarla y salió a enfrentarse son los sicarios del Comando de la Zona I. Estaba rodeado. No pudo escapar.

A Rosa María se la llevaron al centro clandestino de detención “El Vesubio”.

De la última batalla de Camps se dice que, después de haberle disparado, los militares lo depositaron en el Hospital Gandulfo con estrictas órdenes de que no se lo atendiera. Pero muchos años más tarde, Raquel conoció a una enfermera que le contó otra cara del final de su vida: a Alberto le pegaron un tiro en la cabeza, lo que, aparentemente, generó una discusión entre los torturadores porque lo querían vivo. Lo llevaron al Gandulfo y le exigieron a la médica de guardia, con una pistola en la sien, que lo salvara como fuera. Ella lo indujo a un coma, pero había que hacerle una neurocirugía y el hospital no tenía los médicos necesarios. Pidió el traslado a un sanatorio cercano. A las dos horas, cuando llamó para preguntar por él, le dijeron que nunca había llegado.

XX

Después de 2001 los Camps exhumaron los restos enterrados en el cementerio de Lomas de Zamora y recuperaron el cuerpo de Alberto, que había sido sepultado como NN en una fosa común.

Rosa María continúa desaparecida.

XXI

…Pero el tiempo se viene y hay que caminarlo para hacerlo.

Porque desde allá,

desde donde el carajo está siendo razonado,

y el fusil ya se abre paso entre los dedos,

porque el hambre se transformó en bostezo largo

y el sueño, como el pan, en un misterio,

se oye un grito gritado para todos,

el que no quiera escuchar, se irá muriendo.

…Hubiera querido muchas cosas, dije,

y no me alcanzó el tiempo”.