Mis seis días desaparecido en el ‘76

Domingo Emilio Piacentino, jubilado de 83 años, cuenta por primera vez su experiencia como desaparecido durante la última dictadura militar, época en la que se desempeñaba como delegado gremial de SMATA en la Ford Motor Argentina de General Pacheco.

Mis seis días desaparecido en el ‘76

Por Cosecha Roja
23/03/2022

Por Marcela Vázquez*

Al zaguán de Domingo Piacentino se entra por una pequeña puerta de chapa y vidrio color blanca. El pasillo es angosto y está lleno de orquídeas y suculentas.  Ese departamento, el gran local que da a la calle con una edificación alta de puertas y ventanas antiquísimas, la propiedad de al lado y quién sabe cuántos terrenos más de la manzana pertenecían a alguien con su mismo nombre. Su abuelo Domingo Piacentino fue pionero del barrio Villa Galicia, en Temperley. Se mudó a la zona después de sufrir junto a su familia la inundación de Pompeya de la que habla el tango Sur. El Domingo de ahora, el nieto, vive ahí con su actual esposa y su perrita shih tzu Brisa.

Piacentino estudió hasta el ciclo básico de la secundaria en la escuela industrial para mecánica Fray Luis Beltrán de Barracas. Es una persona de carácter y de fuertes convicciones. Tiene miles de anécdotas para contar, en su vida le pasó de todo, pero lo que lo hace cambiar rápidamente de actitud y llena su mirada de angustia es recordar la experiencia vivida a los 36 años, cuando fue una víctima más de la última dictadura militar. 

Yo fui un desaparecido. En los años 70 pertenecía al Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor (SMATA), era delegado gremial. Entré en la Ford en el año 68. A mí me llevó el proceso.     

Piacentino cree que lo tuvieron detenido en Ingeniero Maschwitz, pero no tiene certeza. 

Me levantaron de mi casa. Vivía en Golondrina al 1700 en Temperley. Estaba aún con mi ex esposa y tenía dos hijas. Trabajaba en Ford. Económicamente estaba bien.

Piacentino había entrado a trabajar a Ford por un amigo. Unos años antes del secuestro Alfredito lo fue a visitar con un Ford Fairlane.  “Subimos a la nave, una bestia con un motor V8”, recuerda.  Recorrieron la calle Pasco, que en ese momento era angosta, y Alfredito le propuso llevarlo a trabajar a la Ford. Por su capacidad entró. “El comedor de la Ford era el Sheraton”, recuerda. 

Era la una de la mañana del 27 de noviembre de 1976. Escuché la puerta—dice Piacentino y golpea la mesa varias veces para recrear el sonidoCorrí la cortina y prendí la luz. Cuando los vi me quería morir. 

Lo habían ido a buscar en tres Ford Falcon. Uno de los militares tenía una ithaca apuntándolo. Piacentino recuerda cómo lo miraba con los ojos acuosos, desorbitados. Pensó que lo iba a matar. 

¿Usted es Domingo Piacentino? Lo vamos a llevar detenido le dijo uno de ellos.

¿Por qué? preguntó.

Orden de arriba.

Su esposa se levantó. Las gemelas, que en ese tiempo tenían 5 años, dormían. Piacentino señaló la habitación de las hijas y les dijo: 

Si quieren mátenme, pero no se metan con mis hijas, son dos chiquitas. 

El militar que aparentaba estar a cargo dijo “no” y nadie entró a ese cuarto. Sí revolvieron el resto de la casa, pero no encontraron nada que les interesara. Lo sacaron, le pusieron las esposas con los brazos hacia la espalda. A mitad de camino le pusieron una capucha. Lo metieron en un baúl. 

“Lo que se siente no se puede explicar con palabras”, dice Piacentino. 

Después entraron a un lugar que no pudo ver por la capucha. Escuchó abrir un portón.  Lo bajaron y se oía mucha gente, mucho murmullo.

Este viene de Lomas dijo uno. Otro le dio una piña en la espalda.

Sos un cobarde, me pegas atado y de espalda dijo Piacentino.

Lo golpearon entre varios. “Entré a los sopapos” dice ahora, riéndose, a lo lejos.  Lo llevaron adentro, lo metieron en una habitación y cerraron la puerta.

¿Hay alguien acá? 

Nada. Estaba solo. Se quedó en un rincón, dormido. Perdió la noción del tiempo. Llegó un guardia y lo hizo poner contra la pared, de espaldas. Le dio una manzana y un poco de arroz. Le soltó las manos para que pudiera comer. Solo comió la manzana. Tenía miedo de que el arroz tuviera algo. Pidió agua y le dijeron que no, por el efecto que le podía causar la picana.  A él no lo picanearon, sí le hicieron el submarino. Lo ataban de los pies y le metían la cabeza en un balde con agua hasta casi no respirar. 

Se escuchaba un noticiero en un televisor cercano. Cuando terminó el programa lo fueron a buscar. 

¡Afuera!

Lo sacaron y lo pusieron contra la pared.

¡Te vamos a fusilar!

Ya estoy muerto  respondió.

Lo llevaron de nuevo a la habitación. Más torturas. Pedía ir al baño y no lo llevaban. Le gritaban que tenía que aguantar. “No me quedaba otra que orinarme encima”, recuerda. La tercera noche vino el interrogatorio.

¿Cómo te llamas?

Domingo Emilio Piacentino.

¿Dónde trabajas?

En Ford Motor

¿Qué haces allá?

Mecánico.

No, qué trabajo hacés. 

Delegado gremial

¿Sos de los hijos de puta de los peronistas?

Peronista sí. Hijo de puta no. Y no estoy en nada.

Lo liberaron el 3 de diciembre de 1976. Estaba deshidratado.

-Te voy a sacar las esposas y te voy a atar con un pullover mío- le dijo uno.

 Lo cargaron en un auto y lo dejaron frente a un hotel de la Panamericana. Lo apoyaron contra el guardarrail y le ordenaron que cuente hasta cien. Empezó a contar:

-Uno, dos, tres… 

Escuchó el ruido del motor. Era una Rural Ford. Lo pudo advertir por el largo del asiento trasero, donde lo habían traído. De repente escuchó que daban la vuelta. 

-48, 49, 50…

Contaba en voz alta, por las dudas. Habían vuelto para reírse y burlarse de él. Recuerda que por un largo lapso el sonido de un motor  Ford le erizaba la piel. El mismo efecto le causó volver a contarlo. Y mostró los brazos.

Esperó cinco minutos más o menos, mientras escuchaba pasar coches. “Nadie se metía”. Se soltó el pullover y se cruzó al hotel. Había un jardinero arreglando las plantas. Cuando lo vio salió corriendo. “Como si hubiera visto un fantasma”, recuerda Domingo. En el hotel había prostitutas que lo ayudaron. Eran unas seis mujeres. Después se fue a tomar el colectivo de la línea 21 que va a Pacheco. El chofer lo miró, él le contó lo que le pasó y no le quiso a cobrar. Se miró en el espejo: “No era yo. Tenía el pelo duro como garrote, la boca hinchada y partida de tantos días sin tomar agua, me daban tan solo unas cucharadas. Era un monstruo.” Fue hasta Ford. Vio que la oficina del delegado estaba clausurada. SMATA estaba intervenido por los militares. 

Domingo no quiso seguir trabajando en la fábrica y salió a buscar un nuevo trabajo. Pero en ninguna parte lo tomaban. “Estaba en la lista negra”, dice.  Así que se dedicó a criar conejos y gallinas para vender. También vendía huevos para mantener a su familia mientras tanto y no “patinarse” la indemnización.

Por suerte, un vecino que pertenecía a la gendarmería, Neri, lo presentó en una empresa de vigilancia y ahí pudo trabajar. Recuerda un día trascendental: cuando su jefe lo llamó al cuarto piso, a su oficina. Subió y vio un hombre con él y pensó: “A este tipo lo conozco”. 

-Qué me mirás- le dijo el hombre.

-Porque le veo cara conocida- le respondió.

-¿Así que vos sos el famoso Mingo?

-Y usted es el hombre que me interrogó cuando estaba en cautiverio-lo conoció por la voz-. 

-Sí. Te salvaste porque eras un tipo transparente.

-Pero a usted lo conozco de antes de eso –lo descubrió al ver bien su fisonomía-. Había sido uno de los superiores del Regimiento 4 de Caballería en Neuquén, donde Domingo hizo el servicio militar.

-¿Y vos cómo sabés?

-¿Usted no se acuerda de mí? Yo era el chofer de uno de los oficiales.

Piacentino en el Servicio Militar

“Cuando hice la colimba conocí a ese hombre, el que unos años después iba a interrogarme mientras me encontraba en cautiverio. Era superior del Ejército de Caballería en San Martín de los Andes”. 

Piacentino cambia de tema. Se remonta a su quinto día de estar en el lugar de encierro, que hasta hoy no puede precisar, sentía que no quería vivir más. Le pidió al “flaco”, como él llama a Jesús, que le diera una señal. Y de pronto empezó a cantar un zorzal. Eso le dio fuerzas. 

“En Ingeniero Maschwitz hay muchos de esos. Yo creo firmemente en Dios y sé que cuando me muera me voy a encontrar con mi vieja. Eso nadie me lo puede discutir. El “flaco” en cada uno de los momentos difíciles de mi vida, nunca me dejó solo, ni me dejó tirado”. 

*Abogada graduada de la UBA, periodista egresada de ETER Escuela de Comunicación. Entre sus preferencias al momento de la escritura están las historias de vida, muchas de ellas, atravesadas, de algún modo, con el ámbito judicial.